Hitchcock por Hitchcock 17 Mar 2017

El Libro de la Semana: “Hitchcock por Hitchcock”

Télam | Alan Pauls

Esta frondosa compilación de “escritos y entrevistas” del director de "La soga" que El cuenco de plata publica en dos tomos a más de veinte años de aparecido el original inglés.

 

Después de los estudios pioneros de Chabrol-Rohmer y Robin Wood, del febril acoso biográco de Donald Spoto (stalker ocial), del trabajo de exhumación de notebooks de Dan Aulier, del aluvión de libros con los making of de clásicos como "Vértigo", "Psicosis" o "Marnie", del extraordinario diálogo platónico Hitchcock-Truaut, de los “Hitchcock para escritores” de Martell, de la biopic grotesca de Sacha Gervasi y Anthony Hopkins, y hasta de un amante (aunque sorprendentemente tardío) Hitchcock queer ("Intimate violence", David Greven, marzo de 2017), ¿qué más decir, pensar, revelar, qué más se puede hacer con Alfred Hitchcock? ¿Dejarlo tranquilo? ¿Suplantarlo -como sugería Wood- por lo único que sigue y seguirá interpelándonos: la irradiación siempre perturbadora de su cine? Demasiado “civilizado”. Ni el decoro ni la sumisión a la lógica residual del arte forman parte de la dieta de la industria norteamericana de la biografía. Sí la avidez, la obstinación, la fe sensacionalista en el valor del “documento” y la exhaustividad que planean sobre el "Hitchcock por Hitchcock" de Sidney Gottlieb, frondosa compilación de “escritos y entrevistas” del director de "La soga" que El cuenco de plata publica en dos tomos a más de veinte años de aparecido el original inglés.

El primer tomo revisa el mito Hitchcock loteándolo en cinco partes: “Una vida en películas” (donde el cineasta evoca pormenores más bien farsescos de sus rodajes), “Actores, actrices, estrellas” (delicioso manual de sadismo para uso de directores sexualmente traumatizados y enamoradizos), “Emociones, suspenso, el público” (cabalgata por el dogma narrativo del maestro), “La producción cinematográca” (“el cine según Hitchcock for dummies”) y “La técnica, el estilo y Hitchcock en el trabajo” (donde asoma con timidez, cuando ya es tarde y Gottlieb parecía haberlo olvidado, el estilista perverso al que gente como Almodóvar o David Lynch le debe todo).

El libro de Gottlieb tiene dos problemas. Uno es de Hitchcock y es simple: Hitchcock no sabía escribir. No le interesaba escribir y por lo tanto, muy sensatamente, no escribía. (Dibujaba, vicio que arrastraba de su época de director de arte.) Gottlieb no tuvo la sensatez de su ídolo, o creyó que podía suplantarla por la sed, el empirismo demencial del archivista, y se dedicó a desempolvar cuanto pedazo de papel dactilograado atribuido a Hitchcock vegetara en media docena de bibliotecas norteamericanas. Los “escritos” de Hitchcock -el mismo Gottlieb lo reconoce en el prólogo, quizás las páginas más jugosas y sintomáticas de las 380 que tiene este primer tomo- tienen tan poco de escritos como de hitchcockianos: son más bien el destilado, a menudo la transcripción (no demasiado ltrada) de memorándums, cartas y comunicaciones internas, brochures de publicidad y otros géneros menores, muy menores, del fenomenal aparato grafoburocrático que gobernaba los grandes estudios de cine de Inglaterra y Hollywood entre los años 30 y 60 del siglo pasado. Podrían funcionar como documentos de una manera histórica de producir y comunicar cine; presentados como “escritos”, y como “escritos” de un cineasta corpulento como Hitchcock, simplemente se derrumban.

Muchos fueron dictados o nacieron de brainstormings, entrevistas y conversaciones (con secretarias, asistentes, guionistas, productores). No son buenos textos. No son agradables de leer, ni ingeniosos, ni excesivamente inteligentes. La mayoría parece perseguir un solo objetivo, eso que Hitchcock llamaba “dar vuelta la tortilla”: mostrar el lado B, la parte oscura o ridícula, la dimensión accidentada, llena de contratiempos, catástrofes y malentendidos, que subyace al mundo de controlada perfección proyectado en la pantalla de cine (la misma operación de desencantamiento a que Hitch sometía a las actrices con las que trabajaba). Pero esos reversos son más bien banales (trenes que se pierden, plata que se acaba, actores que se casan entre dos tomas, maquillados como sus personajes), y cuando no lo son repiten fatalmente el repertorio de anécdotas que cualquier espectador de Hitchcock conoce de memoria. Hitch aparece aquí poseído por su pulsión más infantil: la pulsión de backstage: quebrar el efecto de ilusión poniendo al desnudo todo lo que no se ve, desde la madera balsa de que están hechas las sillas hasta el mecanismo de los trucos visuales. Y esa pulsión, para colmo, la pone en escena el Hitchcock oral, performático, el Hitchcock televisivo de Alfred Hitchcock presenta, tan pueril y decadente como el Orson Welles del nal, que aceptaba vender jarabes amarillos japoneses como si fuera whisky.

El otro problema es más bien del compilador. Gottlieb es serio y escrupuloso, tiene muy en dedos su tema, ha pasado con atención y perspicacia por todos los hitos bio-biblio-lmográcos por los que debe pasar cualquiera que aspire al Olimpo de los hitchcockólogos. Ni siquiera se engaña sobre la calidad del material que tiene entre manos. Nunca pide clemencia, pero se anticipa al tedio o la reserva del lector con una extraña celeridad, como si también allí -no sólo al anaquel más oscuro de la Colección Hitchcock de la Biblioteca Herrick- quisiera ser el primero en llegar. Es esa conciencia, sin embargo, la que parece lastrar su libro irremediablemente. Gottlieb no es uno de esos nerds devastados por el acné que apuestan todo a la inocencia entusiasta del fanatismo. Es un investigador razonable, paciente, entrenado en tasar documentos, sopesar pruebas, discutir con colegas. No sólo sabe que los escritos de Hitchcock en tanto escritos difícilmente sorteen un control de calidad permisivo; también sabe que mucho de lo que dicen ya es vox populi -lo que para un cineasta pop como Hitchcock es mucho decir. ¿Por qué insiste? ¿Por qué arma dos tomos de casi cuatrocientas páginas con materiales sobre cuyo valor, interés, pertinencia y novedad no puede dejar un segundo de interrogarse? ¿Por qué, en un libro que reúne textos y entrevistas de Hitchcock, lo que más lee (y sufre) el lector es la obstinación de Gottlieb, su voluntad empacada, como de biógrafo nabokoviano, de seguir adelante?

Tal vez en el origen de esa terquedad estén Robin Wood y Fran^ois Truffaut, las dos bétes noires que sin duda desvelan a Gottlieb. Una vez más, el investigador no es naíf. Los ha leído, los cita, incluso los admira. Pero es como si todo el proyecto de "Hitchcock por Hitchcock" naciera del desacuerdo que lo separa de ellos. No habría problema si se tratara de un desacuerdo crítico o teórico, fuente -muy a menudo- de una renovación interpretativa que los consensos no suelen deparar (y que artistas como Hitchcock reclaman a los gritos). Pero el caso de Gottlieb parece más oscuro y pasional. A Wood, naturalmente, le reprocha que minimice "la importancia de todo material que pueda distraer de las películas en sí mismas", parti pris que niega la razón de ser de su propio proyecto y que el crítico americano hereda de la reinvindicación del cine de Hitchcock operada en París a mediados de los años '50, con Rohmer-Chabrol-Truffaut a la cabeza. De Truffaut, por su parte, lo fastidian el "autobombo egocéntrico apenas encubierto" que el cineasta francés filtraría en su conversación con Hitchcock y la idea -la evidencia insoportable, apuntalada por la crítica, los cineastas, el público y los años- de que el Hitchcock-Truffaut -el hitchbook, como lo llamaba Truffaut- es de algún modo la Biblia de la hitchcockología.

Hélás, el libro -el libro de Gottlieb- les da la razón. No hay nada en este "Hitchcock por Hitchcock" de sabueso archivista que compita con la información, la invención y la potencia conceptual y artística de las películas de Hitchcock, y todo lo que el material exhumado por Gottlieb dice sobre Hitch y su arte aparece mejor formulado, tocado por la felicidad de los hallazgos de la conversación, en el Hitchcock-Truffaut que tanto lo saca de quicio. (El capítulo dedicado a la relación de Hitchcock con las mujeres, en especial con las estrellas americanas, es quizá la única excepción, aunque Gottlieb, en ese caso particular, no parece sopesar como debiera las consecuencias de la tesis que insinúa la documentación: la idea de que Hitchcock, amante platónico, sádico impune, niño y verdugo, era efectivamente un perverso, pero que su perversión no era otra que el realismo.)

Un lapsus oportuno de la edición de El cuenco de plata parece confirmar al menos una de las dos patas de esta conclusión. En la contratapa de "Hitchcock por Hitchcock" aparece citado un pequeño texto sobre el suspenso. Todo indica que es de Hitchcock, pero las iniciales que lo firman son "F.H.". ¿Francois Hitchcock?