Diálogos del escéptico 14 Oct 2005

El discreto encanto de las cosas prohibidas

El Ciudadano | Redacción

De la divinidad. De la vida privada

 

Sin duda, François de La Mothe Le Vayer no es un nombre familiar en nuestras latitudes. Con la reciente publicación de algunas de sus obras, por primera vez en versión castellana, se puede acceder a textos franceses de comienzos del siglo XVII que preanuncian, bajo una lectura atenta, la revolución que estallará en el lenguaje filosófico europeo poco tiempo después.

Intelectual reconocido en el entorno del cardenal Richelieu, Le Vayer produjo obras edificantes que le valieron un lugar en la Academia Francesa. Al mismo tiempo, a resguardo de la censura y del castigo, integró una sociedad de amigos conmocionados por lo que suele llamarse “la mayor crisis del pensamiento occidental”. Bajo seudónimo y en pequeñas ediciones que circulaban entre allegados, publicó una serie de diálogos que adscribían al escepticismo como concepción alternativa del pensamiento oficial, caracterizada por un constante espíritu de duda que rechazaba las opiniones definitivas o dogmáticas.

Con los diálogos, Le Vayer practicó un género que ya contaba con una larga tradición filosófico-literaria, pero que asimilaba en su caso características de otro género recientemente fundado: el ensayo. Con él compartiría la oposición al dogmatismo, la idea de verdad como búsqueda y no como posesión, la íntima relación entre vida y pensamiento, la imposibilidad de disociar placer, sensualidad y sensibilidad del uso de la razón. Se diferenciaría, sin embargo, en el modo de asimilar el pensamiento de los otros. Si en Montaigne se “cita de memoria”, es decir, a través del filtro de la propia subjetividad, Le Vayer, como marca de erudición, poblará sus textos con numerosas citas, tal como se reproducían en su lengua original (en esta edición debidamente traducidas y anotadas por el investigador Fernando Bahr). Con una lucidez y una falta de ingenuidad que connotan su modernidad, los diálogos siembran pistas de lectura apoyadas en autores, tradiciones y pensamientos del pasado que resignifican la propia obra. Esa sobreabundancia de citas, que trazan toda una historia de la filosofía que incluye a autores no canónicos o una enciclopedia que involucra a numerosos viajeros o cronistas del mundo no europeo, pareciera fortalecer la propia línea argumentativa de los textos. Sin embargo, el efecto provocado es otro: el hilo argumental se resiente, se desborda. Las mismas palabras de Platón, Aristóteles o Santo Tomás, atravesadas por el tiempo, devienen otras, y socavan el mismo edificio filosófico que ayudaron alguna vez a levantar. De este modo, un problema de pensamiento se vuelve un problema de escritura. Desde la imagen sobre Aristóteles que “arrojó mucha arena a los ojos de quienes debían leer sus escritos” hasta alusiones más directas como las de Epicuro, quien nombraba a los dioses, en quienes no creía, para “eludir la indignación del pueblo”, Le Vayer practica una escritura cifrada que decepciona las tesis sobre las que argumentan sus textos, y que obliga a su deconstrucción.

Este pensamiento que se teje al calor de las comidas fraternales y de la sobremesa, se empapa de esa atmósfera culinaria, que nutre una poética del paladar y del gusto, donde la filosofía es “una miel muy dulce” que sólo debe ser probada “con la punta de los dedos”. En ese clima, los diálogos de Le Vayer, lejos de afirmar el logos divino, anuncian que “se abren rutas completamente nuevas” para quienes no temen entender el pensamiento como una gozosa aventura intelectual.