En ese jardín que amábamos 04 Nov 2021

En ese jardín que amábamos

Revista Otra parte | Juan F. Comperatore

 

Uno de los cauces fecundos de la vasta obra de Pascal Quignard se asienta en el rastreo etimológico, en el cultivo del aforismo opaco, la fábula oblicua y el fragmento breve en una mudanza de las formas anterior al reparto en géneros. Es el Quignard de Pequeños tratados y los sendos volúmenes de su Último reino. Pero hay otro cauce, más soterrado y silencioso, que admite una costura narrativa y el rescate de una legión de personajes ignotos desde los márgenes de la historia. Es el que transitan novelas como Todas las mañanas del mundo o Terraza en Roma, donde, sin dejar de indagar sus motivos habituales (la voz, la música, el silencio), el escritor galo postula un andamiaje que vertebra la búsqueda. En el caso de En ese jardín que amábamos –editado por El Cuenco de Plata a mediados de este año en inspirada versión de Carlos Schilling–, ese andamiaje es dado por la vida del pastor, compositor y ornitólogo Simeon Pease Cheney.

Dueño de un privilegiado oído absoluto, Cheney (1823-1890) dedicó treinta veranos a transcribir el canto de las aves de los bosques de Nueva Inglaterra en una notación musical que sólo después de su muerte, y debido a la diligencia de un hijo tenaz, halló la forma final de libro. Pero Cheney no se limitó al dulce trino del petirrojo o de un verderón canoro, también afinó la escucha ante la música de lo inanimado: el chirrido de una puerta, el susurro del viento, el goteo de una canilla, y así. “Es posible que la audición humana perciba melodías detrás de una sucesión de sonidos del mismo modo en que el alma humana percibe narraciones en el fondo de los sueños más caóticos”, se lee promediando el libro. De igual manera a como lo hizo con la vida del viologambista Sainte-Colombe en Todas las mañanas del mundo, aquí también Quignard se toma varias licencias; aunque lo principal, según confiesa en el prefacio, es la coartada que estas historias otorgan para engañar esa “depresión tóxica” que lo asedia cuando llega el gélido invierno.

Afín al espíritu sinuoso de la obra de Quignard, En ese jardín que amábamos se mueve alrededor de un punto equidistante del teatro y la poesía; de ahí el vínculo, que el propio autor señala, con el teatro nō. Una austera puesta en escena (una sala en penumbras, un perchero, un piano recto) prepara el tan intenso como asordinado drama que tiene a Cheney y a su hija como protagonistas. El tamiz de la ficción troca el género del hijo para dar, suponemos, mayor acento dramático a la pieza. Porque el solitario pastor, afecto a la melancolía como varios de los personajes de Quignard, escoge habitar el dolor por la pérdida de su esposa, quien muriera al dar a luz a esta hija que ahora es expulsada por su padre del hogar. La acusa, en pocas palabras, de haber vivido en lugar de su madre. Esta hija hará carrera como profesora de violonchelo y de canto, mientras que el padre dedicará sus días a cuidar del jardín de su esposa. Así se abre el doble tiempo del duelo. Aquel del padre tras los pasos de la esposa; aquel de la hija tras los pasos del padre cuando, una vez muerto este, intente publicar el manuscrito de su música silvestre. Porque si bien los muertos no cejan en su empeño por regresar, si bien su presencia es discreta pero palpable, también así “un día, el olvido logra atraparlos, / el vacío se traga sus nombres / y el tiempo los disuelve”.

Pocos como Quignard confían en el poder del arte. La música, en su caso, representa la posibilidad de recuperar lo perdido. Cheney, como antes Sainte-Colombe, invoca con sus melodías el fantasma de la esposa muerta, porque sólo del pasado puede aguardarse algo. Aunque se trate menos de recuperarlo que de librarse de él.