Bela Tarr. Después del final 24 Jul 2013

Tiempo de espera

Revista Veintitrés | Miguel Zeballos

La historia de un gran cineasta

 
No hay historia. O si la hay, es en realidad el continuo devenir de las rutinas de personajes destinados a esperar. En ese flujo, pareciera moverse con soltura Béla Tarr (1955), cineasta húngaro, preocupado por cuestiones sociales desde Nido familiar (1977), su temprana ópera prima.
Tarr fue construyendo una filmografía dedicada a la denuncia. Sin embargo con La condena (1988), concreta un giro radical que proveerá a su cine de una intención más contemplativa. Se inicia de ese modo su etapa de films en despiadado blanco y negro, más preocupado el director por la densidad del tiempo que por otras condiciones estéticas. Así, sus personajes terminan a la deriva y flotando en esa niebla de la condición humana.

Pasando por Sátántangó, una épica de siete horas, hasta su despedida del cine con El caballo de Turín (2009), con un pie en Fassbinder y otro en Tarkovsky, el cineasta eligió siempre quedar a merced del clima y la cotidianeidad. Es así como la naturaleza domina con vehemencia su filmografía.

A pesar del ritmo de la orquesta y el acordeón que decora las noches de lluvia y de bar, la obra del húngaro es desoladamente campesina, sinuosamente melancólica.

“No es el tiempo en que se hacen bellas frases o bellos planos para compensar el vacío de toda expectativa. Es el tiempo en que uno se interesa por la espera misma”, dice Rancière.

Justamente, para Béla Tarr, el cine es el arte de la espera. Una espera que se comunica mejor cuando se muestra, a través del plano secuencia, a los desahuciados, los que no tienen nada que perder y ningún lugar adonde ir, los expulsados tanto del sueño comunista como del nuevo capitalismo.