Narrativa completa 10 Oct 2015

Todos los cuentos extraños y algunos más

Revista Ñ | Elvio E. Gandolfo

Felisberto Hernández. Se propuso narrar el misterio y su fascinación hipnótica. El singular universo del escritor uruguayo deslumbra en su recién editada “Narrativa completa”, que incluye textos inéditos.

 

En abril o mayo de 1945 el narrador, ensayista y profesor uruguayo José Pedro Díaz anota en su Diario que con su mujer visitaron a Jules Supervielle, quien se estaba quedando en Montevideo desde hacía años, por la Segunda Guerra Mundial. Estaba presente Felisberto Hernández, “sin duda leyendo con Supervielle” (que le corregía los textos, y lo aconsejaba). La reunión avanzó: hablaron de un libro reciente de Díaz, de Paul Valéry, del libro que le estaban editando a Supervielle los visitantes en su imprenta propia, La Galatea. Cuando la conversación giró hacia el propio Felisberto, éste trató de desviarla. “En una oportunidad”, escribe José Pedro, “me dijo, en voz baja: –Pero, por favor, ¡yo no quiero estar en el candelero!”.

Esa imagen de Felisberto escurriéndose fuera del foco público, por pequeño, casi íntimo que fuera, es perceptible en toda su vida de escritor. En cambio su vida previa de músico, de pianista de cine mudo o itinerante en giras por el interior, hasta cierto punto tenía que buscar un mínimo foco que lo iluminase.

Nunca dejó de tocar el piano. Mucho después, en 1959, por ejemplo, cuando ya había publicado casi todo lo que iba a dar a conocer en vida, era el pianista de una comedia musical de éxito, Caracol, col, col , en el Club de Teatro de Montevideo. Estudiante en el lugar, el joven Ricardo Prieto (más tarde dramaturgo y narrador de peso) colaboraba como acomodador, y charlaba a menudo con el pianista de la obra. Así lo recordó en 2002 (revista Hermes Criollo Nº 3). Sin declararse fanático de Felisberto (prefería a L. S. Garini, Juan José Morosoli y Julio Ricci), a la distancia se arrepiente y se ríe un poco de su ser de entonces, una “especie de apóstol del existencialismo”, fanático de Sartre. Recuerda que por lo tanto aquel hombre “regordete y muy blanco (que) sonreía mucho”, no le inspiraba mayor respeto. Sobre todo cuando le preguntaba qué estaba leyendo y al explicar que era Sartre, le comentaba, después de oírlo en silencio: “No te enamoraste de un escritor. Admirás una máquina que sólo sabe pensar. Deberías leer a Goethe”. Desde el ahora del texto, Prieto comenta: “El arrogante juicio del pianista me resultó intolerable. Desgraciadamente yo no sabía que los libros de Sartre, que ahora me parecen tan superfluos, eran juzgados en ese momento por el creador de una obra más esencial y perdurable que la del escritor francés”.

En las dos anécdotas hay un desfasamiento de Felisberto respecto al entorno que lo rodea. Siempre tuvo muchos amigos y amigas, varias esposas sucesivas, y, a la vez (como le pasaba a Kafka, otro cultor del humor y la amistad) una pasión terca, obsesiva por lo que quería lograr cuando escribía. El desfase se acentuó por el imperio de la llamada “generación del 45” (la de Onetti, Benedetti y Galeano, asentada en el semanario Marcha ), cultora de la razón y muchas veces la también terca soberbia. Uno de sus críticos principales, Emir Rodríguez Monegal, lo trató de “misterio falsificado” y más tarde manifestó su rechazo mayor nada menos que ante los cuentos de Nadie encendía las lámparas : “inagotable cháchara (…) imprecisa siempre, fláccida siempre, abrumada de vulgaridades”. Después de enfrentamientos con Angel Rama, que destacaba en cambio su valor, Monegal se alejaría de Marcha y Rama se haría cargo de sus páginas literarias, donde el nombre de Felisberto Hernández aparecería destacado más de una vez.

Entre los apoyos importantes previos se contó el grupo de amigos que solventó la edición de su primer libro “con tapas” (para contraponerlo a otros anteriores, minúsculos y repartidos en el mapa de imprentas del interior, que eran “sin tapa”). Se trataba de Por los tiempos de Clemente Colling (1942), uno de los tres textos fundamentales sobre la memoria (los otros son El caballo perdido –1942– y Tierras de la memoria –póstumo, 1965). Esos partidarios figuraban en la primera página, reconociendo “la labor que este alto espíritu ha realizado en nuestro país con su obra fecunda y de calidad como compositor, concertista y escritor”. Eran trece nombres, entre los que se destacaban Yamandú Rodríguez (que lo había acompañado en algunas giras), y Joaquín Torres García (con cuya hija Amalia Nieto se había casado en 1937).

Desde ese 1942 hasta 1960, en que aparece La casa inundada , último libro publicado en vida, el trayecto de Felisberto Hernández es complejo, y visible en su evolución. Porque basta ir viendo sus fotografías para percibir un cambio espectacular en su propio cuerpo: cuando era pianista se lo veía delgado, con el atildamiento frágil de un bohemio pobre (incluyendo el mechón de pelo sobre la frente). En la última década de vida (murió al empezar 1964), en cambio, se fue poniendo obeso, y blanco (como lo describió Prieto), parecido a tanto varón montevideano maduro sin mucha suerte en lo económico. Hasta tenía su propio trabajo detestado: control de las radios por encargo de Agadu (la oficina de derechos de autor), para anotar los temas musicales transmitidos.

En esa etapa final su zona interior se volvió digna de un personaje dostoievskiano. Casado con Reina Reyes, destacada pedagoga, quiso contar con un sótano donde pudiera escribir sin distraerse, obsedido en analizar la diferencia entre su yo externo y ese extraño, el cuerpo, al que le llamaba “el sinvergüenza”. En otro momento de su vida había sido incluso un personaje de John Le Carré. Conoció en el viaje a París, que le organizó Supervielle, a una mujer con la que se casó, aunque para ella (personaje clave de la red de espionaje soviético) el movimiento era especulativo. Su país precisaba un contacto en la zona del Río de la Plata, y el casamiento se lo facilitó.

El cerramiento y la explosión

Aquel José Pedro Díaz que cruzó en la casa de Supervielle, se haría amigo de Felisberto, y hasta discípulo. Con el tiempo sería el encargado de compilar unas Obras completas (primero en seis tomos, después en tres) que serían canónicas. Aparecerían en editorial Arca a partir de 1969, y en el sello mexicano Siglo XXI más tarde, con prólogo de José Emilio Pacheco. Además hubo un tomo selecto en la editorial Siruela, con el prólogo que Italo Calvino había escrito para la edición italiana. También escribiría sobre él una supuesta carta Julio Cortázar (texto criticado ardorosamente por Alberto Giordano en uno de sus ensayos). O una serie de nombres creciente, entre los que destaca Juan José Saer, que en un coloquio sobre su obra afirmó que seguramente Felisberto había leído a Freud y agregaba: “Ya es hora de que la candorosa ingenuidad que se atribuye habitualmente a Felisberto Hernández muestre de una vez por todas que había resultado ser más nuestra que suya”.

Hubo sin embargo un momento en que sus obras empezaron a escasear notoriamente en el Río de la Plata. Se debía a un desentendimiento entre las dos hijas herederas. La edición completa de Arca circulaba en reimpresiones descuidadas y seguramente piratas. Una ley argentina que permitía editar sin permiso explícito de los herederos, hizo que sellos como Eterna Cadencia y El cuenco de plata reeditaran parte de su narrativa. Un factor dinamizador clave fue su nieto Walter Di Conca, que con su Fundación Felisberto Hernández organizó todo tipo de eventos relacionados con él, y ediciones.

A principios de 2014 se produjo la liberación definitiva de los derechos de autor, y (como ocurrió antes, por ejemplo, con H. P. Lovecraft) se produjo la explosión, la avalancha poco a poco indiscriminada. El que busca a Felisberto Hernández hoy lo puede encontrar en distintos envases y combinaciones. En su propio país, Uruguay, circulan ya una Obra incompleta (Ediciones del caballo perdido/Ediciones del sur) con prólogo y selección de Oscar Brando; una Narrativa reunida por Heber Benítez Pezzolano para Alfaguara, también casi completa; y una edición acotada a los textos extensos “de la memoria”, Tres novelas longevas, del sello Criatura. Como suele ocurrir, habrá otras ediciones, incluido el mundo editorial español o latinoamericano, hasta llegar al desborde.

Una narrativa completa de Felisberto Hernández se contaba entre los proyectos casi terminados por el editor Edgardo Russo, de El cuenco de plata, cuando lo sorprendió la muerte, de noche y a solas dentro de su propia editorial. Antes había publicado Las hortensias , y Los libros sin tapa , con inclusión facsimilar de uno de ellos: Fulano de tal . Ahora aparece, con un extenso prólogo crítico de Jorge Monteleone (reescritura muy ampliada del que había hecho para Los libros sin tapa ), y con precisiones abundantes en cuanto a procedencia de los textos, historia editorial de cada uno de ellos, y selección de inéditos por parte de María del Carmen González de León. Para ser redundantes hasta el chiste malo, es un volumen voluminoso, el más impresionante de los aparecidos hasta ahora en esta zona del planeta. Incluye cuatro fotografías muy bien elegidas e impresas: sentado ante el piano, joven, en los años 20; junto a Yamundú Rodríguez en 1934, los dos sosteniendo sus chambergos; ante un afiche del Teatro del Pueblo de Buenos Aires que lo anuncia como “Notable pianista” que tocará Petruschka de Stravinsky en una gira por Argentina, en 1939; y ocho años después, con lentes y robusto, a punto de firmar con la mano regordeta derecha, mientras sostiene un cigarrillo con la izquierda que aprieta el papel para que no se mueva.

La propia obra de Felisberto Hernández promueve el esquive, el recoveco, la salida en diagonal, el humor propio. Durante décadas promovió también la incomprensión, la entrega casi automática a tratarlo de niño, de inconcluso, de mal estilista, cuando basta leerlo, como a Roberto Arlt, para captar que se trata de la búsqueda de una herramienta aún inexistente para “escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco”, cosas para él hasta cierto punto impenetrables, “porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura”. Para el lector se mezclan el asombro ante lo nunca visto (como en sus remotas Crónicas fantásticas de la editorial Jorge Alvarez con el cuento “El balcón”), con la libertad progresiva ante muchas aduanas y cerrojos culturales o personales, a medida que se lo lee.

Monteleone comienza analizando el proyecto de no empezar ni terminar de modo definitivo que revelan los “libros sin tapa”, o el título de uno de ellos: Fulano de tal . Después comienza a recorrer vida y obra poniendo en juego todos sus saberes, pero consciente de una distancia que la obra no busca sino que produce espontáneamente, una y otra vez. “Probablemente”, escribe, “no hay comentarista –incluyendo éste que el lector aquí mismo lee– que pueda librarse de ese sarcasmo felisbertiano que con astuto candor se sustrae a la explicación y que al fin produce –y en esto también coincidimos todos sus comentaristas– esa acentuada sensación de insuficiencia, de insatisfacción, de que algo esencial se escapa aun en la exégesis más minuciosa de sus textos”. Dicho lo cual se dedica a su propia exégesis como un desaforado, a lo largo de más de cincuenta páginas.

La suya es una muy buena lectura de los núcleos (y los esquives) de su obra, que sofocaría de no mediar la inserción frecuente de datos biográficos, anecdóticos. Estos últimos los toma de Felisberto Hernández del creador al hombre (1975), de Norah Giraldi de Dei Cas, una excelente biografía breve, que sería bueno ver reeditada en estos tiempos de auge.

A esta altura de los acontecimientos, por otra parte, cada vez es más imposible reproducir la matriz de incomprensión que lo rodeó a menudo mientras vivía. En detalles como el uso peculiar e intransferible del castellano y su gramática, se asemejó a un casi tocayo: Macedonio Fernández. Los dos trataban de borrarse físicamente, famosamente. Cuentan que cuando Macedonio estaba fumando en una pieza oscura, entró alguien y él le dijo: “Haga de cuenta que soy un sueño”. Lo mismo podría haber dicho Felisberto.

Incluso la manía de mencionarlos usando sólo el nombre de pila es una especie de triunfo de esa voluntad: un apellido es demasiado familiar, social, burocrático para las búsquedas profundas, íntimas y genialmente estéticas en las que andaban los dos. Las búsquedas de cada vez más fanáticos, críticos y estudiosos han ido borrando a su vez la idea de su ingenuidad. Odiaba que le corrigieran sus supuestos errores. Y como dijo una vez: “He rechazado definitivamente dedicarme a escribir en forma crítica, puramente consciente, porque me horrorizan los que veo en ese estado”. En resumen, la mayoría de los escritores uruguayos de ese momento.

Es inmerecido, pero ocurre: uno va leyendo con mucho interés el prólogo de Jorge Monteleone. Pero como ya leyó más de una vez a Felisberto Hernández, no ve la hora de que termine para poder dedicarse a lo de él, al mundo inclasificable que elaboró, a la cosa en sí, que aquí presenta unos cuantos textos inéditos.

Elvio Gandolfo es escritor y periodista. “La mujer de mi vida” es su libro más reciente.