Los chicos salvajes 17 Feb 2018

Mirando la manada de muchachos

Revista Ñ | Ezequiel Alemián

En Los chicos salvajes, de William Burroughs, impera lo destructivo como gesto político.

 

Lleva casi ciento cincuenta (de doscientas) páginas hacer pie en esta novela ejemplar de William Burroughs. Hay cientos de maneras de contar cualquier cosa; la manera en que Burroughs cuenta Los chicos salvajes se descubre de golpe, y no porque no hubiese habido indicios. Todos son indicios, en Los chicos salvajes: indicios de pertenencia a un mundo que no se conoce, y que a través de ellos se construye. Una ciencia ficción de la antropología. Ciencia ficción no por futura (temporalmente las acciones de la novela transcurren en el presente), sino por lo científico. La ciencia sí es futura, es la especulación de una ciencia, su ficción. ¿Cuál es esa ciencia?

Burroughs construye un artefacto. Lo exhibe. La novela es la exhibición de ese artefacto, de su funcionamiento. Lo que se narra, a nivel indicial, es el descubrimiento de ese artefacto. Designaciones, nombres, siglas, mayúsculas, falta de puntuación, incrustaciones verbales, elementos recombinados: significantes de un sistema de signos sin sujeto. La paranoia no lo cubre todo, también hay zonas que funcionan como remansos entrópicos. Paranoia y entropía tejen y destejen los relatos que pululan en Los chicos salvajes. Relatos que suceden a relatos, relatos que están incrustados en relatos, relatos que no terminan de conformarse pero igual son relatados.

La novela comienza contando lo que se ve a través del ojo de una cámara que filma a vuelo de pájaro por las afueras de la ciudad de México. “Chicos salvajes en las calles manadas completas malvados como perros hambrientos. Mi contacto en Marrakech me prestó amablemente dos buenos nubios y me buscó un lugar de residencia apropiada”, dice el libro en la página 55.

Pantallas más drogas más sexo. Hay mucho sexo entre muchachos en Los chicos salvajes. Burroughs es un libertino. El sexo en su libro es directo y rápido. El deseo nace de la nada.

Burroughs ha sido siempre considerado un beatnik. Pero hay una inmensa diferencia de concepción de la literatura entre el rollo interminable en que Kerouac escribió sin parar En el camino y el recorte y pegado, siempre interrumpido, del cut-up de Burroughs. Como si Burroughs hubiese cortado justamente el interminable rollo de Kerouac. Mientras los beatniks escriben su interminable despedida, Burroughs ya se ha ido: es un facteur, un montajista.

¿Qué pasaría si la novela no exhibiera su artificio, ese mecanismo que la produce y justifica? Si todo el libro fuese una sucesión de textos inconexos, inverosímiles, mutilados, un collage sin sistema, ¿sería un libro más extremo o un libro fallido? Qué es lo que se juega en esa diferencia es quizá la principal pregunta que el libro se plantea en esas primeras ciento cincuenta páginas, y después.

En su introducción a La revolución electrónica, Carlos Gamerro sugiere tres momentos políticos en la obra de Burroughs: uno primero, “de diagnóstico” (Yonqui, Queer, Cartas del yagé y El almuerzo desnudo), uno segundo “netamente destructivo” (Nova Express, la misma La revolución...), y uno tercero, “utópico” (Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos, Las tierras de Occidente). Los chicos salvajes pertenecería al segundo de estos momentos.

De La revolución electrónica: “Algunos de los chicos salvajes no hablan. Otros desarrollan gritos, canciones, palabras que usan como armas. Palabras que cortan como sierras eléctricas. Palabras que vibran y convierten las entrañas en gelatina. Palabras raras frías que caen como redes congeladas en la mente. Palabras que son virus y se comen el cerebro hasta convertirlo en hilachas que musitan”.