Un libro 15 Jun 2019

Giorgio Manganelli: de profesión, lector caprichoso

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

Del excepcional escritor italiano, autor de Centuria y La literatura como mentira, se publica Un libro, volumen de relatos inéditos.

 

Noticias extravagantes, desenterradas de eras inexistentes. Documentos adulterados de civilizaciones utópicas. Razas bastardas. Funcionarios cesanteados. Asesinatos arbitrarios. Escatología socarrona, hilaridad anacrónica. Ventrílocuos de figuras históricas. Mapas narrados. Cartas sin respuesta, postales enviadas por muertos. Piruetas lógicas de las que tientan a un traductor a escribir por su cuenta.

En los relatos de Un libro, el escritor italiano Giorgio Manganelli(1922-1990) tira del corrompible ovillo del lenguaje y prueba formas, descompone géneros, ensaya voces, discurre filosóficamente y una inercia viciada tiende al monólogo enardecido: “Todo es claro si la nada reconoce su prole desamparada. El universo se funde en una clarísima indulgencia. ¡Qué gruesos eran los labios de Dios!”.

La teología y la cosmogonía son blancos fáciles para la sorna y –el virtuoso propende a lo incontinente– el delirio encadenado: “Según esta nueva percepción, el universo está, por decirlo así, todo de un lado, como un abrigo tirado sobre una silla, y sólo con las puntas se enreda al respaldo; de ese modo este abrigo andrajoso pende de los dedos de un Dios desdeñoso –ya que ésos creen en Dios– y todo, todo junto, es presa de una velocísima e infinita descomposición, de la que cada uno se debe sentir momento, como un punto cruz que se teje unido al sucesivo y al precedente”.

El bordado de Manganelli se deja tentar por ciertos ritmos y este manierista laberíntico busca consuelo solo en el estilo, como decía él mismo de la incomparable Ivy Compton-Burnett. A nadie llamará la atención que a menudo estos cuentos estén narrados por personajes escritores, en diálogo consigo mismos. Un libro incluye relatos terminados e inconclusos (algunos son ambas cosas a la vez), retazos, borradores, tratados fingidos y proyectos descaradamente gráficos. La obra entera de Manganelli podría titularse como un manual de instrucciones: Cómo falsificar una sombra. Es la intersección impura de tres compatriotas: el desenfreno de Gadda, la extrañeza de Landolfi, la imaginación de Calvino.

Como en otros escritores poéticos, con Manganelli se tiene la fuerte impresión de haber leído tal frase y tal otra en una vida anterior: “En un momento olvidado y tierno de nuestra infancia, la mayor parte de nosotros consigue renunciar, definitivamente, a la carrera de jefe de tribu de los pieles rojas”. A propósito, es como si una vez y otra Manganelli buscara recrear y reproducir colores discontinuados –los originales de una historia previa, subyacente– con otros, de su ingenio. O buscara obedecer el dictamen que suelta en “Confidencias”: “No hay vergüenza que la literatura no conozca”. Y quisiera probarlas todas.

En “La postal”, una estación de trenes “se achicaba cada vez más. A lo mejor se suicidaba, lenta, distraídamente”. En “Los relojes” leemos: “La flecha fue diseñada por un relojero nacido de un reloj sembrado la primavera pasada. Los relojeros son diseñadores de armas, pero el que diseñó esta flecha tiene predilección por las armas silenciosas”.

Los relatos van de acá para allá, como maleta de loco, y el lector acata lo que sugiere la aguja ciclotímica de una brújula de mano. Alguna vez, Manganelli advirtió: “Si uno no se pierde en un libro, en un sentido dramático, casi teológico, es probable que ese libro ni siquiera exista”. (No hay que olvidar que cuando viajaba a la China, la India y otros orientes, Manganelli se autoenviaba postales).

Quizá está continuamente insinuando que una suma de incoherencias que van hilvanándose es la definición y el modo de aparición de todo relato. Sobre Flann O’Brien comentó: “No le interesaba escribir una novela, sino trazar una trayectoria narrativa que le consintiera incluir algunos objetos improbables y excitantes”. Mientras tanto, la definición del estilo de Manganelli y de su efecto se agazapa en un pasaje de uno de los relatos: “Y reía, calladamente, como ríen los gatos, esas raras veces en que uno les cuenta bien una historia decorosa, que nunca antes escucharon”.

El autor de Centuria siempre admitió que no se sentía el autor de lo que escribía, que se dejaba dominar por una fuerza superior, precedente, una idea que desarrolló en Pinocchio: un libro parallelo: “Un libro extraordinario que da la continua sensación de que se habla de otra cosa, como si estuviera construido en torno a cálculos oscuros, ignorados por el propio autor. De este modo, la palabra autor es muy inadecuada para describir al autor de Pinocchio”. Y es en ese libro que Manganelli rompió lanzas por “la pertinencia del error”, ese margen de desconocimiento de su propio trabajo que se permitía para alentar hallazgos.

El posfacio de Salvatore Silvano Nigro –que vale por sí solo el precio del libro– cuenta que Manganelli escribía mal a máquina y “se divertía plagando las páginas de errores tipográficos como si fueran ‘insectos melancólicos’”. Es decir que arrancaba con cierta inconsciencia desenvuelta y terminaba igual, ya que jamás releía sus libros: “Me parecería a un padre indiscreto que inesperadamente invade la esfera privada de sus hijos y les pregunta: ¡Cuéntenme un poco sus problemas sentimentales!”.

A los que sí leía era a los otros. Manganelli era un omnívoro de profesión, ya que ofició de lector para diversas editoriales italianas, como Einaudi, Garzanti y Adelphi, fanática tarea que documenta ahora un precioso volumen de cartas e informes titulado Rigurosa arbitrariedad de un asesor literario.

Munido de los ojos al cuadrado de un miope y de una corbata invariablemente corta, Manganelli exhibía la ecuanimidad y el amor propio suficientes como para saber juzgar la obra ajena y a la vez negarse –en casa de herrero, cuchillo de palo– a poner en práctica un criterio equidistante en la obra propia. Podía decir de un libro de John Montague que era “delicadamente inútil”. De una novela de Christine Brooke-Rose, anotó: “Un libro que me deja perplejo; construido con prestigiosa desenvoltura técnica, con gran astucia, se lee ágilmente, con placer pero sin entusiasmo”.

Lo demuestran asimismo los ensayos de La literatura como mentira y su Vida de Samuel Johnson, pero donde más violentamente se ponía en módulo lector era precisamente en su escritura. Manganelli lee sus textos a medida que los escribe. Los glosa afiebradamente y se convierten en relatos corregidos y aumentados en tiempo real.

Giorgio Manganelli no ignoraba que a la exigencia demencial de la realidad (en pesos, en billetes) hay que oponerle la demencia de una obra (de un trabajo para nadie, para uno, para un único otro). Medio siglo más tarde, sus líneas siguen intactas, sobre todo de noche. Y hacen pensar en el ruido de animales rastreros en el cañaveral de un terreno baldío vecino. La indicación musical para su literatura toda sería: “misterioso”.