La flor de lis 30 Ago 2004

Adiós a Marosa

Brecha Edición Digital | Ana Inés Larre Borges

El 17 de agosto murió Marosa di Giorgio. Había descubierto una manera inédita de mirar el mundo. Con frágiles palabras creó un universo mágico y hermoso y terrible. Allá estará, detrás del espejo.

 

 

Uno tiene un tiempo sobre la tierra para hacer algo, y si no, para contemplar el mundo." Marosa di Giorgio Medici


El primer encuentro, el último. En la noche del miércoles 17 de agosto, por Barrios Amorín abajo, cuando el velorio, los amigos, escritores y poetas, se cuentan episodios de su descubrimiento de Marosa di Giorgio. También de esa última vez que la vieron o le hablaron. Parecen una extraña tribu que intercambia sellos raros, mientras cotejan su valor. Algunos son pioneros -pueden exhibir ese privilegio-, la conocieron cuando apenas había llegado de Salto a fines de los años setenta, o incluso de antes. Hay quienes han tenido la gracia de acompañarla el último mes, cuando verdaderamente enfermó. Los que no -los más- nos miramos desolados. Los escritores varían de hora en hora. En el estólido cuaderno de firmas de la funeraria descubro a Rolando Faget, amigo primigenio, que ha escrito una casi desafiante declaración de amor a Marosa y a su poesía. A lo largo del día han sido las poetas algo más jóvenes -Silvia Guerra, Sabela de Tezanos, Isabel de la Fuente- las que avisaron la noticia. Por los teléfonos y a través de Internet ha viajado un "murmurio" que dice que Marosa ha muerto. Sobre su ataúd hay un ramo especialmente delicado de liriums blancos que sólo dice, en un papelito y a mano: "Sus amigos". Son los poetas, pienso. Lo demás son claveles, ramos y ramos de claveles, o uno solo, como el muy rojo que llevaba la espigada figura de Sabela, toda de negro. Pienso que me hubiese gustado traerle un cesto de "hildas", pero quizá sólo existan en las páginas de Clavel y tenebrario, que es un libro de 1979 y el primero que leí. Observo, ya en casa, los dos considerables tomos de Los papeles salvajes donde Marosa reunió su poesía y juego a adivinar a qué exacto lugar de esas páginas arribó cada uno de sus amigos que hoy fueron a darle su adiós. Busco a las "hildas" y las encuentro -igual de ambiguas que en mi memoria- en el fragmento número 69 de aquel librito que quién sabe dónde andará y que ahora, en la compilación, ha perdido aquel prólogo donde Wilfredo Penco hablaba de las quintas de Salto. Allá se la lleva ahora su coterráneo, el escritor Leonardo Garet, que vino a buscarla para enterrarla como ella quiso y dispuso, junto a sus abuelos italianos.

Pero eso será a la mañana siguiente. Esa tarde, esa noche, cada uno oficia su rito en este raro velorio que marosianamente parece tener un solo deudo: Nidia, la hermana que entrega su voz -que tanto se parece a "esa voz de Marosa"- como un don para que Marosa permanezca todavía un rato más. Y es con esa voz calma, casi dulce, que nos cuenta los últimos días y noches. El pudor de Marosa que a tantos nos ocultó su enfermedad. A la mañana siguiente un grupo de escritores la despide y es Roberto Echavarren, su amigo, el poeta que nos enseñó a leerla de otro modo, quien habla. 

Vivir en poesía. Hay un eterno dilema para quienes eligen un destino literario. Como en los arcaicos asaltos, esa opción reza: "la literatura o la vida". Escribir o vivir. Marosa vivió sin enterarse de que existía esa dualidad. Recuerdo haberle escuchado decir a Salvador Puig, que fue su tan amigo, que acaso "uno no es poeta, sino que está poeta". Marosa, en cambio, lo era siempre. No conocía, creo, otra manera de estar en el mundo. Un fin de año en Arca, uno de esos casi infinitos mediodías de 31 de diciembre en que la editorial invitaba a sus escritores, ocurrió algo. Los niños -hijos de un baby-boom local ocurrido en 1985, año de fervor democrático- rodeaban a Marosa que reposaba mareada de champán en un sillón. La miraban extasiados y jugaban con ella: con sus aros grandes como juguetes, con la brillantina del maquillaje. Jugaban como en un cuento imaginado por Silvina Ocampo. O por Marosa. Jugaban como se juega con una muñeca de pelo irracionalmente rojo o con un hada de verdad. Creo que no fue otra la fascinación que sintieron tantos fotógrafos por retratarla. (Algún día habrá que reunir esos retratos, que atraviesan estilos y años también intensos.) La actriz que soñó ser cuando niña terminó por emerger en esas fotografías desde donde nos mira grave y en la fascinación operística de sus recitales. Quien no la vio, no ha visto nada. Transitó por la vida como quien atraviesa un escenario. Supe que cuando Julián Murguía inició una serie de entrevistas a escritores que se filmaban en sus casas, Marosa eligió hacer la suya en el Museo Romántico. ¿Era el humo del Sorocabana -como me dijo el día que la conocí- lo que le daba a ella un escenario de misterio, o fue ella, pitonisa, quien supo darle algún relieve a esos bares cansados?

Fermín Hontou la dibujó una vez en la habitual tinta negra de las caricaturas, pero agregando al dibujo las indicaciones técnicas del color: las flechas se multiplicaban y la caligrafía prolija de dibujante recomendaba "rojo magenta", "fucsia", "verde...": Marosa le pidió que se lo regalase.

Se dice de los escritores, siempre, que "nos dejan la palabra". Pero esta vez las imágenes no cesan. Marosa en tecnicolor. Aparece Levrero en mi computadora y me escribe lacónico que "la conocía lo suficiente para quererla" y también que una vez se cruzaron en una reunión y... "me dijo 'Levrero...', mientras me recorría y casi arañaba la mejilla izquierda con una uña larga, rojísima y afilada. Nada más, pero la impresión me dura hasta hoy".

Una erótica nunca vista. No es el momento, no será posible, repasar su poesía, evaluar su legado, revisitar su perturbadora imaginación, decir su novedad radical y al mismo tiempo desenterrar las ocultas tradiciones.

Sirve quizás el descargo de que su poesía ha sido asediada desde siempre y sin pausa, desde el temprano entusiasmo de Ángel Rama hasta el reconocimiento de hoy. Sirve saber que la canonización está hecha, que Marosa es una poeta de culto en Buenos Aires y en México y que todos los astros de sus quintas indican que esa pasión de iniciados seguirá expandiéndose orgullosa por el planeta. 


Desde Misales, en 1993, el universo marosiano fue perturbado por el casi copamiento de lo erótico. Ese énfasis trajo más "prosa" a su prosa poética, más narración. Ahora contaba historias, historias de deliberado, intensísimo sexo. Fueron los relatos eróticos de El camino de pedrerías, la novela Reina Amelia, las nouvelles de Rosa mística.

Nadie ha hecho en nuestro idioma nada parecido. Mientras la literatura erótica convencional se agota en las finitas combinaciones de parejas y en los lugares pasibles de penetración que estas combinaciones proveen, Marosa ha creado una sexualidad que no depende de los cuerpos sino de las emociones y los deseos infinitos y eternos como la imaginación. Recuerdo que una vez, ante la publicación de uno de estos cuentos en un diario, un hombre se había obsesionado y la buscaba con desesperación. Pienso que acaso, al igual que los niños en aquel fin de año, ese hombre insoportable supo que, de un modo absoluto, no había límite entre la obra y su creadora.

En su nuevo último libro, La flor de Lis, recién publicado en Buenos Aires, aparecen otros motivos: la presencia de la enfermedad, el médico y la despedida. La despedida. Démosle, una vez más, la terrible palabra:

"Estaba tendida en la camilla, lacia y levemente arrollada. Blanca. Ojos de precipicio, que entornaba sin darse cuenta, acaso huyendo de la luz, de los atractivos. Le preguntó:

-¿Sangra... habitualmente?... ¿Desde cuándo...? 

Ella movió apenas los labios.

-Bien... veremos. Álcese un poco la ropa.

El consultorio estaba en total silencio. Se oía un tic tac, sin embargo. 

Después de unos minutos apareció el sexo entre vellones rojos, rubios, negros. El médico buscó el pequeño agujero, y le insertó con sumo cuidado un adminículo delgado con espejo que indagó en un más allá misterioso, por varios segundos. Al retirarlo se oyó un leve tic, un levísimo fru fru, un rumorcito que no era de este mundo ni de ninguno. Ella se acomodó, se amorató, quedó como una cereza, y volvió a ser marmórea y única. 

Él se alejó y tomó una libreta en la que garabateaba caracteres en rápida seguidilla, el ceño preocupado, mientras le dijo:

-Vístase. En menos de lo que silba un mirlo, al volverse, la vio de pie, tacones, trajecito, perlas, como si nunca hubiese estado acostada, diciéndole:

-Sé que es grave... ¿Es muy grave...? 

Él vaciló:

-Bien, veremos, vuelva dentro de... diez días. Las pruebas...

El adminículo había salido tinto en sangre. Ella lo vio de lejos. Le tendió la mano, se dieron las manos. En vez de abrir la puerta, él dijo: 

-Si se va se termina el mundo.

Ella le contestó:

-Si. 

Se abrazaron. En el abrazo la melena de ella ondulaba como si fuese autónoma. Ella sentía eso, y algún coágulo que se le deslizaba, grueso y suave como una ciruela, desde la matriz a la braga y casi al suelo". 

Esa voz de Marosa

¡Marosa!, clamaban, ¡Marosa! ¿dónde estás? 

Por aquí, decían. Por allá, sobre las casas, las terrazas,

sobre los techos de espuma y de jacinto. Luego decían,

no, por aquí, en el placard orlado de terciopelo

como un estuche de Bizancio, ¿dónde estás?

¿estás ahí? Estaban seguros, llamaban: ¡Marosa!

y abrían las cajas con secreto, y los párpados irisados

del espejo, las diminutas venas de las lapiceras,

y abrían hasta las ranuras de nácar del Gran Libro

y volvían a llamar: ¡Marosa!, ¡Marosa!, ¿dónde estás?

por aquí, buscaban inquietos los mayores y los niños,

por aquí, frío, frío, tibio, frío, más ahí, detrás,

entre los brazos del candelabro, sí, por ahí, sí,

debajo de las uvas, tibio, tibio, ¿dónde?

¿dónde?

se oía una voz incitante, un Elfo aéreo, envolvente,

que se iba y venía y merodeaba, parecido casi al rumor

del viento entre las hojas de un bosque sombrío.

Por ahí, dijeron los elegidos, por aquel lado del mundo,

y todos, alucinados, se pusieron a escuchar.

Amanda Berenguer, abril-mayo 1995.