Bela Tarr. Después del final 27 Sep 2013

El cine como cuestión moral

ADN | La Nación | Diana Fernández Irusta

Un libro de Jacques Rancière reflexiona sobre el arte de un director de culto.

 

"Dígase lo que se diga, el cine no está hecho para los sueños", asegura Jacques Rancière. Habla de la cinematografía en general y, mucho más puntualmente, de las películas del húngaro Béla Tarr. Todas ellas testimonio de los vestigios del socialismo real, esa tierra arrasada. En Béla Tarr. Después del fina l, el pensador francés se sumerge en una obra que en su extrema apuesta estilística también expresa una ética: la de quienes, atravesados por el peso del mundo y por una larga historia de expectativas que tarde o temprano se revelan engañosas, construyen su dignidad a partir de seguir persiguiendo una promesa y soportar la inevitable decepción que ésta les acarreará. "La promesa comunista no era más que una variante de esa mentira mucho más antigua -escribe Rancière-. Por lo que es vano creer que el mundo se va a volver razonable si se machaca incesantemente sobre los crímenes de los últimos mentirosos, pero también es grotesco afirmar que en adelante vivimos en un mundo sin ilusiones. El tiempo después del final no es el de la razón recobrada ni del desastre esperado. Es el tiempo después de las historias."

De este modo, y en un periplo que abarca los films de "joven cineasta indignado", realizados a fines de los años 70, y los "de madurez", marcados por el derrumbe del sistema soviético, Béla Tarr prescinde cada vez más de las normas narrativas (el modelo de la acción-reacción), para configurar un realismo de nuevo tipo, anclado en el espesor de lo material y despojado de las exigencias de la peripecia. De allí surgirán films basados en "procedimientos formales que constituyen un estilo propiamente dicho en el sentido flaubertiano del término: una manera absoluta de ver, una visión del mundo que se vuelve creación de un mundo sensible autónomo".

Rancière establece dos grandes hitos en la creación de este universo expresivo: las películas Condena (1987) y El caballo de Turín (2011). En ambas, gobernadas más por el imperio de la duración -consagrada en morosos planos secuencia- que por el encadenamiento de acciones, la textura del mundo exterior penetra a los individuos, invade sus miradas, doblega sus aspiraciones. Nada de la palabra o el deseo humano puede hacer mella en lo inabordable del mundo, parecieran decir estos films; "Béla Tarr filma la manera en que las cosas se adhieren a los individuos", puntualiza Rancière.

El filósofo destaca el plano secuencia que abre Condena : bajo un cielo gris, una hilera de torres de metal entre las que circulan, suspendidas y monótonas, carretillas probablemente cargadas de minerales. No se ven ni la mina ni la fábrica a la que quizá se dirijan. Muy suavemente, la cámara empieza a retroceder, hasta mostrar el marco de una ventana. Sigue retrocediendo y lo que aparece es un hombre de espaldas. Las torres y las carretillas que aparecen al principio son lo que ese personaje está mirando.

"No se trata de disponer el decorado de la pequeña ciudad industrial donde se situará la acción de los personajes. Se trata de ver lo que ellos ven, puesto que la acción finalmente no es más que el efecto de lo que perciben y sienten", explica Rancière. En El caballo de Turín el cineasta agudiza esa suerte de lacónico materialismo radical. Allí sólo habrá una casa perdida en el campo, un hombre, su hija, un caballo, y la pura puja por la supervivencia. Considerada el testimonio cinematográfico del realizador, esta película consagra cierto "pasaje de lo social a lo cósmico" que en absoluto refiere a las mieles de la contemplación. Aun en sus films más estilizados, de lo que habla Béla Tarr es de la despojada, brutal confrontación con el mundo de lo real. Y de su rabia contra aquellos "que se han adueñado de todo, incluso de los sueños y la inmortalidad".