El diablo en el pelo 07 Nov 2005

Estados alterados de un romance encendido

El ciudadano | Juan Aguzzi

 

En su carrera literaria, el montevideano Roberto Echavarren oscila entre la novela (Ave Roc, 1995), el ensayo (Arte Andrógino, 1998-2003), y la poesía (Casino Atlántico, 2004, Centralasia, 2005). Fue guionista, director y montajista de un largometraje (Casino Atlántico) y profesor de la Universidad de New York en literatura iberoamericana y comparada. Hizo también una serie de estudios queer que plasmó en Arte andrógino y que según él mismo sostuvo fue una plataforma para la que aparece ahora como su segunda novela, El diablo en el pelo, un eficaz experimento sobre la representación de la androginia en la ficción literaria. Experimento que radica en un interrogante que atraviesa el texto y que anula cualquier discriminación sobre lo poético y lo funcional, y podría formularse así. ¿Es posible generar un creciente dominio de lo imaginario que postule definiciones imprevisibles sobre la transitada cultura gay?

Con probada habilidad para una escritura reconocible –aunque menos vaporosa– en el neobarroco de Néstor Perlongher o en la prosa poética de su coterránea Marosa di Giorgio, Echavarren construye una novela de caracteres sobre la relación de dos personajes, implicada en lo erótico sexual, lo social y lo político –en ese orden– como una flagrante expiación (en el sentido de sacrificarse para purificar algo profanado) amorosa. En ese trance, la androginia adquiere el status de especie en constante transfiguración, capaz de vivir en el puro placer de la representación y cada vez más extraña a las convenciones de lo masculino y femenino.

En El diablo... Echavarren coquetea con las formas de un romance anudado en una relación gay donde prevalece el sentimiento por sobre la actitud. Se nombra novio o novia; Julio, Juli o Julieta para denunciar los estadios amorosos de los protagonistas, porque en primera instancia resultan simplemente eso, dos seres atraídos por una sexualidad incandescente que temen lo que puede generarse más allá de los cuerpos, cada uno imantado a su propia inseguridad. El muchacho andrógino aparece como un taxi boy que hace concesiones a su amante y lo conmociona cuando se aísla en su propio esplendor. A Tomás, el amante concedido, lo devora un deseo afincado en un ensueño apolíneo pero advierte que hay extraños elementos implantados por el origen del joven que embrutecen la relación.
El derrape lírico que se escande por las páginas de El diablo... provoca el mismo vértigo que el movimiento incesante de Tomás –a quien el narrador hace responsable de la primera visión de la historia–, que triangula Montevideo, Buenos Aires y Córdoba para calmar la ansiedad de sus desvelos idílicos. Tomás descubre, en la ambigüedad andrógina de su amado, una especie de trofeo que debe exhibir para poder creer que en verdad existe y está a su lado. La alternancia de pasión y exclamaciones constituyen la esencia de esas bruscas fluctuaciones en las que Tomás se desvive ante la posible desaparición de su amado porque hay algo primordial oculto en su personalidad, como si detrás de una máscara se encontrara un dios desconocido.

Echavarren se vale del equivalente a una expresión musical para prodigar sus remedos eróticos; los impulsos del instinto son siempre vehementes y terminan en desbandada, descriptos en la perspectiva infinita de un lenguaje que restituye otras sonoridades, transporta palabras y frases con nuevos sonidos, casi como un híbrido de portentosa apariencia. Las convenciones giran y descreen de toda pureza, la combinación posee propiedades que revelan el goce primordial como fenómeno estético.
Así, la naturaleza social de los encuentros se nutre de figuraciones cotidianas en boliches gay, en pueblitos de las sierras cordobesas, con personajes disonantes que atraviesan la senda de los protagonistas como partenairessexuales o como ilusorias escuchas. Hay un temperamento enérgico que restituye el carácter de verdaderas a las metáforas sobre ese joven cándido y terrible y que en la segunda parte del libro, cuando sea él quien confíe su pasado, se volverán un dechado de proezas marginales atendiendo al frenesí del sexo en proximidad de la muerte.

Sincretismo, sordidez, relaciones atravesadas por una economía subsidiaria del alquiler sexual y pasajes llenos de las representaciones que adquiere el deseo (la peligrosidad que hay en Julián se torna para Tomás en curiosidad impertinente) sirven para que El diablo en el pelo comulgue en esa tierra de nadie donde todo puede ser reinventado hasta encontrar la iluminación perseguida. Es con esta estrategia, como ejercicios en tabula rasa, que El diablo en el pelo consigue esas definiciones imprevisibles para que las alteridades de género –y sus contrariedades– se muevan en el terreno fértil de una ficción.