El eudemonismo social 11 Jun 2017

Reseña: El eudemonismo social, de Michel Onfray

Idea | La Nación | Cecilia Macón

A la busca de la felicidad filosófica

 

Michel Onfray (Argentan, 1959) ha sido calificado de demagogo y meritócrata, de islamofóbico y operador del Estado Islámico, de populista y esnob, de ilustrado y posmoderno. También de superficial, agitador, ignorante, soberbio y narcisista. Gracias -y no a pesar- de este racimo de adjetivos, el filósofo logró instalarse como un outsider de las humanidades francesas, a quien todos parecen estar obligados a escuchar. No lo logró -como era de esperar- por medio de papers destinados a sumar puntos, sino con sus más de treinta libros, conferencias públicas y un sitio de Internet donde opina a diario sobre política y cultura.

De formación académica inobjetable, a Onfray -hijo de padres de clase obrera, algo que, dice, ha marcado su mirada sobre el mundo- siempre le incomodó el circuito endogámico de la discusión filosófica y desde la publicación de su primer libro, El vientre de los filósofos (1989), logró instalarse exitosamente en gran parte de los debates centrales: la eutanasia, el Frente Nacional, el terrorismo, el papel de la izquierda, la religión, el anarquismo. Tras décadas de enseñar en una escuela secundaria técnica en 2002 fundó la Universidad Popular de Caen, y abrió un espacio de discusión al margen de las complejas jerarquías culturales de su país. Ateo militante, objetor de Sigmund Freud, del dualismo y de todo lo que pueda ser identificado como filosofía del dolor, encontró inspiración en filósofos olvidados como Pierre Gassendi, Arístipo de Cirene, Diógenes el Cínico, Lorenzo Valla o Pierre Moreau de Maupertuis. Es a partir de allí que Onfray desplegó su argumento en favor de lo que él mismo caracteriza como "hedonismo ético". Bajo esta premisa, generó su Contrahistoria de la filosofía, serie que comenzó en 2002 y abarca en francés nueve volúmenes. El eudemonismo social es el quinto.

En los tomos anteriores, el autor se había ocupado de analizar la heterodoxia de los cristianos hedonistas, los libertinos barrocos y otros sabios antiguos. En estas páginas, en cambio, busca identificar las maneras en que la filosofía ha rendido cuenta del papel de la felicidad pública. Se trata de oponer dos modos de desentrañar el problema: el paradigma de la utopía de la felicidad liberal, por un lado, y el de un gesto de izquierda que Onfray considera inexplorado.

William Goodwin y Jeremy Bentham representan en El eudemonismo social el modo liberal de la felicidad. Si el primero -erróneamente categorizado como anarquista, señala con acierto el pensador francés- termina imponiendo un liberalismo optimista cruzado por el calvinismo, el segundo constituye un mito autoritario, legitimado por una sociedad utópica y armoniosa. Esa tradición, argumenta Onfray, no sólo debe ser desterrada sino también mostrada en sus más nefastas consecuencias. A cambio de ella, están el feminismo de Flora Tristán, el socialismo individualista romántico del también feminista John Stuart Mill, el hedonismo experimental de Robert Owen, la marca gnóstica, dionisíaca y ecologista de Charles Fourier y el sello libertario de Mikhail Bakunin.

En cada caso, Onfray, obsesionado por vincular filosofía y vida, utiliza el recorrido biográfico de los filósofos para mostrar el modo en que se anudan lo público y lo privado. El impulso anarco-nietzscheano del autor de Tratado de ateología (2005) no puede sino identificar en la última cadena de nombres un posible futuro para una política radical. El hedonismo exigido por Onfray, contra todo, está centrado en la horizontalidad del altruismo como felicidad. No se trata de exigir mera compasión, culpa o prometer armonía. Mucho menos de vivir a caballo de las ingenuidades del optimismo, sino de una libertad alérgica a la metáfora, propugnada por Adam Smith, de "la mano invisible". Algo que, de alguna manera, el propio Onfray pone en práctica al hacer filosofía: como placer arrollador y como destructora de mitos con destinatarios universales.