Muñecos chicos 05 Abr 2006

Una gran historia en formato pequeño

El Ciudadano | Virginia Giacosa

 

Muñecos chicos, el segundo libro de Pedro Lipcovich, escritor y periodista del diario Página 12, es una buena invitación para indagar acerca de las bondades de lo breve. Minicuento, microficción, textículo, cuento súbito, son algunas de las acepciones con las que se conoce a esta línea de escritura en las que se inscribe el universo de formas lacónicas que componen este volumen.

Este género literario –considerado muchas veces menor– cuenta con una rica historia en las letras hispanoamericanas. Aunque cualquier enumeración puede resultar ineficaz, se incurrirá aquí en la cita de algunos de los referentes de esta narrativa: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Augusto Monterroso. Este último, el autor del texto más breve y por ello más conocido de la literatura hispanoamericana, “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Lipcovich nació en Buenos Aires en 1950. En 1989 publicó su primer libro de relatos cortos El nombre verdadero (Puntosur) y unos 15 años después se divulgó su segundo libro. Como en el anterior, se refleja la rara habilidad de un escritor casi en sombras, que en este caso profundiza todavía más aquellas técnicas de una escritura en miniatura, casi bonsai, que entre otras cosas cabe en el espacio de una página. En todo caso, la longitud es insuficiente para caracterizarlo. La brevedad característica de este tipo de cuento es, en realidad, una cualidad subordinada de otra más importante: la concisión.

La selección publicada en Muñecos chicos condensa 49 cuentos cortos –en su mayoría no superan la página y media– que encierran los elementos principales de este género no del todo clasificable: el humor negro y la ironía. En un apretado número de caracteres el escritor y periodista se vale de las herramientas de este arte pigmeo para narrar como en fragmentos un conjunto de historias fabulosas y fantásticas que están más próximas al epigrama. Los relatos de Lipcovich se dejan leer en los intersticios que produce el destello de un abrir y cerrar de ojos o en el hilo de luz que se filtra por la ranura de una persiana. Son fugaces pero a la vez inolvidables.

El dolor de un niño que dibuja el momento en que sus padres le queman su silla de mimbre y el aterrador gesto de la madre ante la representación perfecta de esa rama ardiente. Acerca de los enanos –”Horror Puro”–, sobre un amor desaforado y no correspondido –”Dulces y tortas”–, la historia de un padre que instiga a los hijos a que cuenten un pecado antes de sentarse a cenar y como ejemplo revela que le pagó a un adolescente para que lamiera las migas de la mesa de un bar –”Las migas”–, el hombre que saca de su cuenta bancaria todo el dinero para una mujer que pide en la calle más por delirio que por simple caridad –”Los Mendigos”–, la salida de un bar a escondidas de una niña y un hombre mayor que le promete un tesoro prohibido –”La joya”–; y los desdenes de una joven contrabandista de esmeraldas que entre las fronteras de Bolivia y Argentina un día no pudo digerir una de esas piedras preciosas –”La esmeralda perdida”–.

Como si se tratara de las partes de un recuerdo, las huellas de una imagen onírica o la captura indiscreta y curiosa de lo que se mira detrás de una cerradura –quizás esto le venga de su tarea periodística–, Lipcovich es preciso de una manera casi minimalista y sin hacer uso de excesos. Con sesgos de una escritura kafkiana, las historias cabalgan entre el cinismo y el sarcasmo pero no por eso dejan de mostrar rasgos de magistral belleza. Son tan cortas y tan intensas que se ajustan a las pulsiones de la vida.

Aunque la existencia de la minificción se remonta a las primeras décadas del siglo XX y a los movimientos de vanguardia, también se caracteriza por ser la versión en prosa del haikú oriental. Y si el microrrelato es a la literatura lo que el haikú a la poesía, las miniaturas de Lipcovich se emparentan, ¿porque no?, con aquellas historias de Yasunari Kawabata que “cabían en la palma de una mano”.

En ese sentido, la narrativa mínima de Lipcovich tiene una máxima concentración de poesía y pensamiento. Con los mismos trazos incompletos de un apunte es una escritura que más que abierta es inacabada. Habla a partir de lo que calla, hace silencio, y por eso mismo permite al lector –más que cualquier otro– rellenar esos espacios en blanco.