La piel dura 30 Abr 2011

Hipérboles de la vida manca

El Litoral | Nilda Somer

 

Violeta, la narradora y protagonista de La piel dura es una mujer nerviosa, acosada, desgraciada y maldiestra, al punto de perder su mano y conseguir otra que aumentará los percances de su vertiginosa vida. Ampliando el registro del humor exacerbado que Fernanda García Lao había ya dado muestras en sus novelas anteriores (Muerta de hambre y La perfecta otra cosa, ambas publicadas también por El Cuenco de Plata), en esta novela se suceden y acumulan situaciones y personajes desopilantes.

El humor de Fernanda García Lao es siempre mucho más que el regocijo supercolorinche kitsch de las remanidas exageraciones comunes a los frívolos copiones de los filmes de Almodóvar, o de las fotos de Pierre et Gilles, o de las superfabulaciones literarias de Copi. El regocijo de Fernanda García Lao brota de dolorosos terrenos de la neurastenia, de los recovecos dramáticos de lo neurótico y entre los pasadizos tétricos de las necrópolis. Sobre todo en esta novela, donde necrosis y cadaverina salpican como purpurina los rostros de sus protagonistas y comparsas.

Citar cualquier párrafo podría ejemplificar el juego de acumulación con que cada frase se diría que rivaliza y pelea por tapar y ganar en desgracia y malestar a la anterior, en ganarle en hipérbole, en conduelo, en claridad descarnada. Así, la obertura: “Mi vida me da miedo. Hace días que no me llama nadie. Discutí con todas mis amigas, no se salvó ni una. La última fue Analía. Las espanté como quien barre el jardín. Las hojas secas contra el rastrillo”.

O: “Tengo muy hinchada la mano, pero como no pago la cobertura médica desde hace mucho, me dieron de baja. Y encima debo cinco meses. Tampoco voy a pisar un hospital público. Los odio. Mi padre entró enfermo y salió archivado al más allá”.

O: “Nelly se había hecho unos labios de silicona casera que le inyectaba una vecina. Y quedó tan hermosa que hasta pensó en dedicarse a la actuación. Pero dos semanas más tarde empezó a encontrar manchas de grasa sobre las sábanas blancas. La cosa se derramaba por ahí y tuvo que hacerse un parchecito, a juego con el disparate. Su cara se deformó definitivamente una tarde mientras preparaba unos pespuntes. Un chorro desgarró sus labios cayendo sobre la máquina de coser encendida. El líquido feroz provocó un corte. Murió en el acto”.

El resultado, sí, es un refinado regocijo para el lector.