Confesiones técnicas 13 Nov 2022

En la piel de un chico de la calle

Radar | Página 12 | Pier Paolo Pasolini

 

Recordando ahora, después de algunos meses, los días en los que hice el papel de Monco, la primera sensación que experimento es el fastidio por las ropas sucias, ensuciadas artificialmente antes, precisamente por nosotros, sucios. Eran dos, si no me equivoco: uno que llevábamos en la primera escena de la Liberación, y otro que llevábamos después. Este último con un brazalete tricolor en el brazo, en la primera fase de la posguerra. Único indumento, ese brazalete, que me calzaba de buena gana.

Entiendo ahora ciertos caprichos de los actores que antes me parecían inconcebibles y estúpidos: por ejemplo, justamente, este de la ropa. Me fue imposible usar pantalones y camisas que me hacían ver excesivamente desgarbado, y experimentaba una fuerte simpatía o antipatía por el vestuario. Sentía claramente in corpore vili, es decir en mi propio cuerpo, que la identidad personal del actor cambia, que para el público el actor, realmente, se vuelve el personaje, y que el juicio sobre este último, se vuelve el juicio sobre el primero. Por esto, intuitivamente, amaba tanto ese brazalete tricolor: signo de que yo era partisano y antifascista, además de bandido. Los bandidos siempre son simpáticos, es verdad; de cualquier modo, en este caso sentía fuertemente la exigencia de ser muy distinto de aquel signo que evocaba sin posibilidad de equívocos la Resistencia.

En suma, yo ya no era Pasolini sino Leandro, el Monco, y el juicio sobre Leandro el Monco se volvía un juicio sobre Pasolini. Los extras y figurantes, en el acto mismo en que se filmaba, ya llevaban a cabo dentro de sí, -yo lo sentía- esa operación de traslación de identidad. Cuando terminaba el parlamento: “De ahora en adelante mi patria es la panza, esa es mi patria”, voces alrededor me decían “Coraje, Leandro”. Eran extras inmóviles, hipócritas y sacrílegos, con ciertas caras de viejos agrietadas, cortajeadas por el sol y los ayunos. Ese “Coraje, Leandro” era dicho con simpatía. Lamentablemente mi parlamento simplista (gritado por los norteamericanos, en el acto de arrancarme del brazo el famoso brazalete tricolor) había encontrado profunda consonancia en esas almas de viejos lobos cinematográficos, subproletarios, en lucha por la comida. Eso, vilmente, me consoló. Me arrancaba el signo de la Resistencia del brazo, es verdad, pero enseguida el vacío de simpatía era sustituido plenamente por otro tipo de simpatía: terminaba de ser un bandido partisano y me volvía un pillo cualquiera. ¿Debo confesarlo? Pero eso, en los estratos más profundos del alma, me alegraba. Traicionaba, por infame narcisismo de actor, el narcisismo precedente, un poco más noble… Bromeo: de todos modos debo decir que experimenté concretamente qué significa la relación que un actor tiene con el público; profundamente distinta de la que tiene un director o un escritor. Es mucho más difícil, para un actor, ser lo que el público no quiere que sea.

Mi ropa, entonces, con el paso de los días y de las semanas, olían cada vez más a polvo; el polvo de Pietralata y de los estudios de filmación. Un olor inhumano, totalmente árido. ¿Cómo puede ser que recuerde solo esto? ¿Toda la experiencia, aunque haya sido breve y marginal, se reduce a un poco de olor a polvo? Bueno, probablemente no, pero este síntoma no carece de significado. La sensación de aridez, de todos modos, se debía por cierto al hecho que no he expresado; probablemente yo veía al Monco de un modo, Lizzani de otro y el operador de otro distinto. Estos elementos se fundieron mecánicamente, y lo que salió de eso fue ese Monco que ven en la pantalla, que no soy yo, pero que se proyectará sobre mí, tratando desprejuiciada y prepotentemente de integrarme. Por suerte no se trata de un verdadero personaje sino, digamos, de una figura. Y entiendo entonces que Lizzani la haya dejado nacer un poco automáticamente, aceptando la superposición y el sucesivo fundirse de los elementos que por una serie de incidencias la forman.

¿Volvería a actuar? Tal vez sí, naturalmente si el director fuese un amigo mío, como los demás actores. Hacer de actor es como tomarse vacaciones: esta es la razón. Se llega a la mañana temprano al lugar, y así como uno llega se siente privado de responsabilidad: pasan las horas, las mañanas, las tardes, y uno sigue allí, esperando que llegue el momento de decir sus parlamentos; y cuando este momento finalmente llega, uno escucha pacientemente al director y al operador, que te dicen dónde tienes que ponerte, a dónde debes mirar, qué pasos debes dar, cómo debes hablar. Luego vuelves a esperar. Tu jornada ya no es más tuya, es de los demás; tú ya elegiste, no tienes otras elecciones que hacer: las hacen los demás. Y tú, trabajando así, descansas, en ese agudo, ardiente olor a polvo.

 

Este texto de Pier Paolo Pasolini publicado en 1960 acerca de su experiencia como actor de cine, está incluido en el volumen Confesiones técnicas y otros escritos sobre cine con edición, traducción y prólogo de Guillermo Piro, que acaba de publicar el Cuenco de plata.