La mujer sentada 30 Nov 2012

Copi: un argentino universal

ADN | La Nación | Jorge Monteleone

La obra del polifacético artista, a 25 años de su muerte, demuestra una imparable vitalidad. Tras las narraciones y el teatro, empiezan a publicarse sus historietas.

 

Veinticinco años después de su muerte, sesenta años después de haberse radicado en París, buena parte de la obra de Copi (seudónimo de Raúl Damonte Taborda, 1939-1987) escrita en francés, luego de años de haber sido un secreto para iniciados o una excentricidad feliz, se transmuta, como un retorno, al español del Río de la Plata. La editorial El Cuenco de Plata agrega a la edición de sus novelas La ciudad de las ratas (2009) y La guerra de las mariconas (2010) y de Teatro 1 (2011, con El día de una soñadora, La torre de la Defensa, La noche de Madame Lucienne y Una visita inoportuna), la publicación de Teatro 2 (con Loretta Strong, ¡La pirámide!, La heladera y Las escaleras del Sacré-Coeur). Se reedita el cómic traducido por el propio Copi para la edición que en 1968 realizó Jorge Álvarez: Los pollos no tienen sillas, con el anuncio de la salida de La mujer sentada el año próximo. No es un hecho menor el gesto de vertir a Copi en el español rioplatense, que sus traductores locales vindican como una política de la lengua unida a la literatura argentina, para diferir del tono de las traducciones de sus textos narrativos realizadas en España por Anagrama y reeditadas en 2010: Obras I y II.

No todas las literaturas nacionales se escriben atravesadas por el extrañamiento de la extranjería o del exilio, pero desde el siglo XIX en la Argentina alguna forma de ostracismo late en su lengua literaria: algunos escribieron desde otro lugar (Alberdi, Cortázar, Saer); otros en el mismo como si fueran excéntricos (Macedonio, Silvina Ocampo); otros llegaron de otra lengua y aun así resuena en ellos una tradición que hacen propia siquiera como antagonismo (Witold Gombrowicz). Con la excepción de la novela La vida es un tango y de las piezas teatrales Cachafaz y La sombra de Wenceslao, Copi escribió el cómic, el teatro y la narrativa en francés: "Me expreso a veces en mi lengua materna, la argentina, y con frecuencia en mi lengua amante, la francesa. Para escribir este libro mi imaginación duda entre mi madre y mi amante", apuntó en el inconcluso "Río de la Plata": si la lengua es mujer, sus textos travisten los lenguajes. O acaso se escriben entre dos lenguas a contrapelo y no pertenecen del todo a ninguna, como si se hallaran en suspenso, inasimilables para todo código.

Copi no era un escritor en el exilio ni su obra, como la de Joseph Conrad o la de Vladimir Nabokov, se incorporó voluntariamente a la literatura escrita en la lengua de adopción. Por un lado, escribió "¿Exiliado? […] Si alguna vez debiera decir algo sobre el exilio me cuidaría bien de hacerlo en primera persona"; por otro, declaró que aun si escribía en otra lengua, era un escritor argentino: "Comencé a escribir muy joven. Incluso cuando escribo en francés yo traduzco de la literatura argentina". Pero entonces ¿era un argentino que escribía literatura argentina en una ciudad extranjera, como muchos latinoamericanos? No exactamente. Por un lado, abjuraba de todo nacionalismo: "¿A quién le va a importar ser argentino? […]. No existe el artista argentino ni uno japonés. El único lugar del mundo donde me tratan de argentino es en la Argentina", dijo (José Tcherkaski, Habla Copi. Homosexualidad y creación, 1998). Por otro, se hallaba en ese lugar indecidible que le gustaba cultivar y que extendía a cualquier sistema de oposiciones, sobre todo el de género: "No soy francés, ¿no es cierto? Pero soy un argentino de París". La anomalía de Copi parte de este lugar incierto, que María Negroni, leyendo su relato "El uruguayo", supo llamar "la extranjería de lo propio" y sugerir que ese texto era, entre otras cosas, un "tratado contra la pesadilla del ser nacional". Lo que Copi sostiene en ese vacío de lenguas irreductibles a un código común, en ese sitio indeciso de nacionalidades pero también de cualquier fijeza, es la pura invención, la literatura como acto de imaginación desaforada. La irrealidad esencial de ese acto no puede ser sostenido por ninguna moral, ni norma, ni presupuesto; pero tampoco por un contenido referible a documento alguno, por un significado interpretable para una ideología o un atisbo de sistema. Eso no significa que fuera apolítico; al contrario: su incorrección política era el modo más agudo y desopilante de ejercer una política de la literatura y de la lengua, de los géneros y de los lazos sociales.