Muñecos chicos 23 Nov 2005

Miniaturas para perplejos

La Voz del Interior | Demián Orosz

 

Las contratapas suelen ser tan elogiosas como mentirosas. La de Muñecos chicos (El cuenco de plata), escrita por Juan Sasturain, es una refutación elocuente de esa artimaña. Sasturain dice que este libro de Pedro Lipcovich contiene una serie de relatos literalmente “extraordinarios”, que hay algunas “obritas maestras”, que el lector se encontrará con un narrador tan inteligente como para que no se le note. Y todo eso es verdad.

En Muñecos chicos hay padres que le queman a su niño la sillita de mimbre, hay ciudades de hormigas que reconstruyen una y otra vez torres que no sirven para nada salvo para demostrar la existencia de Dios, hay sacerdotes que quieren leer el futuro en las entrañas de un cabrito. También hay momentos de horror puro: “Hasta los 8 años cumplidos, cuando su crecimiento se detiene por completo, los enanos son iguales a los demás chicos, pero ya desde los 6 algo les revela que serán diferentes”. Y también hay un mundo de muñecos que juegan a los muñecos y las cosas se complican: un soldadito, veterano de guerra, decide atacar a una bebota blanda que, sin embargo, lo triplica en tamaño.

Breves, algunos brevísimos como para caber en media página, los relatos de Lipcovich son tiernos, inquietantes, audaces y al mismo tiempo dueños de una intensidad clásica. Son miniaturas trabajadas como un mecanismo de relojería para un mundo que cualquiera puede reconocer, hasta que suena la hora de la perplejidad.