Experimento con la India 23 Jun 2015

La India: elogio de lo inasible

Revista Ñ | Matias Serra Bradford

Crónica. La mirada versátil de Manganelli impregna de vivacidad y virtuosismo su narrativa de viajes.

 

Giorgio Manganelli era un escritor versátil y excéntrico, de una excentricidad y una versatilidad –no siempre es el caso– naturales. La suya es una naturalidad, no obstante, que no todos los lectores encuentran fácil de estimar. Dentro de una bibliografía puntuada de obras inclasificables, sus libros de viajes son los más rápidamente accesibles, lo que no quiere decir que lo sean de un modo convencional.

La voluntad de Manganelli por escribir siempre fue tal que perseguía pretextos –un tema, un lugar– o creaba estructuras que le permitieran embarcarse en un fecundo torrente digresivo. En Experimento con la India , un país desbordado de materia indescifrable, le procura la excusa necesaria y suficiente. Para redactar le basta con observar y cartearse con el diccionario de sinónimos, no solicita el dudoso socorro de una ficción forzada. A lo sumo, si puede decirse así, se limita a hacer ficción dentro del lenguaje. India no le brinda una configuración pero sí un caudal (narrativo, simbólico). Si en su libro sobre Collodi había jurado que “los lebratos alegóricos saltan con una exactitud más dichosa que los felinos de profesión”, la resonancia mística de la India provee a Manganelli de una ocasión ideal para librarse a una sazonada incontinencia verbal, a “esta mezcla desconcertante de inconsistencia y exactitud que es la literatura”.

En Pinocchio: un libro parallelo , Manganelli teorizó sobre el libro que a la par va tejiendo el lector –“el libro se dilata y es tendencialmente infinito”– y la India le resultó un texto incomprensible pero sumamente fértil para su pluma. Es como si hubiera emprendido este viaje –como el que lo llevó a Islandia– para corroborar que “el escritor no sabe hacer a la perfección sino aquello que no conoce”. El lugar es su prosa, una India puramente retórica, y el autor de Centuria podría estar hablando de la China o de Malasia, a las que también visitó y reescribió. La India es otro motivo para escribir y el objetivo es salir indemne del fraude de una excusa. Lo vago, lo borroso, es a veces más creíble que lo que se cuenta con detalles manifiestamente esmerados. Se cree más en la magia rápida que en la explicación larga y justificatoria.

El paso de Manganelli es fugaz –su estadía en la India duró menos de un mes– y eso juega a su favor. Las oraciones avanzan rápido, contra la lentitud que impera en esa geografía, y con la idea de lentitud –al igual que con la de tranquilidad– Manganelli ensaya sutiles variaciones. Su estilo sobrenada en vivacidad y virtuosismo, la intensidad no cede y contribuye a la cualidad alucinada del retrato de Bombay, Goa, Madrás, Pondicherry y Calcuta. Difícil ser virtuoso poéticamente con una primera persona sin traslucir una imagen vanidosa del narrador, pero Manganelli lo consigue y las descripciones suenan tan perfectas que parecen inventadas. La ambigüedad ostenta sus exactitudes, aparenta tener un punto justo, y pareciera que en el interior de la ambigüedad hay que ser muy preciso: “Macilentas pero tranquilas, levemente surreales, las vacas confieren a la selva humana una lentitud piadosa, una ociosa y misteriosa delicadeza”.

Son notables la velocidad y la fuerza que le imprimen a la frase de Manganelli una enumeración y un pareo de calificativos ascendentes o contrastantes. Es frecuente en él lograr un efecto curioso por medio de dos simples adjetivos enfrentados: “Hay entre las mujeres, los rufianes, los clientes, los muchachos de la procesión, ocupados en cantar los valores de algún dios oscuro y poderoso, una tranquila y lenta ausencia de piedad.” La enfermedad y la miseria reinantes no acobardan a Manganelli para el incesante ejercicio de la ironía, sabiendo de memoria que “corrupta, la literatura sabe tomarse por piadosa”. Es notable que su humor no haya envejecido un día. Como con toda ironía escrita, la de Manganelli sólo se comprende por acumulación, comparando la próxima ironía con las que la precedieron.

Como lo evidencia el resto de su obra, Manganelli no era ajeno a otras dimensiones, y en la India el filo de su prosa ofrece contrafilo y punta: “Quizás algún lector piense en esa estúpida palabra europea, superstición; no hay palabra más inútil para describir la condición religiosa india; el catálogo de los ritos, de las invenciones, de los mitos, de las fábulas, de las fórmulas, de las cantinelas baja al corazón, al centro del cuerpo del hombre religioso… Una religión como ésta no se puede predicar, no quiere convencer, y aunque sea totalmente abierta es perfectamente inaccesible.” Lo inasible fue siempre un fetiche para Manganelli, y es sugerente –y otra vez, irónico– que como epitafio haya elegido el siguiente: “Era de una gran competencia para las cosas que no existen”.

En un territorio ilusorio e incognoscible, el narrador de Experimento con la India se pasa el viaje perseguido por mendigos. Como escritor, Manganelli es todo lo contrario. No ruega por favor que lo lean, que lo sigan leyendo –en este sentido hay estilos que se delatan–, pero el lector es incapaz de soltarle la mano a un guía tan fabuloso como el lugar que retrata.