En ese jardín que amábamos 02 Sep 2021

Las páginas iluminadas de Pascal Quignard

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

Nuevas obras narrativas, teatrales y ensayísticas, en excelentes traducciones, del notable escritor francés.

 

Ante escritores de claro corte poético, se tiene la impresión de haber leído esta frase y aquella otra en una vida anterior. Es una de las peculiaridades que sobrevienen al panear lentamente las páginas de Pascal Quignard, para quien, dicho sea de paso, cualquier referencia a lo precedente, incluso lo prelingüístico y lo prenatal, es por demás bienvenida y reactivada. Ineludible en un expedicionario de la etimología.

Acaso por eso este idealista de lo perdido está, invariablemente, retomando, recomenzando. Y en la obra de un pianista vocacional, de familia de músicos, el ritornello es, precisamente, el recurso privilegiado: “¡Qué misteriosa marea ascendente forman esas imágenes que uno quisiera dejar de ver y que nos acosan, impulsadas por un viento tan intangible como invulnerable, del que resulta imposible protegerse de ninguna manera, tan inatrapable, tan inconsistente como imprevisible!”. Es la serenidad con que narra que deja venir las cosas que invoca.

Los que regresan son, muy a menudo, los muertos apreciados y admirados. En una pausa de En ese jardín que amábamos, oímos: “A veces un rostro muerto querido repta sobre los rasgos de nuestra propia cara”. El relato –en forma de pieza de teatro, o al revés– tiene a un viudo batiéndose a duelo con su hija por el fallecimiento de su esposa.

Se trata del compositor (real) Simeon Pease Cheney, que transcribía a una partitura los cantos de pájaros. Una historia desapacible, cruenta, abisal, que rechaza “la innoble idea de una condolencia”. Afecto a la tragedia, obliga a no quitarle la vista a la muerte (no sólo en este libro) quien en Pequeños tratados sentenció: “Los caballos, las pesadillas y los libros reculan cuando uno los mira de frente”.

Anida en Quignard la idea de que la literatura revive, literalmente, y su cronofagia es civilizadamente salvaje: al tiempo hay que devorarlo a golpes de citas y apropiaciones. Por caso: “Los antiguos habitantes de Finlandia, o de Thule, o del norte de Canadá, acostumbraban a decir: ‘Cuando el hielo es fino, hay que caminar rápido’”. Parece estar bromeando acerca de la materia ígnea, encuadernada, que tenemos entre manos, que como el resto de su obra pendula entre la solemnidad y la irreverencia, entre la intrepidez y el candor, cortejando de a ratos cierto sentimentalismo (a determinadas alturas suena irremediable).

Otra pieza reciente, lindante con el escenario, de este autor dado a la dramatización impertérrita en cualquier género, es Princesa, vieja reina y no se diferencia de otros textos suyos que no se llevaron al teatro. Son sucesivas rememoraciones textiles: un abrigo, un kimono, un traje, una túnica. Flecos y pespuntes robados a la historia de la literatura y a la historia a secas.

Lo evocado exige, otra vez, un viaje retrospectivo: “No es la necesidad que tenía George Sand de apartarse lo más posible de los suyos, de los sirvientes, del grupo, de refugiarse en un rincón del espacio lo que me parece que constituye una aspiración extraordinaria, sino el nombre que le daba a ese refugio: lo llamaba ‘la ausencia’… Toda la vida se busca el lugar de origen, el lugar anterior al mundo, es decir, el lugar en donde el yo puede estar ausente, donde el cuerpo se olvida”. Desfilan encuentros fabulados, un tanto hieráticos, que se leen como láminas ilustradas, evangélicas, y a quien escribe telegráficamente el lector puede imaginárselo como un autómata epicúreo.

El método de Quignard consiste en satelitar poéticamente alrededor de un motivo, tema o pretexto, hasta encontrar el instante oportuno para precipitar un zarpazo. Es un autor de momentos, trances, relámpagos, de bellas inferencias falaces.

Lo breve y lo fragmentario le habilitan un contraste, una arremetida, un puente. “Puede ocurrir que miremos algo bello y pensemos que nos puede hacer daño”, anota en El sexo y el espanto, libro que vuelve a evidenciar que la sexualidad es un asunto menos impiadoso para ensayistas que para novelistas (aunque Quignard también se aliste entre estos últimos). Un título engañoso, que a algunos podrá ilusionar y a otros disuadir. A ninguno dejará conforme, porque sus capítulos ofrecen mucho más de lo que sea que ansíen.

Poniendo el cuerpo, como suele decirse, en cada minuto, Quignard bucea en el picado oleaje del erotismo, desde Roma hasta un presente más o menos cercano. Para él no hay fósil textual que no pueda ser resucitado y reactualizado. Dos mil años antes son para Quignard el mismísimo ahora, no media hiato alguno; ese abismo, en todo caso, se convierte en la potencia de la presencia casi táctil de los nombres romanos o griegos.

Un racconto histórico, desde ya, pero el autor de La barca silenciosa es un historiador poético, levitante, con algo de filólogo de playa nudista. La vitalidad de su impronta y aspiraciones lo vuelven un desfachatado que lo dice todo –"en el arte ronda algo indeducible del mundo"–, en especial lo que hace temblar en altas horas de la noche.

Es en Pequeños tratados que Quignard terminó de confesar gráficamente su procedimiento defoliado. Como en los libros que son parte de su serie “Último reino” –Las sombras errantes, Morir por pensar, Vida secreta, etc.– sus obras se configuran a la manera de un commonplace book, anotaciones propias y prestadas, astutamente reordenadas, a merced de una falsa lógica y una auténtica sensibilidad para el montaje, que descansan en ecos voluntarios o involuntarios.

El fragmento es la otra cara –la punta tangible– de lo imposible, de lo sublime, y su praxis corpuscular deja a sus libros en, por decirlo así, una productiva indefensión: “El lector descubre aquello que es él mismo, y aquello que no es, reviviendo una vida que no vivió”.

Este ex editor de Gallimard ejerce una libertad de formas que favorece su estilo y su tono rapsódicos, necesariamente irregulares. La disposición de párrafos mínimos es una repartición de hachazos: “Hay una parte de temor total en la lectura. Aquel que lee corre el riesgo de perder un poco el control que ejerce sobre sí mismo”.

En Pequeños tratados, Quignard viaja en círculos alrededor del lenguaje, el silencio, la escucha, la escritura, el libro como fruto edénico. Ensayista anómalo, es difícil delimitar dónde empieza la capa de un género y dónde la espada de otro, y no ha podido resolver, afortunadamente, su obsesión por diagnosticar qué es la lectura –grial de su obra–, en qué consiste su venenosa voluptuosidad.

Sus libros explicitan una divinización de la lectura, que es a la vez un endiosamiento de la soledad (virtud que enarbola sin falla). ¿Leemos entonces para pescar frases sueltas, más o menos luminosas? “La mano que escribe es como la mano que agita la tormenta. Hay que tirar el cargamento al mar cuando el barco se hunde”.

Pascal Quignard es de los que hacen creer que para que algo suceda –una escena dorada, un escrito, una vida– es condición imprescindible que en cada instante, celebratoriamente, se lo esté dilapidando.

En ese jardín que amábamos, Pascal Quignard. Trad. Silvio Mattoni. El cuenco de plata, 144 págs.

Princesa, vieja reina, Pascal Quignard. Trad. Silvio Mattoni. Interzona, 208 págs.

El sexo y el espanto, Pascal Quignard. Trad. Ana Becciú. Editorial Minúscula, 240 págs.

Pequeños tratados, Pascal Quignard. Trad. Miguel Morey. Sexto Piso, 909 págs.