La flor de lis 30 Ago 2004

El espectáculo de una diosa

Brecha Edición Digital | Edda Fabbri

Quizás la vi por primera vez en un tórrido verano salteño, en alguna esquina de la calle Uruguay, o en la casa de Esther Haedo, en Las Nubes, o junto al refugio generoso y cómplice de Leonardo Garet.

 

Creo o quiero creer que fue a principios de 1977, pero también irrumpe en mi memoria más lejana, en Montevideo, con su hierática figura de gran sacerdotisa, sentada a una mesa redonda de mármol, al pie de un enorme ventanal proyectado sobre la plaza, en torno al eje de la Libertad.

A este propósito, nadie fue más libre que ella, y por algo irradió, sin prejuicios ni limitaciones, el deslumbramiento de su enigma, la fatalidad de su designio, el secreto escondido y cautivante de sus maravillas, y el diseño de fuertes contrastes recortados bajo luces encandiladas y misteriosas sombras.

Ella misma lo dijo, no hace mucho. Durante años, en una escenografía sitiada por columnas de oscura madera, donde fluía un mundo ardoroso y decadente, el Sorocabana, "compartimos tardes y tardes, cafés y cafés".

Fueron tantos los días de cercanía que, cuando se interrumpieron, comenzaron a agolparse, todos juntos, en una serie de imágenes superpuestas que ya no se borran.

Le gustaba ejercer la ironía, el despliegue teatral, el registro sesgado sobre la aldea, la agudeza de los implacables juicios universales.

No hubo otra como ella. Evitó prescindibles monotonías. Se desentendió de cargas rutinarias. Concentró colores asombrosos, los de más impacto, en particular el carmesí.

Por eso la recuerdo de este modo, sin inflexiones anecdóticas. Sólo a través de una iconografía.

La veo, la estoy viendo, a media tarde, acompañada de su madre y de su hermana Nidia, las tres caminando, con parsimonia, tres mujeres solas que pasean por 18 de Julio, en pleno centro, a la luz de un sol que ya no cae a plomo y hace más fantasmales las siluetas.

En ese paseo, ese juego, ese ir y volver sobre las mismas cuadras, pese al cambio de acera, el estereotipo termina por imponerse.

No obstante, a Marosa parece rodearla una aureola que brilla y la proyecta sobre un escenario inconcluso.

Es probable que así hubiera querido ser recordada, como lo que fue: un ser de otro mundo, en este mundo, con los pies sobre la tierra y a un tiempo levitando.

Marosa en el recuerdo es la poesía del espectáculo, el espectáculo de una diosa.

 

Wilfredo Penco 

Un recuerdo sonriente

Compartí con Marosa un congreso imposible en Rio de Janeiro, y la acompañé a misa el domingo a mediodía. Increíblemente, las puertas estaban cerradas. Nuestra amiga le daba vueltas a la iglesia como si se tratara de un error divino. Parecía un ángel distraído en pos de su altar mayor. Yo intentaba apaciguarla, en vano, hasta que le dije:

"Es que estamos en Rio, rodeados de escritores", y esa explicación la calmó. En su maravillosa lectura, como en un cuadro de Chagall, su padre, su madre y sus hermanos fluían entre cielos y ventanas. Al final, después de los aplausos, alcancé a decirle, "Che, qué familia...". Su media sonrisa, ese asomo travieso, la confirmó en su papel: el de niña jugando a recrear El Jardín.

 

Julio Ortega 

Encantado de conocerte

Alegría. La servidumbre del cuerpo y su penuria terminó. Ahora puedes observar, con el mentón apoyado en el borde del féretro, cómo nos mezclamos con las criaturas recién llegadas. A tomar café con la Virgen, dicen. Y nosotros imperfectos. Leyendo en tus labios la oportunidad perdida de Dios. Cuánto te imita.

 

Fabio Guerra 

¿Dónde?

Hoy se fue Marosa. ¿A dónde se van los poetas? No sus versos, que quedan, que ya son nuestros -si eso puede decirse alguna vez de las palabras-. ¿Dónde van que puedan escucharse, sin música, sin palabras, cara a cara y desnudos al fin, con su misterio?