Teatro 4 04 May 2016

Copi, leído en voz alta

La Nación | Pedro B. Rey

 

Que se sepa, fue San Agustín el primero que empezó a leer para sus adentros, en perfecto silencio. Antes de ese hito evolutivo, que acercó la lectura a la intimidad, lo natural era hacerlo en voz alta. La introspección en el acto de leer parece hoy obligatoria, pero hay circunstancias en que la sonoridad de una página o la modulación de una prosa pueden convertirnos sin darnos cuenta en preagustinianos involuntarios. Cualquiera que frecuente la poesía sabe de ese impulso. También los seguidores de algún dramaturgo de verba rítmica y frondosa. En estos días se publicó el cuarto tomo del teatro de Copi, con el cual El Cuenco de Plata culmina la edición en español de todas sus obras para las tablas, escritas la mayoría en francés, su lengua adoptiva. Es un acontecimiento (Copi murió en 1987 y sólo ahora se puede tener el acceso completo a esas piezas) y, casi sin darme cuenta, mientras hojeaba el libro, me descubrí leyendo a los cuatros vientos.

La culpa la tuvo Cachafaz, una obra de 1980, que se estrenó en 1993 en el Theatre National de la Colline (con puesta de Alfredo Arias) y a la que hace no mucho Oscar Strasnoy convirtió en una ópera impagable. Ya hacía casi dos décadas que Copi vivía en Francia cuando se decidió a escribirla en "criollo". Es un detalle conmovedor, pero también prodigioso: Cachafaz está compuesta en verso, con un oído perfecto, como si Copi nunca se hubiera ido. A los pocos segundos de mi recitado, sin embargo, fui interrumpido por los que me rodeaban. Creían -es un honor- que estaba improvisando un chiste subido de tono. Nadie puede escribir así, me decían, mientras trataban de leer por encima de mi hombro las palabras más explícitas de los parlamentos. No me había dado cuenta, arrastrado por mi entusiasmo oral, que Cachafaz tal vez no fuera la lectura ideal para una sobremesa.

La obra tiene como escenario un conventillo de Montevideo -donde Copi pasó casi toda su infancia- y está protagonizada por Raulito, un travesti, y Cachafaz, su fiolo. Copi juega con los géneros. Parece un sainete, pero su tono es notoriamente arrabalero y, al mismo tiempo, suena a reescritura del Martín Fierro. Juega con los géneros para mejor dejarlos en ridículo, pero, como suele ser su marca, no sólo con los literarios. Y para eso se vale de una lengua soez, desprejuiciada y angustiante que es la que primero causó alboroto, después sorpresa, finalmente admiración.

Quizá no hay mejor prueba que esas reacciones para descubrir que una obra, a pesar del tiempo, sigue siendo inapresable, vale decir, contemporánea. Como el propio talento metamórfico de Copi. Inicialmente se hizo famoso en Francia como dibujante. Su tira La mujer sentada apareció semana a semana durante años en el semanario Le Nouvel Observateur. Era sólo una de sus talentos. Al mismo tiempo, se había entrenado como actor, dramaturgo (la resistencia a su paródica Eva Perón, a comienzos de los setenta, lo distanció aún más de la Argentina) y, luego, como narrador. Esa última vertiente -su influencia es notable en buena parte de nuestra literatura reciente-incluye novelas ( El baile de las locasLa guerra de las mariconas) y cuentos ( Las viejas travestís). También ahí, en esos relatos vertiginosos, poblados de peripecias estrafalarias, Copi se encargaba de desvirtuar los lugares comunes, los sexuales en primer lugar, pero también otros menos evidentes: en La internacional Argentina, por ejemplo, su protagonista, Nicanor Sigampa, una antigua estrella argentina de polo, es "un negro colosal".

La lectura interrumpida de Cachafaz me llevó a consultar "Río de la Plata", un texto autobiográfico salido a la luz hace poco y que había pasado por alto. Raúl Damonte -como se llamaba en realidad-cuenta con un tono inéditamente serio su propia historia (era nieto de Natalio Botana, el fundador de Crítica, y de Salvadora Medina Onrubia, anarquista y dramaturga), incluidas las rocambolescas aventuras cuando su familia partió al exilio durante el gobierno peronista. Y también el tiempo que pasó en Buenos Aires, entre los doce y los quince años. "Como había aprendido algunas finuras de pequeño parisién -anota-, me dediqué intensamente a la aventura sentimental y el voyeurismo social. La represión era (¿lo es todavía ?) igual para los machos que para los maricones, y aún más fuerte para las mujeres. [...] El sexo toma la forma de la imaginación y la astucia."

La Argentina opresiva de entonces fue para Copi -que ejercitaba su memoria en 1984, tras la asunción de Alfonsín, preguntándose si debía volver de visita- una palpable tortura. Leer ese texto triste y agudo deja el consuelo de saber que al menos algo cambió, que tanto tiempo después podemos leerlo como se merece, incluso causar terremotos privados con una simple lectura en voz alta.