Bresson por Bresson 28 Ago 2014

El mundo de Robert Bresson

El Litoral | Robert Bresson

Como Welles, como Hitchcock, como Rossellini, Robert Bresson ha marcado la historia del cine con una obra única e ineludible. Marguerite Duras decía que con él se había ingresado en “el cine puro”. “Un condenado a muerte se escapa”, “El carterista”, “Mouchette” son algunos de los títulos de su rigurosa filmografía. La editorial El Cuenco de Plata acaba de publicar un libro con entrevistas a Bresson, que abarcan, de 1943 a 1983, comentarios y reflexiones sobre todos sus filmes. Transcribimos aquí un fragmento de un “Homenaje a Bernanos” (el autor de la novela “Diario de un cura rural”, sobre la que Bresson se basó para el film homónimo) que se realizó en 1951 en el parisino “Centre catholique des intellectuels français”.

 

Robert Barrat: —En ocasión de una reunión preparatoria de este debate, recuerdo que usted contaba cómo intentaba hacer un film: “Hago un film del modo en que escribiría un poema. Busco el tono”. Y explicaba que tenía ese tono en mente cuando filmaba las secuencias, que era ese mismo tono el que hacía que dijera a los operadores, a los técnicos que asistían a la filmación: “Va a ser aburrido”. Y que sólo en el momento de ver el film ya montado, ellos descubrían la unidad interior y poética del film.

Robert Bresson: —Quisiera en primer lugar aprovechar la palabra que me otorgan para desmentir públicamente un reproche que se me ha hecho. Me han reprochado un cierto desdén, un cierto desprecio que tendría respecto de los actores de profesión. Por el contrario, aprecio sin reservas el asombroso, el admirable oficio que practican y que requiere tantas riquezas inconciliables, tantas capacidades a la vez de espíritu y de sumisión del espíritu, de sinceridad y de engaño, de abandono y de autocontrol, tantas que, lo confieso, con frecuencia me resulta casi inimaginable.

Pero si exijo y utilizo actores anónimos, actores amateurs o no profesionales, si me escapo del tema y la anécdota dramática, que tiene su interés en sí, si reduzco el decorado o el paisaje a un cuadro que se empequeñece y desaparece por sí mismo desde el momento en que el rostro humano ocupa su lugar, es porque no quiero representar acciones ni acontecimientos, sino sentimientos.

Llevado al dominio de los sentimientos, el actor profesional experimenta una extraña molestia si apunto sobre él el objetivo: siente que los hábitos que adquirió en el teatro o en esos filmes en que los acontecimientos tienen el lugar principal, que sus trucos, sus manías, su talento en una palabra, le impiden darme lo que le pido. Y en efecto, siento extrañamente que todo eso se interpone y me lo oculta exactamente como una máscara.

Quisiera poder explicarle cómo ese aparato de tomas, esa cámara extraordinaria que es nuestro instrumento de trabajo, es al mismo tiempo nuestro más temible enemigo, en el sentido en que esa cámara registra todo, lo capta todo, con esa especie de indiferencia, de estupidez de la mecánica, de la máquina.

Charlie Chaplin, de paso por París hace varios años, antes de la guerra, me contó la siguiente historia. Me decía: “Imagine a nuestra mayor actriz de la pantalla, imagine a Greta Garbo -y es Chaplin el que habla, no yo-, imagine que ella está representando su escena a la perfección, pero hace calor, hay moscas en el estudio y vuelan alrededor de ella... y mientras continúa representando su escena a la perfección, piensa: “A ver, ¡y si esta mosca se posa sobre mi nariz! Y la cámara registrara eso”.

El término “toma”, la expresión “toma de filmación”, es sinónimo de captura. Se trata de atrapar al actor, no al actor-actor sino al actor-criatura viviente, de sorprenderlo, de capturar en él, en tal o cual rasgo de su fisonomía, lo que puede producir en sí mismo de más raro, más precioso y también más secreto, el destello que me proveerá la clave del asunto. El actor amateur o novato, menos consciente de sí, más ingenuo, más duro y también más paciente, se prestará con mayor complacencia a esta prueba. Vemos que esta concepción del actor de cine, que está muy lejos de la concepción habitual del actor de teatro, ofrece analogías con la idea de que podríamos hacernos del modelo de un escultor o un pintor.

Y ahora vuelvo a lo que usted decía, Robert Barrat. Es cierto, en efecto, que buena parte del tiempo, mientras trabajo, me ocurre que escucho a los técnicos, a los electricistas, al equipo completo que me vigila con el rabillo del ojo, decir: “Este film es aburrido”. O “este film será aburrido”.

La primera explicación es que este film es verdaderamente aburrido, o que será aburrido. Otra explicación es que los electricistas y técnicos que participan todo el año en un número incalculable de películas y están como mirando un espectáculo, vieron rodar escenas en que los gestos, la palabra, la mímica, estaban llevados a un grado de expresión extrema. Y les parece que todo esto, por mi mediación, es pálido, chato, vaciado de expresión. Efectivamente, mis medios son otros.

Lo que busco no es la expresión a través de los gestos, la palabra, la mímica, sino la expresión a través del ritmo y la combinación de las imágenes, a través de la posición, la relación y el número. El valor de una imagen debe ser antes que nada un valor de cambio. Pero para hacerlo posible es necesario que las imágenes tengan en conjunto algo en común, que participen de una suerte de unión. Por eso me esfuerzo en dar a mis personajes un parentesco, o pido a mis actores que hablen de una determinada manera.

La imagen es comparable a la palabra en la frase. Los poetas se forjan un vocabulario. Con frecuencia, su elección de las palabras es deliberadamente poco brillante. Y es el término más común, el más usado, el que por estar en su lugar, adquiere de pronto un brillo extraordinario.