La metáfora y lo sagrado 31 Jul 2013

El último Murena

Espacio Murena | Pablo Lovizio

La nueva edición de La metáfora y lo sagrado (El Cuenco de Plata, 2012), es una buena ocasión para volver tras los últimos pasos de Héctor Álvarez Murena.

 

Podríamos decir que la interrogación que atraviesa al “último Murena” es aquella que cuestiona en virtud de qué condición o necesidad, es posible la existencia del arte. La respuesta que H. A. Murena brinda en La metáfora y lo sagrado (1973) es que la condición del hombre es la condición del arte y que ambos (el arte y el hombre) hallan su ultima ratio en la estructura de la metáfora . En este sentido, los devenires del ensayo continúan entonces por la pregunta acerca de esta estructura, y es allí donde Mundo, Hombre y Dios −en tanto dimensiones relacionales− encuentran su vinculación más propia. Lo que constituye un terreno tan incierto como al mismo tiempo tan transitado por el pensamiento filosófico contemporáneo (Franz Rosenzweig, Emmanuel Lévinas, entre otros).

Analicemos detalladamente el recorrido mureniano:

“¿Qué es la metáfora? Su propio nombre habla. En la metáfora se ‘lleva’ (fero) ‘más allá’ (meta) el sentido de los elementos concretos empleados para hacer la obra. ¿Se llevan más allá? Llevar más allá lo sensible y lo mundano significa traer más acá al Otro Mundo. La metáfora consiste en quebrar las asociaciones de uso común de los elementos concretos e instalarlos en otro contexto en el cual componen otro mundo. (…) El impulso metafórico, cuando saca de su marco habitual los elementos materiales de la metáfora, los cuestiona en tal medida, en lo que suponíamos que constituía su ser consabido, que los vuelve traslúcidos, por un segundo inexistentes. La metáfora deja ver que no existen ni la materia ni la metáfora, muestra la posibilidad general de no existencia, lo no existente, lo infinito, Dios. (…) ‘Todo lo perecedero no es más que semejanza’, dice Goethe en los versos finales de Fausto. Semejanza, metáfora: también nosotros hemos sido llevados (fero) más allá (meta), es decir, traídos más acá, traídos a esta tierra. (…) Si somos metáfora: ¿cómo llevar una vida metafórica? (…) Adán hablaba en verso en el paraíso. (…) Adán expresaba que la vida del hombre es metafórica. (…) Resucitar el Adán primordial exige llevar una vida metafórica. Volver a hablar en verso, igual que en el Paraíso, representa la capacidad de recordar en forma activa la Ausencia: no buscarla en el pasado ni esperarla en el futuro, sino hacer vivir el recuerdo en nuestro instante presente”[1].

Estos pasajes expresan una riqueza de sentidos que excede los que aquí podré desarrollar: si el Hombre es artífice es porque él es obra, creación metafórica de Dios. Mas Dios no es sino el nombre de una ausencia originaria que hace posible la metáfora. El Mundo es el rastro que deja la metáfora en su movimiento. Una vida metafórica es la celebración de la metaforicidad originaria, la multivocidad virtual de una Voz que hace sentido al abrir el infinito del sentido. Una Voz que es el al mismo tiempo Silencio primordial.

Resulta ejemplar la exégesis que Murena realiza a propósito del mito de la Torre de Babel frente a la tradición canónica judeo-cristiana del Antiguo Testamento[2]. Al confundir las lenguas −sostiene Murena− Yahveh emancipa al hombre, irónicamente, “de la locura del discurso único, de la obsesión del regreso: le indica que el camino de retorno está para él sólo a través de la aceptación de la diversidad”. Asimismo, de acuerdo con el autor de La cárcel de la mente (1971), la simbología de Babel debe leerse junto a la de Pentecostés:

“Pentecostés es paralelo a Babel, pero es, sobre todo, lo contrario. (…) En Pentecostés late de manera singular el afán de comunicar. ¿Comunicar qué? La Unidad. Como en el reino de la diversidad esto es absolutamente imposible, se desfigura el orden natural del mundo, se hace que unas criaturas hablen en lenguas que hasta ese instante ignoraban. Estas criaturas se hallan inspiradas de manera especial. Así logran anular de manera repentina la distancia y, con su fervor en el Otro Mundo, consiguen traerlo a éste, que se ve por ello transfigurado”[3].

Para Murena se trata de una afirmación conjunta de ambas parábolas bíblicas antes que una oposición. Y paralelamente dentro de la conceptualización artística, Murena relaciona el clasicismo con Babel y el romanticismo con Pentecostés. El clasicismo, en su pretensión de representar el Mundo tal cual es, afirma la distancia que el artificio racional impone respecto del Paraíso perdido, mantenido entonces como Unidad Ausente; mientras que el romanticismo, por su parte, al desfigurar el Mundo, trae el Otro Mundo a éste, pero su audacia sacrifica la distancia al extremo de transformar este Mundo en el Otro, eliminando con esta acción cualquier rastro de trascendencia al entrar plenamente en la Historia. No obstante, en La metáfora y lo sagrado la duplicidad en tensión de símbolos religiosos y de tendencias artísticas funciona como manifestación de la oscilación metafórica, movimiento continuo a través de las dimensiones Mundo, Hombre y Dios.

Si al comienzo afirmamos la existencia de una estructura relacional compuesta por dimensiones o términos (la tríada Mundo-Hombre-Dios), ahora −gracias a Murena− podemos comprender que se trata de la condición metafórica del Hombre, que es también la del Mundo y la de Dios. Cada una de estas dimensiones precisa, al modo de un nudo borromeo, pasar por las otras. En otras palabras, no es un detalle menor que el autor de El nombre secreto (1969) señale el anclaje en la literalidad −la primacía del espíritu comunicativo-utilitario− como uno de los mayores peligros de nuestro tiempo:

“La metáfora, con su multivocidad, pluralidad de sentidos, dice que está procurando decir lo indecible: el silencio. (…) Los textos utilitarios, que pueden leerse con rapidez y que, si por un lado nos fuerzan a salir de nosotros mediante la diversión o la información, por otro nos empobrecen radicalmente al negar el blanco, el silencio, el misterio. (…) Hoy tocamos límites”[4].

Según “el último Murena”, la pérdida de la humanidad significa la pérdida de la metaforicidad. Lo que equivale a conjeturar −finalmente− que si queremos celebrar y practicar nuestra condición de existentes humanos, metafóricos, debemos dejar el máximo de espacio posible al movimiento de la metáfora.

[1] H. A. Murena, La metáfora y lo sagrado, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2012, pp. 68-69 y 77-79.

[2] “El episodio de Babel ha sido −es− considerado en general de índole negativa. Si se adjudica a la acción de Yahveh el carácter de castigo, la castigada acción de los hombres brilla como culpable”. Ídem, p. 91.