Bresson por Bresson 22 Ago 2014

Filmar de oído

ADN | La Nación | Débora Vázquez

En las entrevistas reunidas con el título de Bresson por Bresson, el director francés revisa su itinerario cinematográfico y revela un conocimiento muy profundo de los secretos de su arte

 

Si la historia del cine, o las historias -como prefiere Godard- pudieran escribirse en una suerte de Biblia, el nombre de Robert Bresson (Puy-de-Dôme, 1901- París, 1999) aparecería sin duda en el libro del Génesis. Bresson es algo así como el Adán del cine. No tuvo maestros, o por lo menos no los registró, no se sintió afín a ningún director, y a la hora de explicar sus películas no hubo quien haya podido hacerle sombra. Las mejores entrevistas publicadas por la prensa a lo largo de su carrera -cuarenta años, para ser exactos, desde Los ángeles del pecado (1943) hasta El dinero (1983) - han sido reunidas en el volumen Bresson por Bresson por su mujer, Mylène, y dan prueba de su conocimiento profundo respecto de su arte. En ellas el director dialoga con críticos de la época -Serge Daney, Jean Douchet, Jacques Doniol-Valcroze- y también de algún modo, un modo más expansivo y menos elíptico, conversa con ese breviario fuera de serie que tituló Notas sobre el cinematógrafo .

El arribo de Bresson al cine tuvo una evolución, por así decirlo, darwiniana. Primero fue pintor, después tuvo un paso fugaz por la fotografía y finalmente en 1934 filmó Los asuntos públicos . El fracaso comercial de este cortometraje le impidió volver a filmar en el corto plazo. No obstante, siguió trabajando como guionista y colaboró brevemente con René Clair en un proyecto que quedó interrumpido por la guerra. Recién en 1943, después de haber sido movilizado y tomado como prisionero durante más de un año en un campo alemán, Bresson logró filmar Los ángeles del pecado . En este primer largometraje ya se vislumbraba la espiritualidad trágica -producto de su educación católica- y el estilo austero que se iría profundizando en sus doce films posteriores.

Los elogios acerca de la obra y la persona de Bresson formulados por sus colegas son a veces tan grandilocuentes que da pudor reproducirlos. Uno relativamente modesto y no menos conmovedor es el que Andrei Tarkovski escribe en su diario: "Bresson es el único que no le tiene miedo a nada". Si bien este juicio se fundaba probablemente en la ascética intensidad de sus films, no sería inoportuno hacerlo extensivo a los diálogos reunidos en Bresson por Bresson . En ellos el director francés arremete sin piedad contra todo el cine producido hasta entonces por considerarlo parasitario del teatro y falto de un lenguaje propio. Para diferenciarse del "teatro filmado" -un modo de representación, no una creación- Bresson llama a su cine "cinematógrafo" y se transforma en el descubridor de algo que ya existía. Lo importante para él no eran las imágenes en sí -y menos aún las imágenes de tarjeta postal que pululaban en el cine de los años 70- sino la relación entre ellas. Lo que buscaba Bresson era capturar el milagro de la poesía. Y la poesía, según él, nunca era algo dado, sino algo que llegaba a destiempo, inesperadamente, y que surgía de los intersticios, de la fricción de una imagen contra otra.

Las películas de Bresson convocan permanentemente al fuera de campo a través de sus imágenes fragmentadas -las ancas lustrosas de un caballo, las orejas atentas de un burro, los pies de Juana de Arco rumbo a la hoguera, las manos de un carterista- porque aquello que no se ve, según él, es tan importante como lo que sí se ve. Las manos ocupan en su cine un lugar privilegiado. Y no sólo las manos que roban en Pickpocket , sino también la mano que escribe en Diario de un cura rural , o aquella que conjura la huída en Un condenado a muerte se escapa . El campo de los sonidos era para Bresson más importante que el de la vista, porque consideraba que el oído era más creativo que el ojo. De ahí que cada vez que podía reemplazar una imagen por un sonido, lo hacía sin dudar. Pero dado que para él "el silencio es el gran descubrimiento del cine sonoro", los diálogos de sus películas siempre terminaban siendo escuálidos, y la música, un accesorio del que con el correr del tiempo aprendió a despojarse.

Otro aspecto del método de Bresson es el de la dirección de sus modelos. Modelos y no actores, como puntualiza el director, ya que por su mímica, gestualidad y entonación, Bresson consideraba a los actores profesionales irremediablemente falsos. Prefería trabajar con gente común, "que estén intactos, que sean vírgenes y que entreguen lo que desconocen", gente que no fuera consciente del automatismo de sus movimientos. Porque Bresson sabía, como antes lo supo Montaigne, que "todo movimiento nos descubre".

La mano antes que el cuerpo entero, el modelo antes el actor, el sonido antes que la imagen y el silencio antes que el sonido. El cine de Bresson parece el reino del revés. Y sin embargo su influencia ha recorrido un arco que va del cine casi autista de Aki Kaurismaki al del pictórico primer Leonardo Favio, pasando por la inclemencia de Michael Haneke. Sin embargo, ninguno pudo, como Bresson, hacer aquello que tanto temían los indígenas de las tribus ancestrales: robarles el alma, aunque sea por un instante, a sus protagonistas.