Poesía 19 May 2018

Un genio de poderosa sensibilidad musical

Revista Ñ | Emilio Jurado Naón

Las incursiones del autor de Ulises en el verso clásico le sirvieron de entrenamiento melódico para sus grandes experimentos narrativos.

 

“Toda esa clase de cosas es falsa”, murmuraba a su hermano un James Joyce aún reacio a publicar, en 1907, Música de cámara. Repetía que no era un poeta amoroso mientras, caminando por una plaza triestina, Stanislaus intentaba convencerlo de lo contrario. Dos décadas después, Joyce le otorgaría a George Slocombe la “melancólica distinción” de ser el único en reseñar Poemas a un penique. Ninguno de los dos libros en verso que publicó en vida merecieron mucha atención del propio Joyce.

El primero, su debut autoral, se instala en la tradición de la poesía amorosa trazada por Dante y Petrarca y le valió el reconocimiento de Ezra Pound. El segundo, en cambio, salió cuando Joyce ya era un novelista consagrado, inmerso en la tortuosa composición de Finnegans Wake; reúne poemas breves, canciones y nocturnos de fuerte impresión visual y alusiones autobiográficas. Otras incursiones fueron “El santo oficio” y “Gases de un quemador”, dos largos poemas satíricos que Joyce distribuyó por su cuenta y que se ubican en la mejor tradición del escarnio: respectivamente, les saca el cuero a todos los poetas irlandeses contemporáneos y al editor que incineró los primeros ejemplares de Dublineses, por miedo a un potencial escándalo.

En verso, Joyce no escribió mucho más y, a la vez, muchísimo más: poemas de ocasión, limericks, parodias y traducciones componen la amplia gama de géneros poéticos que desperdigó a lo largo de su vida, sin por eso abandonar nunca un estatus subalterno. Mientras su proyecto novelístico se volvía cada vez más ambicioso e innovador, la vertiente en verso de su producción se puede leer como un contrapunto, aunque sostenido en el tiempo, mucho menor.

Pablo Ingberg, traductor de la Poesía de James Joyce, sostiene que los poemas deben leerse “como campo de prueba” para la narrativa, “un mapa diacrónico de sus campos de pruebas y de batallas; una historia de sus amistades y enemistades, afinidades y rechazos, indagaciones y extroversiones, encuentros y desencuentros personales y estéticos”. Esta caracterización parece apuntar a un lector fanático de Joyce, alguien que ya esté copado por el Ulises y quiera leer los poemas en dos ventanas: con la Poesía en una mano y la biografía de Richard Ellmann en la otra. Se alza entonces la pregunta inevitable: al margen de la curiosidad biográfica, ¿son buenos poemas?

Si bien, como queda dicho, no son centrales en la obra de Joyce y se ubican en una línea más tradicional que su narrativa, los poemas se evidencian valiosos en dos líneas principales: música y traducción. El hecho de que Joyce jamás haya incursionado en el verso libre se compensa con la exploración de una enorme variedad de géneros poéticos de forma fija. Su destreza en el manejo de ritmos y acentuaciones redundó en beneficio de su narrativa.

Los poemas se podrían leer como un entrenamiento melódico por la vía del metro clásico que le permitió hacer estallar la estructura sintáctica de la novela tradicional, y se leen, por lo tanto, como excelentes ejercicios compositivos.

Por otro lado, Joyce también practicó, aunque en menor medida, la traducción. Y “Stephen’s Green”, poema que cierra la antología, es un caso ejemplar de cómo la traducción es una aliada creativa de la escritura.

Las versiones que realiza de su propio poema (versión , a su vez, de uno de James Stephens), en francés, alemán y latín sucesivamente, comprueban la flexibilidad que tenía para maniobrar versos como “And said he’d kill and kill and kill, / And so he will and so he will” (“Y dijo: he de matar, he de matar, / Y es lo que hará y es lo que hará”) en una negociación exitosa entre sonido y sentido. Sensibilidad e inteligencia musicales abren una vía de provechosa lectura para los poco celebrados poemas de James Joyce.