Denkbilder. Epifanías en viajes 10 Feb 2011

“Sueños de nubes”

Página 12 | Walter Benjamin

Una cosa es viajar; otra cosa es hacer del viaje una experiencia. El gran Walter Benjamin enseña esa otra cosa: desde París, que “quiebra en mil pedazos las ofrendas”, hasta el pueblito italiano que sólo se hace verdad cuando es nombrado; y, en los altos del viaje, reflexiones sobre el recordar, el relatar, el aconsejar y la felicidad del olvido.

 

No existe ninguna ciudad que esté más íntimamente ligada a los libros que París. Si Giraudoux tiene razón cuando dice que el sentimiento de libertad humano más acabado es el de seguir el curso de un río caminando lentamente, entonces aquí el ocio más perfecto, es decir, la libertad más dichosa, conduce al libro y se sumerge en él. Pues hace siglos que la hiedra de hojas sabias se prendió de los muelles despojados del Sena: París es un gran salón de biblioteca atravesado por el río.

No hay monumento alguno en esta ciudad que no haya servido de inspiración a una obra maestra de la poesía. Nôtre Dame –pensamos en la novela de Victor Hugo–; la Torre Eiffel –Los novios de la Torre Eiffel de Cocteau, y, con Plegaria en la Torre Eiffel, de Giraudoux, llegamos a la altura vertiginosa de la literatura más moderna–; la Opera –con la famosa novela policial de Leroux El fantasma de la Opera, llegamos al sótano del edificio y al de la literatura–. El Arco de Triunfo se extiende alrededor de la tierra con Le Tombeau sous l’Arc de Triomphe, de Raynal. Esta ciudad se inscribió indeleble en la literatura porque tiene un espíritu afín a los libros. ¿No fue ella quien proyectó desde hace tiempo, cual un novelista versado, los cautivantes argumentos de su construcción? Ahí están las anchas avenidas militares, cuya función, antiguamente, era asegurarles a las tropas el acceso a París desde Porte Maillot, Porte de Vincennes, Porte de Versailles. Y un día, de la noche a la mañana, París tuvo las mejores autopistas de todas las ciudades de Europa. Está, por ejemplo, la Torre Eiffel –un monumento puro y libre de la tecnología construido con espíritu deportivo– convertido un día, de la noche a la mañana, en una estación de radio europea. Y los inmensos espacios vacíos: ¿no son hojas festivas, láminas en los tomos de la historia universal? En números rojos brilla el año 1789 en la Place de Grèves. En la Place des Vosges, rodeado de techos angulares, donde él halló la muerte: Enrique II. Con rasgos borroneados, una letra indescifrable en aquella Place Maubert, antiguamente el acceso al París tenebroso. En el intercambio entre ciudad y libro existe una de estas plazas que encontró su lugar en las bibliotecas: las famosas ediciones de Didot del siglo pasado llevan como marca de imprenta la Place du Panthéon.

La ciudad se refleja en miles de ojos, en miles de objetivos. Porque no sólo el cielo y el ambiente, sino también las propagandas luminosas en los bulevares nocturnos hicieron de París la Ville Lumière. París es la ciudad-espejo: liso como un espejo, el asfalto de sus calles. Vidrieras delante de todos los bistrots: aquí las mujeres se miran más que en otras partes. De estos espejos surgió la belleza de la mujer parisina. Antes de que la vea el hombre, ya la juzgaron diez espejos. También al hombre lo envuelve un exceso de espejos, especialmente en los cafés (para parecer más luminosos y dar aspecto de agradable amplitud a todos los ínfimos recintos y espacios mínimos en que se dividen los bares de París). Los espejos son el elemento espiritual de esta ciudad, su escudo, en el que todavía se inscriben los emblemas de todas las escuelas literarias.

Así como los espejos devuelven todos los reflejos de inmediato pero invertidos en su simetría, lo mismo sucede con la técnica de la oratoria de las comedias de Marivaux: así como a un Hugo o a un Vigny les gustaba atrapar ambientes y darles a sus relatos un “trasfondo histórico”, los espejos traen el exterior animado, la calle, hacia el interior del café.

Los espejos que cuelgan, opacos y descuidados, en las tabernas son el símbolo del naturalismo de Zola; reflejándose unos a otros en una hilera interminable, son un equivalente del infinito recuerdo del recuerdo en el que se convirtió la vida de Marcel Proust bajo su propia pluma. Aquella reciente colección de fotos “París” cierra con la imagen del Sena. El es el gran espejo siempre despierto de París. Día a día, la ciudad arroja como imágenes sus edificios sólidos y sus sueños de nubes a este río, que acepta las ofrendas con misericordia y, como signo de su benevolencia, las quiebra en mil pedazos.

De rosa los jorobados

Marsella. Dentadura amarilla y cariada de lobo marino, a la que el agua salada le chorrea entre los dientes. Y cuando su garganta se apodera de los cuerpos negros y morenos de los proletarios con que las compañías navieras la alimentan respetando su horario, exhala olores de aceite, de orina y de tinta de impresión que vienen del sarro que se le pega a los maxilares impetuosos: quioscos de diario, baños y puestos de mariscos. Los habitantes del puerto parecen un cultivo de bacilos; changarines y prostitutas, productos de la podredumbre que semejan hombres. Pero el paladar es rosado. Aquí el rosado es el color de la deshonra, de la miseria. De rosa se visten los jorobados y las mendigas. Y las mujeres desteñidas de la rue Bouterie dan ese único color a su único atuendo: camisas rosadas.

Pequeños martillos

San Gimignano, Italia. Qué difícil puede llegar a ser encontrar las palabras para lo que se tiene ante la vista. Pero cuando finalmente se encuentran, golpean contra lo real con sus pequeños martillos hasta que repujan la imagen como si la realidad fuera una planchuela de cobre. “A la noche las mujeres se reúnen en la fuente ante la puerta de la ciudad para buscar agua en grandes cántaros”: recién cuando encontré estas palabras surgió el cuadro con elevaciones duras y sombras profundas de entre las vivencias que me habían deslumbrado. ¿Qué sabía yo antes de los prados blanco chispeante que montan guardia a la tarde con sus pequeñas llamas ante el muro de la ciudad? En qué estrechez debían arreglárselas antes las trece torres y con qué circunspección ocupó cada una su sitio desde entonces. Y entre ellas todavía quedaba mucho espacio.

Si se viene de lejos, la ciudad da la sensación de haber entrado al paisaje de pronto, imperceptiblemente, como a través de una puerta. No parece que uno pudiera llegar a acercársele jamás. Pero una vez que esto se logra, uno cae en su regazo y no puede encontrarse a sí mismo entre tanto canto de grillos y griterío de niños.

Café crème

Quien se haga traer el desayuno a la habitación de su hotel de París en bandeja de plata, acompañado por bolitas de manteca y mermelada, no sabrá nada de él. El desayuno tiene que tomarse en el bistró, donde, entre los espejos, el petit déjeuner es él mismo un espejo cóncavo entre espejos, que refleja la imagen en miniatura de esta ciudad. En ninguna comida los ritmos son tan diferentes, desde el gesto mecánico del empleado que toma su vaso de café con leche de un solo trago en el mostrador hasta el placer contemplativo con que un viajero vacía lentamente su taza en el intervalo entre dos trenes. Y tú mismo, tal vez, te sientes a su lado, a la misma mesa, en el mismo banco y, sin embargo, estás lejos y solo. Sacrificas tu ayuno matinal para tomar o comer algo. Y junto con el café tomas quién sabe cuántas cosas: tomas toda la mañana, la mañana de ese día y a veces también la mañana perdida de la vida. Si de niño te hubieras sentado a esta mesa, cuántos barcos habrían cruzado el mar de hielo de la losa de mármol. Habrías sabido cómo es el mar de Mármara. Mirando un iceberg o un velero, habrías tomado un trago para papá y otro para el tío y otro para tu hermano hasta el borde grueso de tu taza, precordillera ancha sobre la que reposaban los labios; la nata se habría acercado flotando. Qué débil se ha vuelto tu asco. Qué higiénico y rápido es todo ahora: bebes; no remojas el pan en el café, no lo desmigas. Dormido, tomas la madelaine de la panera, la partes y ni siquiera te das cuenta cuán triste te pone no poder compartirla.

La memoria, la azada

Así como la tierra es el medio en el que yacen enterradas las viejas ciudades, la memoria es el medio de lo vivido. Quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Ante todo, no debe temer volver una y otra vez a la misma circunstancia, esparcirla como se esparce la tierra, revolverla como se revuelve la tierra. Porque las “circunstancias” no son más que capas que sólo después de una investigación minuciosa dan a luz aquello que hace que la excavación valga la pena, es decir, las imágenes que, arrancadas de todos sus contextos anteriores, aparecen como objetos de valor en los aposentos sobrios de nuestra comprensión tardía, como torsos en la galería del coleccionista. Sin lugar a dudas, es útil usar planos en las excavaciones. Pero también es indispensable la incursión de la azada, cautelosa y a tientas, en la tierra oscura. Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos. Epico y rapsódico en sentido estricto, el recuerdo verdadero deberá proporcionar, por lo tanto, al mismo tiempo una imagen de quien recuerda, así como un buen informe arqueológico debe indicar no sólo de qué capa provienen los hallazgos sino, ante todo, qué capas hubo que atravesar para encontrarlos.

Lo cortés

Se sabe que las auténticas exigencias de la ética, la sinceridad, la humildad, el amor al prójimo, la compasión y muchas otras quedan relegadas a un segundo plano en la lucha cotidiana de intereses. De ahí que resulte tanto más sorprendente que se haya reflexionado tan pocas veces acerca de la mediación que el hombre buscó y encontró a ese conflicto hace milenios. Es la cortesía el verdadero punto medio, el resultado entre esos dos componentes contradictorios: la ética y la lucha por la existencia. La cortesía no es ni lo uno ni lo otro: ni exigencia moral ni arma en la lucha y, sin embargo, es ambas cosas. Con otras palabras: no es nada y lo es todo, según de qué lado se la mire. No es nada en cuanto es sólo una apariencia bella, una forma dispuesta a hacer olvidar la crueldad de la pelea que se disputa entre las partes. Y así como no llega a ser una norma moral estricta (sino sólo la representación de la norma que dejó de estar vigente), así también su valor para la lucha por la existencia (representación de su irresolución) es ficticio. Sin embargo, la cortesía lo es todo, allí donde libera de la convención tanto a la situación como a sí misma. Si la habitación donde se delibera está rodeada por las barreras de la convención como por vallas, la verdadera cortesía actuará derribando esas barreras, es decir, extendiendo la lucha hasta lo ilimitado, llamando en su ayuda a todas aquellas fuerzas e instancias que la lucha excluía, ya sea para la mediación o para la reconciliación. Quien se deje dominar por el cuadro abstracto de la situación en que se encuentra con su interlocutor, sólo podrá intentar triunfar en esta lucha mediante la violencia y, probablemente, quede como el descortés. La alta escuela de la cortesía requiere, en cambio, un sentido vigilante para detectar lo extremo, lo cómico, lo privado o lo sorprendente de la situación. Quien se valga de ese sentido vigilante podrá adueñarse de la negociación y, al final, también de los intereses; y será él, finalmente, quien, ante los ojos asombrados de su interlocutor, logrará cambiar de sitio los elementos contradictorios de la situación como si se tratara de los naipes de un solitario. Sin lugar a dudas, la paciencia es el ingrediente esencial de la cortesía y, tal vez, la única virtud que ésta toma sin transformarla. Pero la cortesía, que es la musa del término medio, ya les ha dado lo que les corresponde a las demás virtudes, de las que una convención maldita supone que sólo pueden ser satisfechas en un “conflicto de obligaciones”: le ha dado la próxima oportunidad al derrotado.

Buen consejo

Cuando a uno se le pide consejo, hará bien en averiguar en primer lugar la opinión de quien lo pide, para corroborarla luego. Nadie se convence fácilmente de la mayor inteligencia del otro y casi nadie pediría consejo si la intención fuera hacerle caso a un extraño. Es más bien la propia decisión, ya tomada en el fuero íntimo, la que se quiere volver a escuchar una vez más, por así decirlo, del revés, en forma de “consejo”. Lo que se espera de quien aconseja es justamente esta repetición de la propia idea y quienes piden consejo tienen razón. Porque lo más peligroso es concretar lo que se decidió solo, sin someterlo al intercambio de palabras como a un filtro. Por eso, quien pide un consejo ya resolvió la mitad del asunto y si se propusiera algo equivocado, será mejor ratificar su opinión con cierto escepticismo que contradecirlo con convicción.

Ese silbido

Según Goethe, la primera de todas las cualidades es la atención. Sin embargo, comparte su primacía con la costumbre, que le disputa el terreno desde el primer día. Toda atención debe desembocar en costumbre para no hacer estallar al hombre, toda costumbre debe ser alterada por la atención para no paralizarlo. La atención y el acostumbramiento, el escandalizarse y el aceptar, son la cresta y el valle de la ola en el mar del espíritu. Pero este mar tiene sus momentos de calma. No cabe duda de que alguien que se concentra totalmente en un pensamiento tortuoso, en un dolor y sus puntadas, puede caer en manos de un sonido débil, de un murmullo, del vuelo de un insecto que un oído más atento y más fino tal vez ni siquiera habría percibido. El espíritu, así se cree, se deja distraer más fácilmente cuanto más concentrado esté. Pero esta escucha atenta, ¿no es más bien el despliegue extremo de la atención y no su pérdida, no es el momento en que del seno de la atención parte la costumbre? Ese silbido o zumbido es un umbral y, sin que nos demos cuenta, el espíritu lo ha atravesado. Y pareciera que ahora no quiere volver nunca más al mundo habitual, ahora vive en uno nuevo, donde el dolor lo alberga. La atención y el dolor se complementan. Pero también la costumbre tiene un complemento, cuyo umbral atravesamos en el sueño. Porque lo que nos pasa en sueños es un descubrimiento nuevo y singular que surge del seno de la costumbre. Las vivencias cotidianas, los discursos triviales, el sedimento que nos quedó en la vista, el latido de nuestra propia sangre, eso que antes no notábamos, convierte al material, distorsionado y extremadamente nítido, en sueño. No hay asombro en el sueño ni olvido en el dolor porque ambos ya llevan su contrario en sí, igual como la cresta y el valle de la ola se funden en los momentos de calma.

El olvido feliz

El niño está enfermo. La madre lo acuesta y se sienta a su lado. Y después comienza a contarle cuentos. ¿Cómo se explica esto? Lo presentí cuando N. me contó de la extraordinaria virtud curativa que habían tenido las manos de su mujer. De esas manos decía: “Sus movimientos eran muy expresivos. Pero no habría sido posible describir su expresión. Era como si estuvieran contando un cuento”. Los Conjuros de Merseburg ya nos hablan de la curación mediante la narración. No es que sólo repitan la fórmula de Odin, sino que narran el contexto en el cual éste usó la fórmula por primera vez. También se sabe que el relato que el enfermo hace al médico al iniciar el tratamiento puede convertirse en el comienzo de un proceso de curación. Se plantea entonces la pregunta si no será la narración la atmósfera propicia y la condición más favorable para muchas curaciones. Sí, ¿no podría curarse incluso cualquier enfermedad si se la dejara fluir lo suficiente hasta la desembocadura sobre la corriente de la narración? Si se considera que el dolor es un dique que se opone a esta corriente, se ve claramente que este dique será desbordado cuando la corriente sea lo suficientemente fuerte como para conducir al mar del olvido feliz todo lo que encuentre en su camino. Las caricias le dibujan un lecho a esa corriente.

* Fragmentos de Denkbilder.