Narrativa completa 25 Ene 2017

La inocencia juega al solitario

Revista Ñ | Matías Serra Bradford

Felisberto Hernández, su correspondencia y sus métodos. 

 

Se siguen publicando cartas y textos desconocidos de Felisberto Hernández, que lo acercan y lo alejan, como sucede con la transparencia de ciertas lentes –la transparencia es el color primario de este escritor– según de qué lado se las use. No es un defecto de las ediciones; es su literatura –de aspecto prístino y profundidades más insondables– la que logra que perdure el misterio acerca de su persona. La precariedad de su modus vivendi como pianista semiprofesional y empleado estatal temporario, que su correspondencia pone en primer plano, corría en paralelo con el estilo invertebrado de su prosa –de caprichosos desvíos y saltos, temáticos y sintácticos– y que parece un eco destilado de su frágil contexto cotidiano.

En esas circunstancias, su mayor preocupación fue la de conservar el estado de inocencia, por llamarlo así, de lo capturado por su percepción maniática, sabiendo que debía filtrarlo semejante inteligencia (algo posible porque la inteligencia no es unitaria y monolítica). Es que al propio Felisberto no lo dominaba la ingenuidad; había perdido la virginidad literaria con dos franceses de bigote prolijo, Proust y Bergson (que se casó con una prima de Proust). En todo caso, no es tan raro que la expresión de cierta ingenuidad en otro se pueda leer como benévola ironía. Lo que Felisberto se propuso y consiguió es crear un aire de inocencia para sus páginas. Ofrecerle a la inocencia una mesa en la que esta pudiera jugar a sus anchas al solitario.

Tal vez algo de eso se deba a que casi todo en él suena a apunte para sí mismo. Fue con la memoria, y con la adivinación, que Felisberto pudo inventar (en él, en buena parte, equivale a comparar). La memoria y su cine mudo, su sala de montaje. Un Proust remolón, nunca olvidó que en un momento quizá cada vez más temprano la vida parte sus aguas y el corte lo produce la aparición de la conciencia –la ficción– de la memoria. Acaso buscaba conversar con esa edad en la que todavía no se sabe lo que es un recuerdo. Mientras tanto, escribía “de memoria”, como con una facilidad total. Un tráfico clandestino, sin falla, entre lo interior y lo exterior, de orden telepático, sostenido por un animismo constitutivo. Cálculo y revisión fueron su pan de cada día pero eso no impidió que a sus narraciones les sobrara inspiración, como si en efecto hubieran sido escritas de un solo trazo.

Felisberto persiguió la saturación de la comparación, el hartazgo propicio de la metáfora. El uso y abuso del “como” es su bajo continuo, pero su toque posiblemente esté en frases como: “no iría a ver sus muñecas hasta no sentirse bastante aislado”. Sus antojos se evidencian en su puntuación, en los guiones que abren un interior más replegado, en un paréntesis en medio de un diálogo, en una “y” después de dos puntos o punto y coma, o bien la y griega para empezar una oración, una y otra vez.

Felisberto se apropió de un viejo secreto de la escritura: transformar las debilidades en un estilo peculiar. Era el suyo un estilo escaleno; casi cada línea tiene tres lados desiguales. Dicho de otro modo, escribía como alguien que sólo leía poesía. Su prosa avanza al modo de variaciones sobre una teoría de lo sublime, por entregas, sofisticadamente imprecisa. Si von Kleist dejó en su ensayo sobre las marionetas, entre otras cosas, un tratado de poética, Felisberto fue capaz de hacerlo por medio de la ficción, por ejemplo en el relato "Las Hortensias", tour de force absoluto de la imaginación abismada e instalación artística pionera.

La firma detrás de Nadie encendía las lámparas no le temía a la repetición de la palabra misterio: es el centro vibrante de su obra. Y cuando quería se daba el lujo de ser mordaz hacia sus propias búsquedas: “pues hay teorías con sugestión exótica, con misterio sugerente, con génesis naturalista, con profundidad filosófica, etc”. Poseía una destreza sin fin para novelar el misterio (novelar es un verbo pertinentemente esquivo), como lo prueba su cuento “La casa inundada” o, en otra paleta cromática, Por los tiempos de Clemente Colling, acerca de su maestro de piano ciego, una de las más bellas historias, por oblicua y elíptica, sobre un tutor y su discípulo.

Con Felisberto Hernández se ratifica que decir de un modo raro es rastrear un espejismo que se desplaza hacia adelante, y en su estela tiene a bien dejar una frase. Sus oraciones, podría pensarse, se dividen en frases convenientemente idiotas, inteligentemente idiotas y genialmente idiotas. A menudo termina un relato, adrede, de un modo simple. Un jugador –un escritor– puede crear misterio en su amistoso rival –el lector– si decide abandonar inexplicablemente (en una posición pareja).