Leones 13 Dic 2021

Hans Blumenberg: para qué rugir si se puede susurrar

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

Leones, del pensador alemán Hans Blumenberg, es un delicado y asombroso mosaico de reflexiones alrededor del animal más temido.

 

No hay libro de Hans Blumenberg sin la presencia –puntual y propicia– de animales, desde elefantes patones a pasajeros okapis. Es fácil deducir que sabía que su gusto por la fábula –parte de su afición por ilustrar con anécdotas– lo socorría en su afán por perseguir para cada obra una forma –un dibujo– irrepetible. Montajista zorro, su método dictado por fichas y ficheros sólo podía resultar en la configuración peculiar y cohesiva de sus libros. Leones –una excusa perfecta, otro pretexto ideal– es un objeto encantadoramente desconcertante, una miscelánea caleidoscópica que alista “leones frustrados”, bíblicos, esculpidos y un Dostoievski que hace rugir a una bestia durante una guerra de miradas.

Como en esa otra cantera temática, Fuentes, corrientes, icebergs, Blumenberg entra en materia por cualquier resquicio cardinal y planta en sus páginas sondas eclécticas, digresiones ocurrentes e inferencias osadas, tan seductoras como incomprobables. De inclinación epigramática, riega las hojas de acertijos oraculares –a menudo deja un entrepiso de la casa, por decirlo así, sin construir–, y ante ciertos pasajes es dable colegir que el pensamiento es la resolución de un enigma por medio de una broma callada, que él desliza por debajo de la mesa: “Si los leones supieran pintar, sus cazadores serían los cazados”.

Blumenberg prefiere sorprender sutilmente, nunca ostentosamente, por medio de un ingenio de ánimo delator: “Lo que define a los paraísos es que en ellos es imposible que los leones sean lo que son”. Y no pocas ironías impiadosas: “Estar ante catástrofes y salvarse ha sido, en todos los tiempos, una ocupación favorita de la humanidad”. Este instructor en metáforas y conceptos inaugurales, teorías y paradojas ariscas, era capaz de hablar de “una proposición que podría estar formada conforme al precepto de prometer todo en el sujeto y no cumplir nada en el predicado”.

Al igual que en el resto de su bibliografía, el alcance y la heterogeneidad de sus referencias, y sus viajes temporales, son imposibles de inventariar. Blumenberg causa la impresión de avanzar con la historia de la humanidad –sus incógnitas y perplejidades– a cuestas. Era de aquellos de los que se dice lo leyó todo y de los que se espera que, tarde o temprano, hablen de todo (aun de la expectativa de un niño por los regalos de Reyes), mientras se suceden frases que son trucos de manos, inadivinables: “En los leones soñados, por supuesto, se admite todo lo que los hace parecer suaves sin dejar de ser leones”.

Por momentos se tiene la sensación de que pesca lo que está detrás de la línea enemiga de una idea: “Lo que hace del león un león frustrado es su no pertenencia a un mundo en el que fuera posible mirarle tan bien la melena y mirarlo tan bien a los ojos que quedara al descubierto su ‘artificialidad’”.

Blumenberg pensaba opíparamente, sin reparar en gastos, respetando las reglas de un juego que el lector comparte pero elevándolas a otra dimensión, como si se trasladara a un orden de su propia inventiva, efectuando leves desplazamientos de foco en pos de una conclusión elegante: “Son precisamente los perfeccionistas quienes, desencantados de sus propias pretensiones y por experiencia propia, proporcionan las fórmulas más convincentes de la resignación como variante humana de la perfección”.

Las suyas son percepciones que revelan lo que suele llamarse una visión de la vida e incluso un temperamento. Pero no se vaya a creer que detrás de ese muro aritmético que son sus párrafos no quedan flecos desquiciados. En todo caso, en no pocos de sus razonamientos la máxima lógica se toca con la apuesta más lanzada, como coinciden las temperaturas más alta y más baja: “El canibalismo es algo así como la metáfora absoluta de su concepción de sí mismo: la admisión secreta de su impotencia trágica”. Es claro que lo que dijo del lenguaje de Nicolás de Cusa se aplica al suyo: “Tiende continuamente hacia un punto donde se autosupera”.

Como en los mejores filósofos y ensayistas, se da en Hans Blumenberg a veces una calibrada y a veces una azarosa alternancia entre prudencia y arrojo. De hecho, si usa el punto seguido donde otro pondría un punto y aparte es porque desea infiltrar lo más rápido posible una intuición caprichosa sin llamar la atención sobre ese salto, esa singularidad, en un intento, casi, podría añadirse, de inducción subliminal (y, todo hay que decirlo, sublime).

Cada obra de Blumenberg pregunta implícitamente qué clase de lector es uno, y qué clase de lector podría ser. Invariablemente, invita a ir un poco más lejos en el pensamiento (y a hacernos creer que es posible seguirlo). El camino procura atajos y alivios. Una sola frase suelta, de este u otro de sus libros, puede soplar una clave para sumergirse en el resto, como precisamente esta: “Lo más sorprendente es que nadie necesita haber comprendido lo que no ha sido escrito para él”.

Era un polígrafo absolutamente anómalo que encontró un editor que confiaba que cada una de sus extravagancias encontraría –fundaría– su número suficiente de seguidores. Y Leones es una formidable aberración en un filósofo impredecible. Su prosa hace pensar en un lápiz mecánico Rotring: un instrumento técnico, útil, estéticamente bello.

En La génesis del mundo copernicano intenta   responderse cómo explicar la aparición de un genio (enigma que ahora revierte hacia el propio autor). Explora en qué medida un contexto prepara o favorece el surgimiento de ciertas mentes, de ciertas ideas, y en qué medida una época determinada está preparada para recibirlas. De igual manera, en qué magnitud las disciplinas se aíslan y en qué grado se invaden (cuestión que está en la esencia híbrida de todas sus pesquisas).

Hans Blumenberg dejó más libros inéditos que los publicados hasta su muerte en 1996, acaso adivinando que el futuro sería más favorable para interpretarlo y apreciarlo. Uno solo de sus estudios basta para años de errancia y aprendizaje. En un viejo documental sobre el autor de Naufragio con espectador, en su ausencia se muestran las ávidas y antojadizas bibliotecas de su casa, una tetera y una taza llena, como si fuera él mismo quien filma risueño detrás de cámara. Lo que es un cataclismo –tempestuosamente fecundo– es su mesa de trabajo.