La metáfora y lo sagrado 20 Abr 2012

Volver a Murena

ADN | La Nación | Pablo Gianera

La reedición de La metáfora y lo sagrado (El Cuenco de Plata) permite descubrir los últimos pensamientos, con una fuerte marca teológica, del escritor y poeta argentino.

 

Pensar a Héctor Álvarez Murena sigue siendo un ejercicio a contracorriente. Treinta y siete años después de su muerte, lo que quedó de él, sus libros, persiste inasimilable. Nadie pensaba, en su momento, la cultura ni el mundo en los términos en que él lo hacía: episódicamente, maniobraba con invariantes cuando otros se atareaban con la historia, predicaba negatividad estética en tiempos de compromiso sartreano y escribía "Dios", "Cielo" (así, con mayúsculas) y hablaba del "hombre" en tiempos en que importaban las estructuras, aunque, a la vez, se distanciaba del humanismo algo ingenuo, de cuño idealista, de Sur , revista en la que escribía con una fraseología que no se arrodillaba ante la transparencia de rigor. Ya lo había dicho el propio Murena, con brevedad aforística y entonación enigmática, en el prólogo a La cárcel de la mente : "Pensamos para acabar con el pensar". De algún modo, el destiempo de H. A. Murena hace que nunca se vaya hacia él sino que se vuelva a él, porque la fuga hacia delante adopta en su pensamiento la dirección del regreso. Con su reedición de La metáfora y lo sagrado (1973), que agrega un prólogo de Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata recupera ahora uno de los filos más irreductibles del ensayo argentino.

Hay en La metáfora y lo sagrado algo decididamente postrero (no es sólo la cercanía de la muerte) que obliga a leerlo como un testamento intelectual. La idea de la "caída", por ejemplo, estaba ya en El pecado original de América (1954), su ensayo de interpretación del ser americano muy leído a su turno, tanto que ya todo allí parece haber quedado exhausto. Pero la caída adquiere en La metáfora? un sentido más primigenio aún. Murena fue anticipando este volumen en otras publicaciones, en Sur , en La Nacion y en La cárcel de la mente , la antología editada por Emecé hacia 1971, "intento de autobiografía intelectual" articulada orgánicamente con excursus que actúan de bisagras. Que ese volumen se publicara en la colección Grandes Ensayistas sancionaba la centralidad de Murena en el panorama del ensayo argentino, aun cuando sus volúmenes anteriores, Homo atomicus (1961) y Ensayo sobre subversión (1962), habían sido cuidadosamente ignorados. Es una característica general que define la circulación de los escritos murenianos. Como observa Leonora Djament en el estudio La vacilación afortunada , "sus textos arman, en realidad, un ramillete concentrado que va sedimentando significados con el paso de los años, a partir del contexto y de las recombinaciones impresas".

La metáfora y lo sagrado se arranca a sí mismo de la nada con un límite: la zona en que no hay más respuestas porque los problemas que se había creído resolver tienen raíces en el misterio. Allí donde cualquier otro hubiera renunciado, Murena, valientemente, empieza. Es un principio en todo sentido: inaugura su libro ya desde el prólogo ("Una palabra previa") y busca asimismo una "orilla primordial" que, como movimiento, implica volverse anacrónico: "?tal vez se pueda leer en las páginas que siguen el intento de practicar el arte de volverse anacrónico". Cuando el tiempo propio (el presente) se vuelve inhabitable hay que volverse en contra del tiempo en general, mirar hacia el pasado y hacia el futuro, y hacerlo, no sin cierta paradoja, con la esperanza de que ese tiempo propio, el del presente, se torne de nuevo, en algún día inescrutable, digno de ser habitado.

Habría que relacionar incluso este libro con su segundo ciclo de novelas -el dePolispuercón Caína muerte Folisofía - que vulneran, a fuerza de violentar la forma y las palabras mismas llevándolas al límite de la legibilidad, tanto el realismo como la razonada pulcritud de los géneros. En primera instancia, esas novelas y La metáfora y lo sagrado se conectan por lo menos en un punto. Las novelas y el ensayo proponen una interpelación sin atenuantes del presente; un presente que no quiere comparecer ante el recuerdo de aquello que querría olvidar: la "Unidad perdida", es decir, el Paraíso. El desamparo ya no es, como proponía El pecado original de América , todavía en línea con las especulaciones de Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la pampa , meramente telúrico (el abandono de estas tierras sin historia); es, de modo más amplio, metafísico.

La huida del tiempo le permitía a Murena deponer la preocupación por asuntos que distraían de lo primario. Resuena en este anacronismo el eco evidente de lo que Theodor Adorno había apuntado en "El ensayo como forma": "La actualidad del ensayo es la de lo anacrónico. El momento le es más desfavorable que nunca [...]. Pero el ensayo se ocupa de lo que hay de ciego en sus objetos. Le gustaría descerrajar con conceptos lo que no entra en conceptos...". Ambos, los frankfurtianos y Murena, advirtieron la radioactividad del anacronismo, su permanente actualidad. Acaso no exista ahora nada más actual que ellos. Recordemos que Murena fue un tempranísimo difusor en español de la Escuela de Frankfurt con sus traducciones de Ensayos escogidos de Walter Benjamin y de Dialéctica del iluminismo de Adorno y Max Horkheimer en la colección Estudios Alemanes de la editorial Sur. Fue posiblemente el pensamiento frankfurtiano el que habilitó el viraje teológico que atraviesa La metáfora y lo sagrado . Pensemos nada más en la idea de Horkheimer según la cual "la teoría crítica contiene, al menos, el pensamiento de lo teológico, de lo Otro". "Teología" no se refiere de manera restringida a la ciencia de lo divino sino que alude a la evidencia de que este mundo es un fenómeno, que no es lo último.

Este anhelo ( Sehnsucht , en la significativa palabra alemana que había resultado ya decisiva en el primer romanticismo alemán) de lo Otro une también a Murena con la teoría crítica. La esencia del arte es nostalgia por el Otro Mundo. Escribe Murena: "Se trata de la esencia que resulta evidente en la operación básica del arte: en la metáfora se ?lleva' (fero) ?más allá' (meta) el sentido de los elementos concretos empleados para forjar la obra. ¿Se llevan más allá?: llevar más allá lo sensible y mundano significa traer más acá el Otro Mundo". La metáfora es el tropo mayor que guía el pensamiento de Murena en su última formulación; no tanto porque él abuse de ese tropo sino porque el tropo mismo constituye una matriz teórica. "Lo que se dice de la poesía en general debe ser aplicable a todas las artes, bajo pena de falsedad", escribe Murena y por lo tanto el tropo de la metáfora puede generalizarse. La metáfora es en consecuencia la operación básica del arte porque cualquier arte es eminentemente metafórico. No es una posición cómoda, pero, después de todo, la comodidad era lo último que perseguía Murena: "Al igual que la mística estricta, que rechaza el arte por sus vinculaciones con este mundo, la política total lo condena por su parentesco con el Otro Mundo".

La metáfora y lo sagrado respira en la misma atmósfera de El secreto claro , el misterioso, laberíntico y póstumo libro que recogía los diálogos que Murena mantuvo con D. J. Vogelmann a principios de la década de 1970 por Radio Municipal. Pueden seguirse allí también las lecturas que estuvieron detrás de La metáfora y lo sagrado : las leyendas jasídicas, el Tao y el zen (recordemos que el propio Vogelmann había publicado en Paidós el librito El zen y la crisis del hombre ), pero también Hegel (no costaría mucho situar la "apariencia sensible" de la obra de arte en las coordenadas que Murena traza para la traducción) y aun, si bien nunca se lo menciona, Ludwig Wittgenstein, evidente acaso en la insistencia mureniana en aquello que no puede nombrarse sino solamente mostrarse. No es otra la marca de lo sagrado.

"Dios", según sugiere Murena y destaca Mattoni en el prólogo, es otro de los nombres del silencio. De ahí procede tal vez su interés por Anton Webern, con sus piezas brevísimas y sus eventos musicales rodeados, como un archipiélago, de silencio. Así también son los poemas de Murena en El demonio de la armonía (1964) y en El águila que desaparece (1975). En el silencio y en la metáfora hay un misterio frente al que el intelectual no debe dedicarse a su resolución sino, como creía Adorno, al desciframiento de su configuración. Es la formulación solitaria de una estética de la catástrofe ("No tengo nada contra lo mesiánico. Usted sabe que yo soy apocalíptico", le dice Murena, al pasar, a Vogelmann en los diálogos); el movimiento de una inteligencia para la que la amargura y el redencionismo se mantienen unidos con firmeza.