Cronenberg por Cronenberg 12 Mar 2021

David Cronenberg, ese bicho tan raro

Revista Ñ | Gabriel Sánchez Sorondo

Una colección de entrevistas recorre la excéntrica filmografía del director de La mosca, El almuerzo desnudo y Crash.

 

En 1976 contraje un virus audiovisual. Sucedió en el cine (…) habíamos sido expuestos a una película llamada Escalofríos”, relata Martyn Steenbeck respecto de Shivers en el prólogo de estas páginas. Steenbeck fue un psicólogo y cineasta que, según se aclara en desconcertante nota al pie “murió por auto-inmolación en 1988”. Más allá de tan dramático final, sin duda es alguien capaz del lenguaje oportuno para definir la Experiencia Cronenberg: “El dolor radica en su incipiente melancolía; el placer en su absoluta integridad; el disfrute en su perverso y necesario sentido del juego y el humor. Y el consuelo en su efecto catártico”.

Por su parte, Chris Rodley –editor y mentor del libro– completa citando a Martin Scorsese, que fue categórico: “Cronenberg es el siglo XX, el último del siglo XX”, se pronunció el director de Taxi Driver cuando corría aún el siglo pasado.

Más allá de los rutilantes nombres satélite –que incluyen elencos con Christopher Walken, Rossana Arquette, Martin Sheen, Juliette Binoche, Ralph Fiennes, Julian Moore, Jude Law, Isabelle Adjani, Mia Wasikowska, Naomi Watts, y su reciente actor fetiche, el cuervo Viggo Mortensen– es la voz del propio director –invocada en el tautológico título– la que importa, aquí frecuentemente ampliada a temas superadores respecto del género audiovisual, e incluso respecto del arte.

“Siento mucha empatía por doctores y científicos. Pienso que soy uno más de ellos al emprender mis films. Aunque puedan parecer trágicos y dementes no me parece que jueguen con elementos sagrados. Hay que creer en Dios para afirmar que el hombre no debería saber ciertas cosas. No concibo nada que el hombre no pueda conocer (…) cada persona es un científico loco y el mundo es su laboratorio”, explica el realizador maldito en la primera entrevista que leemos de las siete compiladas en el libro, realizadas por el propio editor Chris Rodley entre 1984 y 1993.

El volumen es atractivo desde lo biográfico, desde lo cinematográfico y también, se diría, desde lo político, en términos estéticos. Porque quien habla es uno de esos cuyas películas no resultan casi nunca indiferentes. Entre los espectadores hay quienes “contraen el virus” con gozo o quien se siente físicamente agredido por lo que ve e, incómodo, se retira de la sala.

En este aspecto, David Cronenberg juega con fuegos similares a los de Peter Greenaway, Pier Paolo Pasolini, Rainer Werner Fassbinder o el local pero internacional Jorge Polaco; todos ellos se meten con lo más difícil de hoy y de siempre: no las almas, sino los cuerpos. De esa carnalidad tratan sus paraísos e infiernos. Y aquí, ese asunto resulta omnipresente.

En cuanto a lo personal, encontramos información que sorprende. Nos enteramos, por ejemplo, de la relación precoz del director canadiense con la ciencia, de su interés infantil por lo biológico en general, lo cual explica en parte esa fascinación estética por lo orgánico –otros dirían fisiológico, o hasta monstruoso– en sus imágenes e historias.

Despuntan, desde luego, sus opiniones sobre el cine: “Hasta cierto grado entendía lo que pasaba con Stanley Kubrick: estaba obsesionado por la tecnología. Me preguntaba por qué había tanto estabilizador de cámara en El resplandor (…) La Steadicam era un juguete nuevo. En Barry Lyndon Kubrick se concentró en filmar escenas con candelabros auténticos y en modificar lentes de fotografía aplicándolos a las cámaras. Pero ¿Por qué? ¡La ilusión está bien! Es lo deseable. La realidad es absolutamente irrelevante”.

El incomodador profesional que quería ser novelista y finalmente lo fue con Consumidos (Anagrama, 2016) cambia de formato pero no de melodías; escribe como filma. Aquella novela aborda el cáncer, la adicción, el masoquismo, la autofagia, la tortura, la sumisión y un potencial femicidio.

En definitiva, las mismas notas que bien supo llevar al cine en títulos como Shivers Crash (escritos por él, la segunda a partir de la novela de J.G. Ballard) o La moscaEl almuerzo desnudo (adaptación de la novela de William Burroughs), Spider, entre otras gemas extrapoladas al celuloide, potenciadas por su ojo urgente desde textos ajenos que confluyen en un territorio visual áspero.

Por eso es interesante lo que dice Cronenberg respecto de un debate muy actual: “Se presume que una imagen puede matar. Literalmente (…) Así, la sola sugerencia del sadomasoquismo empujaría, por ejemplo, a masas de psicóticos a cometer aquello que nunca habrían hecho de no haber presenciado la imagen. Por eso la calificación de films es legítima en contraste con la censura; es una sugerencia, no una ley. Pero nadie está más particularmente dotado que cualquiera para clasificar un film, y ese es el problema de la censura ¿cómo puede alguien de mi edad, un contemporáneo, ver un film y decir que yo no puedo hacerlo? No lo entiendo”.

Habiendo libros por y acerca de Cronenberg publicados en español, esta edición reviste, sin embargo, un valor agregado en la traducción del argentino Javier Mattio; es grata de leer, fluida, y resuena desde la familiaridad propia de quien, además, está ligado al registro visual.

El libro resulta doblemente testimoniado por una buena cantidad de negativos que el propio cineasta le facilitó al editor. Son más de cien fotografías blanco y negro; fotogramas, escenas emblemáticas, situaciones del backstage, maquetas, dibujos, bocetos de especímenes, el mismísimo director cámara en mano, y otras tantas que, sumadas a la filmografía completa (donde se incluyen largos, cortos, micros para tv y minuciosas fichas técnicas de toda su obra) constituyen un material técnico nutrido en particular para quienes abrazan ese tipo de parafernalia.

Finalmente, más allá de toda información, resulta justo y necesario cerrar estas líneas con una visión cronenbergiana que se repite en este libro de uno y mil modos al expresar la pulsión simbólica por excelencia desde una universalidad independiente de géneros o estilos, con la religiosidad pagana que todo arte merece: “Cuando se filma, es necesario creer (…) Hacer una película es un acto positivo, la variante de un acto de fe”.

Cronenberg por Cronenberg, Ed. por Chris Rodley. Traducc. Javier Mattio. El cuenco de plata, 288 págs.