La flor de lis 31 Ago 2004

Marosa Di Giorgio: el misterio incesante

La Nación | Juan Aguzzi

 

Hay una pregunta que suele hacerse respecto a ciertos escritores. Generalmente se hace sobre aquellos cuya obra -rara, deslumbrante, inaprensible- es lo opuesto al éxito de ventas, su circulación obedece a caprichos que más tienen que ver con la iniciativa personal de algunos editores que a cualquier estrategia diseñada por el propio autor, y su figura suele ser invisible a consideraciones mediáticas. La pregunta es, ¿de qué vive ese autor?, o ¿cómo sostiene su entereza para escaparle a todo sitio acomodado?

La poeta y narradora uruguaya Marosa di Giorgio, muerta hace quince días atrás en Montevideo, vistió como pocas el sayo de esas incógnitas. Hasta para sus compatriotas Marosa no dejó nunca de representar un misterio -¿para el universo de las letras?, ¿para el sentido de la vida?- que volvía irrelevante el intento de develar sus aristas, su trazado, su derrotero sinuoso y volátil. El misterio fue para Di Giorgio lo irresistible que le proponía la vida a través de la palabra, y con esas palabra -dicha o escrita- cinceló su modo de andar al sesgo sobre la ilusión y la realidad, acompañándose de criaturas surgidas de la noche o del espectral reverberar diurno, liberados sus instintos a través de un lúbrico barroquismo textual. "Lo que yo digo es claro como la luz del día y misterioso como la noche", o: "no hay pena que no esté envuelta en un misterio, porque sentirnos extraños a tantas criaturas que nos dan placer, es una pena", solía decir. Y en verdad, estas frases no hacen más que señalar la impertinencia o la gratuidad de esa pregunta primera; seguramente no deben haberla importunado los imponderables materiales, y casi nadie en Montevideo podría detallar sus escarceos cotidianos más allá de sus vueltas por el bar Mincho y otros típicos reductos donde la autora -dicen- regaba la lectura de sus textos.

Nacida en Salto en 1932, Di Giorgio comenzó a existir vagamente como poeta en la capital uruguaya luego de su traslado en 1978. Como todas las voces singulares, sus construcciones tardaron en salir al ruedo de las lecturas más públicas -en realidad fue ignorada durante mucho tiempo por los uruguayos y rescatada tardíamente por los argentinos-. Sus textos son, antes que nada, insinuaciones furibundas que cortejan los ritmos de la prosa y la poesía para llevarlos a su coto, darles el tono místico, imprevisto o furtivo que requieran, y transformarlos en perfectas piezas de ardiente curiosidad. Tras una inagotable variedad de paisajes y serpenteos apasionados, surge el atrevimiento de violentas expresiones que resucitan instantáneamente en quien lee los estremecimientos de una respiración llegada de otro mundo y absolutamente natural a la vez. Como ese tipo de escritores, Di Giorgio fue sitiada primero por otros escritores, estupefactos algunos por la ubicua voluptuosidad que recorría sus poemas y por sus astucias glamorosas que elevaban al éxtasis a través de una atmósfera arrebatada. En el 2000 Adriana Hidalgo reedita Los papeles salvajes en dos volúmenes, que reunía toda su obra entre 1954 y 1991, ampliando la edición uruguaya original de 1989, y otra posterior de 1991. En esos libros, a través de los cuales tuvo su encuentro iniciático con no pocos lectores argentinos que ignoraban su existencia ahí nomás al otro lado del Río de la Plata, estaban sus primeros textos: "Humo", "Druida", "Historial de las violetas", "La guerra de los huertos", "Magnolia" y "Clavel y tenebrario". Allí, en esos poemas que con imperturbable sagacidad coqueteaban con la prosa hasta fundirse plenamente, se encontraba ya cifrada la matriz del misterio, de la sensualidad; aparecían las facultades perceptivas de ese sentimiento de existir sin más límites que los puntos de contacto con el universo entero.

Si en casi todos los autores puede verse la continuidad de sus preocupaciones y obsesiones a lo largo de toda la obra, en los textos de Marosa Di Giorgio esa línea de infinito cobra un sentido de ensoñación inaudito. Si se leen al pasar, sus poemas parecerán siempre el mismo viaje por una dimensión erizada, tumultuosa, siniestra, donde una niña amedrentada y supersticiosa introduce su cuerpo y exhala un suspiro por entre la niebla espesa y dudosa de los pensamientos y los sueños.

Si se sabe, o se quiere leer de otra manera, cada uno de sus libros posee una originalidad avasalladora; resultan conmovedores o trágicos según la espesura de su ritmo y sus visiones. En Reina Amelia (1999) Di Giorgio ensaya una interpretación de sus propios textos en una trama que puede leerse como una novela, como si con resuelta determinación y fervor espiritual cubriera a quien lee con el resplandor de la creación. "La belleza está por todos lados. Es la cara misma de Dios", una frase con la que Marosa hace cómplice a su lector-compañero (si una cosa exigen sus textos es que se la acompañe a andar entre la letra y la sangre) con el principio vital de la multiplicidad, el reflejo dorado de toda su obra. Nada más ajeno a la verdad que decir que a Marosa "la sorprendió la muerte", como titularon la información sobre su deceso los medios uruguayos y algunos argentinos. En La flor de lis (El cuenco de plata, 2004), su último libro editado en vida, Marosa Di Giorgio dejaba claro que circunstancias semejantes rodeaban la existencia y la escritura desde siempre: "nos movíamos en un espacio muy fino, rarísimo, entre la luz y la sombra, la muerte y la vida". Ahí también, en el CD que acompaña la edición de La flor de lis, está el recitado de algunos de sus exquisitos relatos poéticos para comprobarlo