Clèves 03 Nov 2014

"Armé el libro a partir de mis diarios íntimos"

ADN | La Nación | Débora Vázquez

Entrevista con Marie Darrieussecq. De paso por Buenos Aires, donde participó del Filba, la escritora francesa recuerda su exitoso debut en el mundo de la literatura, y habla sobre el despertar sexual femenino, tema que trata provocativamente en su novela Clèves, su última obra traducida en la Argentina.

 

Irrumpir en el mundo literario con el pie derecho es algo bastante improbable. Marie Darrieussecq (Bayona, 1969) es una de esas improbabilidades. Chanchadas, su primera novela, tuvo en Francia un éxito inmediato, e inaudito en las ventas. Decir que es más fácil seguir escribiendo después de un éxito que de un fracaso parece una obviedad, pero es en realidad una falacia. Lo que un escritor necesita es seguir adelante, sobre todo cuando recién empieza, y Darrieussecq nunca se detuvo. La prueba está en la publicación de una docena de libros, entre los cuales El nacimiento de los fantasmasRespirando bajo el aguaEl bebéZoo Tom ha muerto fueron traducidos al castellano.

Las novelas de Darrieusecq están aferradas a la experiencia sensorial, y en ellas el sexo juega un rol clave. En los mundos íntimos de sus protagonistas la ironía nunca está al margen y lo fantástico puede a veces surgir cuando menos se lo espera. La suya no es una literatura apacible, sino provocadora, cruda, en la que los cuerpos se transforman, habitan su incomodidad, hacen equilibrio –o lo pierden– entre dos estadios. Tal es el caso de Clèves (El Cuenco de Plata), la historia de una pubertad y un despertar sexual que se parece bastante a una pesadilla.

Además de su labor de novelista, Darrieussecq tradujo del latín al francés dos epistolarios de Ovidio, un poeta del que acaso haya heredado el gusto por las metamorfosis, y se reserva un par de mañanas en la semana para ejercer como psicoanalista. La autora de Il faut beaucoup aimer les hommes –título que toma prestado de un texto de su admirada Marguerite Duras– viaja con frecuencia y se siente particularmente atraída por los confines del mundo. De ahí que la Patagonia, en la que se refugió un tiempo tras la repercusión de su primera novela, no le resulte un destino del todo ajeno.

–¿Tiene la fantasía, o siente la presión, de publicar un libro que repita el éxito de Chanchadas?

–La verdad que no, porque sé que eso es imposible. Lo que me pasó a los veintisiete años con mi primera novela es algo que no sucede nunca. Y lo supe en ese momento. Supe que aquello se daría una sola vez en mi vida. Algo parecido le ocurrió a Françoise Sagan con Buenos días, tristeza , un libro que compararon mucho con el mío, no por el contenido sino por el fenómeno en sí. Fue un momento intenso y duro de mi vida, pero me gustó mucho atravesarlo. También sabía que era mi gran oportunidad para dedicarme únicamente a escribir, y desde hace diecisiete años sólo hago eso. 

–Godard había adquirido los derechos de adaptación de Chanchadas , pero nunca llegó a filmarla. ¿En qué quedó aquella historia?

–Ahora está interesada una productora en Hollywood, con la que estamos luchando desde hace seis años. Es muy complicado. No sé si se llegará a algo. Godard habría sido maravilloso. Trabajamos un poco juntos. Él tenía pensado ir por el lado del dibujo animado, lo que hubiera sido una gran idea. Después tuvo una crisis personal y abandonó el proyecto. Me acuerdo de que fue muy elegante a la hora de comunicármelo, porque me dijo que el libro era demasiado bueno para llevarse al cine. Quedamos en buenos términos, pero fue una lástima.

–Tengo la impresión de que Clèves es una manera de volver a aproximarse a Chanchadas. Y no lo digo sólo porque las protagonistas de ambas novelas experimenten una metamorfosis, sino por el modo en que se hace foco en determinados clichés sobre la sexualidad femenina.

–En los dos casos se trata de la historia de una pubertad. Algo que nos sucede a todos: transformarnos físicamente sin poder impedirlo. Padecer eso y a su vez maravillarnos es muy ambivalente. En Clèves quise tratar el tema de un modo más realista que en mi primera novela y agregarle todos los clichés que giran alrededor de la pubertad femenina, de la virginidad, de lo que una jovencita debe ser. Me refiero a todas esas cosas que, en lugar de describir, dan órdenes. Porque cuando se le dice a una chica que es pura, ingenua y sentimental, lo que en realidad se le está diciendo es: "Tenés que ser pura, ingenua y sentimental". Entonces le están prohibiendo ser violenta, llena de pulsiones y deseos, y querer tomar el mundo por asalto, porque supuestamente eso estaría mal visto. Todavía hoy me sorprende que en los foros de adolescentes donde se habla acerca del período en las mujeres o de "la primera vez" sigan apareciendo los mismos clichés de cuando yo tenía catorce años.

–¿Por qué elegir un título como Clèves , cuando la novela es todo lo contrario de La princesa de Clèves? De hecho, la castidad que profesaba la princesa del libro de Madame de La Fayette es lo opuesto a lo que encarna Solange, la protagonista de su nueva novela.

– La princesa de Clèves es mi novela preferida. La leí como treinta veces y siempre encuentro algo nuevo. Para mí no es una cuestión de castidad lo que detiene a la princesa, sino una cuestión de pereza. Es un poco el "preferiría no hacerlo" del Bartleby de Melville. No tiene ganas de sexo, de ser madre, de participar en la corte del rey. Sólo quiere que la dejen en paz. Creo que hay una resistencia al mundo tal como es. Solange es lo contrario. La princesa de Clèves dice no, Solange dice sí. Así y todo creo que hoy y en la corte del siglo XVII, la adolescencia es siempre la misma. Están las mismas ambigüedades. El título es más un guiño que algo basado en la erudición.

–¿Lo eligió antes o después de la poco feliz declaración de Sarkozy acerca de la inutilidad de incluir La princesa de Clèves en los programas de estudio de las escuelas francesas?

–Fue después, y lo hice para molestarlo un poco. Para decirle: "Ves, todavía hay gente que lee ese libro".

–Hay un costado muy documental en Clèves , ¿cómo lo trabajó?

–Armé el libro a partir de mis diarios íntimos de los años 80, todos ellos grabados en casetes. Me llevó tres semanas escuchar esas cintas. Hasta tuve que conseguir un walkman. Mis hijos miraban extrañados. Fue muy perturbador reencontrarme con esa materia sonora: la voz, la campana de la iglesia del pueblo, las ovejas en los prados, las gallinas, y hasta el ruido del teléfono de aquella época, que cuando sonaba me obligaba a parar. La historia de una chica que crece es banal. Lo que me importaba era cómo contarla, y lo hice a partir del punto de vista de una chica de aquel tiempo, con esa mezcla de extrema ingenuidad y de crudeza, esa voluntad de llamar a las cosas por su nombre y la evidente carencia de información fiable sobre el sexo. En fin, todas esas pavadas que nos contábamos entre compañeras y que hoy me resultan tan graciosas. Espero que para el lector también lo sean, aunque en realidad son terribles.

–Al tener todo al alcance de la mano, ¿cómo es que no cayó en la tentación –o la moda– de escribir una autobiografía o una "novela del yo"?

–Es verdad, todo estaba dado para eso, y en Francia se cultiva bastante la novela del yo, pero a mí me atrae más la ficción, porque me permite hacer evolucionar la historia por la vía que me interesa. La mayoría de mis libros son la suma de mi persona y de una vida que no viví. En Clèves hay mucho de mi vida de aquella época. La ficción está esparcida, pero está. Hay un costado muy sociológico en el libro. Es una ventana a los años ochenta y a cómo vivían la sexualidad los púberes en los pueblos de provincia. En mi opinión, un aspecto no muy explorado. Es curioso, por siglos y siglos se le pedía a la mujer que llegara virgen al matrimonio y, de repente, después de mayo del 68 y con la anticoncepción, ser virgen después de los veinte años era algo, como decir...

–¿Algo que daba vergüenza?

–Sí, eso. Es completamente loco. Y después vino el sida. Entonces en quince años pasó algo rarísimo con la virginidad y con la sexualidad, y también para los hombres fue difícil, porque los hombres no sabían qué hacer con nosotras.

–El aspecto sociológico del libro se percibe particularmente en el tratamiento de las clases sociales. Solange, como toda adolescente, está atenta a esas pequeñas diferencias que hacen a las grandes diferencias entre clases.

–Las clases sociales son muy importantes en esta novela, pero vistas a través de los ojos de una adolescente; es decir, sin herramientas políticas. A Solange no sólo le faltaban herramientas sexuales sino también políticas. Todavía no está del todo educada, recién tiene trece años, y me gusta que esto tenga un filo cómico, que ella no sepa bien si es pobre o rica, que no sepa dónde colocarse porque, lógicamente, según con quien se compare, el asunto cambia.

–El retrato que se hace de los habitantes de Clèves los deja bastante mal parados a todos. Teniendo en cuenta que usted nació en un pueblo chico, ¿podemos leer esto como una denuncia?

–Nací en Bassussarry, un pueblito cerca de Bayona que en aquella época tendría trescientos habitantes. Un pueblo vasco, todo blanco, todo católico. Ser distinto era muy difícil. Creo que todavía aborrezco a mis compañeros y a sus padres. Yo era diferente a los demás: leía, no iba a catequesis, votaba a la izquierda. Todos me resultaban bastante estúpidos y brutos. No nos llevábamos bien.

–¿No le parece que el despertar sexual tratado de un modo hiperrealista, como ocurre en Clèves, roza a veces lo pornográfico?

–No diría pornográfico, diría más bien orgánico. Solange trata de focalizarse en lo orgánico porque está aturdida. "La primera vez" es una experiencia extremadamente íntima y a la vez banal. Poner lo orgánico en primer plano es un modo de no dejarse perturbar. Además, en los años 80, los clichés acerca de la sexualidad tenían una forma muy técnica, porque surgían de palabras leídas en los diarios o en los diccionarios.

–Como bildungsroman, Clèves desconcierta bastante. ¿Aprende algo Solange o no aprende nada ?

–Como novelista me gusta explorar esas zonas grises en las que uno no sabe lo que está bien ni lo que está mal, donde conviven el deseo y el asco. Solange está en una de esas zonas y va más allá de su deseo, más lejos que aquello que desea hacer. En algún punto hasta podría decirse que se viola a sí misma. De todos modos, no soy el tipo de escritor que ofrece soluciones. Prefiero que el lector se forme su opinión.

–Una vez dijo que le gustaría saber dónde queda el centro del mundo. ¿No le parece que haber estado en la piel de una adolescente –egocéntrica por defecto, como todo adolescente– es de algún modo haberlo encontrado?

–Ésa es una pregunta que me persigue, y también esta otra: ¿qué hacemos cuando no hacemos nada? En algún lugar quizás se juntan. Pienso que cuando nos encontramos en el centro del mundo podemos no hacer nada porque nos sentimos tan bien. Es muy psicológico lo del centro del mundo. Mientras era niña, siempre me creí en el centro del mundo. Tenía la impresión de estar en un lugar muy completo desde el punto de vista geográfico. Entre el mar y el continente, este y oeste. Al sur estaban España y África; al norte, los grandes bosques. Muy rápidamente lo que quise fui huir del país vasco y visitar el mundo. En París me sentí otra vez en el centro del mundo. Pero también están Londres, Nueva York, las grandes capitales. También acá, en Argentina, hay gente que se siente en el centro del mundo. Estoy muy interesada en eso, pero es una cuestión más poética que real, claro.

–¿En qué fraternidad de escritores siente que podría inscribirse su obra?

–En la de Flaubert, sin duda, por el gusto de la ironía dentro de la novela y el sentido del cliché.

–¿Cuál es la pregunta que más se hace como escritora?

–¿Hago bien en proteger a mis seres queridos cuando escribo? En Francia, por ejemplo, hay gente que publica libros –novelas del yo, en particular– sin ningún límite en términos de pudor. Yo, en cambio, me prohíbo contar ciertas cosas por temor a que pudieran herir a las personas que amo. No me gusta exponer a los otros, pero tampoco me gustan los límites en la escritura. Eso, como novelista, me resulta incómodo. Es por cierto una de las preguntas que me hago y no la tengo resuelta. Pero tengo cuarenta y cinco años, tal vez algún día cambie de idea.