Los chicos salvajes 05 Feb 2018

"Los chicos salvajes", de William S. Burroughs: la imaginación al poder

La Voz del Interior | Javier Mattio

Los chicos salvajes es una obra de transición del autor estadounidense, entre el relato y la experimentación. Tiene como eje a una turba de jóvenes rebeldes.

 

Icono reptante, parasitario y único de la contracultura del siglo 20 y más allá, William S. Burroughs (1914-1997) es tan nítido en sus huellas como camaleónico en sus escritos e intervenciones: las drogas, la homosexualidad, la subexistencia en la periferia del mundo, la rebeldía mítica y mitológica, la socioparodia irreverente y el experimento corrosivo con el lenguaje acusado de virus se repiten en libros disímiles, discontinuos, de lógicas a menudo opuestas que trazan una improbable línea bibliográfica: las novelas realistas y autorreferenciales Yonqui y Queer que dejan paso a la expedición narcótica de Las cartas del yagé, la sátira surrealista de El almuerzo desnudoque enlaza con las trilogías cut up Nova y western-cósmica Del Espacio. Tales bloques acumulan en sus intersticios sedimentos renuentes a la clasificación y contabilización (guiones, óperas, álbumes de recortes, grabaciones, pinturas) tanto como una vasta serie de libros.

El recientemente rescatado Los chicos salvajes (1971) es en ese sentido una obra de transición, un oscilar entre el relato reconocible y el pastiche asociativo, el cuento y la novela, el fragmento y la totalidad. Las marcas de Burroughs están aquí presentes como un torbellino hilarante, vertiginoso y terrorífico en el que se revuelven diálogos, visiones, anécdotas, refusilos poéticos y trances pornográficos.

Los chicos salvajes extrae su título de turbas clandestinas de muchachos multirraciales diseminados en desiertos y montañas, ciudades y junglas, erigidos en una red global que combate a los agentes represivos del planeta. Armas extravagantes, ungüentos corporales, rituales mágicos, contrabando de sustancias, un idioma común y golpes maestros de guerrilla son los rasgos que imagina Burroughs para su ejército marginal e incorruptible, un ente colectivo en el que implosionan el candor paradisíaco y la furia revolucionaria, la lírica interior y la política exterior, la fantasía de ciencia-ficción y la peripecia bélica.

La libertad extática de Los chicos salvajes es ante todo repitición, consolidación de un trazado, remix de un imaginario. Por momentos la combustión típicamente burroughsiana de cuartos deprimentes, agujas inyectables, revólveres, seres estrafalarios de revista pulp y complots de ultratumba parecen una mera excusa para el regodeo perezoso en extensos pasajes de un erotismo tan explícito como tierno, tan clínico como apasionado, donde el autor estadounidense abunda en excrecencias, fluidos y perversiones que exhiben como protagonistas a sus incondicionales y condicionados efebos.

Pero Los chicos salvajes también atesora excepcionales granadas joviales en capítulos como “Le Gran Luxe”, entrada por la puerta grande a una mansión opulenta en la que se dan lugar menúes báquicos, pasatiempos oníricos, ensambles de épocas, sexo sin fin y alimento para las bestias, una muestra de que el mejor Burroughs puede ser igual de eficaz que sus pupilos.