En ese jardín que amábamos 30 Ene 2022

Reseña: dos libros teatrales de Pascal Quignard

La Voz del Interior | Javier Mattio

“En ese jardín que amábamos” y “Princesa, vieja reina” invocan tiempos y personajes en escenarios virtuales con la singularidad de Pascal Quignard.

 

La voz recubre el cuerpo, lo escenifica en la página, le confiere melodía y movimiento. Breves y cargadas de emotividad, los libros Princesa, vieja reina y En ese jardín que amábamos componen otra deriva sui generis del siempre único Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Francia, 1948), ambos espectrales en sus errancias de intimismo histórico.

Cinco fábulas-mujeres habitan el primer libro, que enlaza sus narraciones mínimas en base a prendas intercambiadas en pases mágicos, gráciles, susurrados. El amor clandestino en tierra helada de siglo VIII entre la princesa Emmen y el secretario del emperador inicia el quinteto, que avanza con ritmo de danza hacia la “vieja reina” del fin del mundo, evocada con un gran abrigo.

Un atuendo liviano, un quimono y un vestido de terciopelo alumbran a una niña real del Reino de Shu, la hija japonesa del gobernador de Ise y a la escritora francesa George Sand, que transmutó precisamente su seudónimo en disfraz masculino.

El coro de almas recobradas del vértigo del tiempo se hace así físico en su ropaje poético, dibujando gestos y pasiones con delicado ascetismo. De haber un cuerpo habría que adjudicárselo a la actriz Marie Vialle, que adaptó al teatro estos relatos.

 La procedencia musical de Quignard se proyecta con mayor literalidad en En ese jardín que amábamos, donde las presencias dramatúrgicas que emergen son el reverendo estadounidense Simeon Pease Cheaney y su hija Rosemund. Durante años Cheaney se dedicó a anotar con ánimo compositivo el canto de los pájaros que escuchaba en el jardín de su parroquia, que derivaron en el inclasificable libro póstumo La música de los pájaros (1892).

En una puesta narrativa tan majestuosa como penumbrosa que Quignard emparenta con el teatro no se trazan los destinos domésticos de padre e hija en lamento por el paraíso perdido.

La muerte de la esposa de Cheaney, de resonante nombre Eva (que se anexa con fantasmal voz propia junto a la de un recitador), es el doloroso disparador de la obsesión auditiva del personaje. “Un jardín es un rostro”, asume el compungido Cheaney, que llega a transcribir hasta el chapoteo de la lluvia, el tintineo de la cadena del aljibe o los golpes de la puerta del baño.

Ese anhelo de luminosidad recortada resuena como duelo melancólico pero también tragedia familiar, ya que Eva muere cuando nace Rosemund. Ella carga a su vez con la misión de publicar el rechazado manuscrito paterno, devolviendo a la luz la partitura piada de la felicidad.