La vida es un bar | La vida es un bar 17 Oct 2008

El periodismo libertario

El País | Montevideo | Álvaro Buela

 

ALLÁ POR LOS AÑOS ochenta, mucho antes de que el periodismo ingresara en la fase políticamente correcta que atraviesa en la actualidad, el argentino Enrique Symns ya explicitaba las limitaciones de su territorio y las trampas de su práctica. Lo hacía, paradójicamente, haciendo periodismo. O, si se quiere, meta-periodismo. Se lo permitía un medio tan autárquico y fermental como Cerdos & Peces, la revista que había creado a su medida -esto es, la medida del libertario- con el único propósito de ejercitar la desobediencia, ese derecho humano tan poco frecuentado.

En el crudo diseño de sus páginas, impresas en porfiado blanco y negro, Cerdos & Peces aglutinaba la cultura punk y rock, el periodismo gonzo, la poesía maldita, la literatura de choque, la crónica del margen y la agitación cultural dentro de un collage que, a pesar de su heterogeneidad, nunca perdía su eje, su coherencia, su actitud. Había nacido como suplemento de la revista El Porteño, de la que pronto se independizó para iniciar un periplo fragmentado por sucesivas censuras que, lejos de disuadirla, afirmaron su naturaleza de culto, incluso entre los (muchos) seguidores que tenía en Uruguay.

PASIÓN DISIDENTE. Allí Symns oficiaba de redactor todoterreno. Secundado por un par de cómplices (Vera Land, Tom Lupo), se enmascaraba detrás de seudónimos varios, ejercitaba diversidad de géneros con envidiable soltura, inventaba entrevistas, editorializaba contra los poderes públicos y privados, pergeñaba mitos y leyendas del bajomundo y, de vez en cuando, despuntaba el vicio de narrador. En todas esas facetas exhibía una intuición aluvional para la escritura y desplegaba los múltiples intereses adonde lo había llevado una formación cien por ciento autodidacta, de la filosofía alemana a la antipsiquiatría anglosajona, y de la literatura erótica a Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, banda que apadrinó por años hasta una traumática separación.

"Descubrí el periodismo caminando", dijo en 2004 a Rolling Stone, dentro de una entrevista que, como todas las que brinda, desbordaba verborragia confesional. "Descubrí que soy un narrador, un antropólogo de la vida cotidiana, por decirlo de alguna manera. Mi ámbito fue siempre lo cotidiano, no el campo social, el político o el artístico. Tengo una especie de capacidad innata para describir, para prestar atención". El autorretrato hace justicia sólo en parte. A la indudable capacidad para apresar en el texto el latido de lo urbano, o suburbano, habría que sumarle la seducción con que ha ejercido siempre la función de performer apocalíptico, de chamán de los abismos, en lo que sería una síntesis activa entre los autores que admira (Nietzsche, Burroughs, Bukowski) y el monologuista público que una vez fue.

Lo que seduce es, antes que nada, la cualidad emocional de casi todo lo que escribe, en particular el romanticismo desmelenado que se cuela por sus análisis de la alienación -por no decir la estupidez- inherente al individuo masificado, institucionalizado, consumista y satisfecho. Pequeños y rabiosos, esos artículos apoyan su (dolorosa) lucidez sobre una retórica vertiginosa y un lirismo que, cuando no desbarranca en su propia parodia (y casi nunca lo hace), deviene indefectiblemente en una poética del desasosiego. Aún hoy, desempleado y marginado por el circuito cultural porteño, Symns mantiene viva la llama del disidente y cualquier pretexto le resulta válido para activarla.

Como Cerdos & Peces desapareció hace años, sepultada por la economía menemista, y él ha sido declarado persona non grata en Chile -donde se radicó posteriormente y fundó el excelente quincenario The Clinic-, en los últimos años se afincó en Argentina y se abocó a una escritura más autobiográfica y testimonial, de la que surgieron las memorias de El señor de los venenos (2004) y los relatos de Big Bad City (2006), retomando una línea de picaresca hard que ya se plasmaba en su primer libro, La banda de los chacales (1987). Ahora El Cuenco de Plata publica La vida es un bar, una recopilación de artículos escritos entre 1982 y 2002, casi todos de la época de Cerdos & Peces, que ya había conocido una primera edición chilena.

VIVIR MATA. En el primero de los prólogos, devolviéndole el favor por aquella biografía de 1995, Fito Páez celebra la multiplicidad de heterónimos del implicado, "todos y cada uno de ellos escamas de una misma piel, desmenuzadores de nada, Hammets (sic) de sí mismos: todos ellos Enrique Symns a través del tiempo y de los bares". En el segundo, más sustancioso, Vera Land señala la vigencia de los textos que reúne el libro, muchos de ellos escritos veinte años antes en el fragor del cierre o a pedido expreso de un editor, y al pasar realiza un apunte significativo sobre el desplazamiento simbólico que ha ocurrido en el periodismo: "Es probable que los actuales estudiantes de comunicación quieran ser periodistas pero antes no era así; las personas que estaban en las redacciones querían ser escritores, el periodismo era el atajo, o al menos eso se pensaba".

Obviamente, Symns pertenece a esa generación en que el periodismo era una transacción provisoria, no un fin en sí mismo. Al acecho estaba el narrador, "el antropólogo de la vida cotidiana" o cualquiera de las máscaras disolventes que utilizara para traficar la ficción, la opinión o la memoria. De las cuatro partes en que está dividido La vida es un bar, apenas la primera responde a un abordaje más o menos convencional de sus materiales, entendiendo por "convencional" apenas el ejercicio directo y explícito del criterio analítico del autor sobre un tema, un autor o un acontecimiento. Por lo demás, ni los soberbios exámenes del concepto de patria, ni el rescate del humor de Borges, ni el sentido retrato de Jack Kerouac, ni -mucho menos- la defensa moral de las prostitutas tienen siquiera una pizca de convencional.

De los textos ficcionales que conforman la segunda parte, dos de ellos ("El complot" y "Las aventuras de Lechita") continúan la saga de delincuentes de poca monta iniciada en La banda de los chacales y, aparte del desparpajo y el buen oído para los diálogos, no trascienden el pintoresquismo de sus personajes. En cambio, la lectura de "1999: el asalto a Buenos Aires" (publicado por entregas en 1988 en el desaparecido diario Sur) supone una sorpresa: al imaginar una distopía en que el Interior del país se lanza en hordas vengativas contra la Capital, Symns profetizaba dos décadas antes el enfrentamiento entre la ciudad y el campo que este año explotó en la sociedad argentina. Tal vez el periodista nato sea un escritor limitado, pero nadie negará su afinada antena para captar los conflictos latentes de su país.

En la tercera y cuarta partes emerge el mejor Symns, o sea, el inflamado predicador de los excesos como acceso a la sabiduría, el filósofo callejero que declara a los bares zonas liberadas, y el violento detractor de los mapas, los sistemas y los aparatos represivos del Estado. Las estrategias varían (una entrevista a un falso psicoanalista renegado, una exposición "científica" sobre una conspiración extraterrestre, un poema intoxicado, entre otras) y todas resultan válidas para la subversión del lenguaje y las conciencias. El punto de Symns está en demostrar, una y otra vez, algo tan simple y negado como que "la vida es la locura de la materia", manifiesto en un ensayo del "Lic. José Luis Galeano" (uno de sus seudónimos) a través del comportamiento de una célula.

"Si la célula está viva, podrán observar la locura que la constituye. Verán también la dicha de esa locura. Verán que toda su danza, su movimiento, su búsqueda, es el intento alucinado de realizar algo imposible: dejar de estar sola".

Vale la pena sondear en esa locura vital en un momento en que el Uruguay ha sido tomado por una policía sanitaria empeñada en alejarnos de la muerte a cambio de hacernos morir de aburrimiento.