Trans-Atlántico 09 Sep 2015

Historia de un libro detrás de la vidriera

La Nación | Pedro Rey

 

Sobre el vidrio, la luz resplandece tanto que sólo se ve el reflejo de los autos que pasan por la avenida. Tengo que usar la sombra propia, proyectándola por sectores, para producir la opacidad que permita leer los títulos tras la vidriera de la librería. Una reedición de Witold Gombrowicz ( Transatlántico) hace revivir un tic de lector: el recuerdo de comienzos memorables. Las primeras líneas de Lolita, por ejemplo, que juegan en el original con una música encantatoria. O aquella seca sentencia de El buen soldado, de Ford Madox Ford ("Ésta es la historia más triste que he oído nunca"), que tiene el mejor de los respaldos: pocas historias tan tristes como la que sigue a esa simple frase.

Un nuevo movimiento, y en el lento paneo por la nueva zona de sombra que se forma doy sorpresivamente con El maestro y Margarita (en una flamante traducción realizada en la Argentina). El boyante recuerdo de la novela de Mijail Bulgakov (1891-1940) me hace sumarla de manera instintiva a aquel listado, aunque pronto me doy cuenta de que pertenece a una especie más rara todavía: la de los libros con los mejores primeros capítulos de los que se tenga noticia.

Estamos en Moscú, en los años treinta del siglo pasado; vale decir, cuando el poder de Stalin, tras sus famosos procesos, está más firme que nunca. Dos ciudadanos soviéticos se instalan en el banco de un parque. El primero, Berlioz, es redactor de una revista literaria; el segundo, Iván Nikoláyevic Ponirev, alias "Desamparado", un poeta proletario que por encargo del primero dio forma a un extenso poema antirreligioso sobre Jesucristo. Berlioz sugiere que la composición tiene un defecto insalvable: aunque proliferan los rasgos negativos, el Cristo de Desamparado resulta una figura demasiado viva, demasiado verosímil, cuando es bien sabido -sostiene con convicción- que Cristo en realidad es una ficción, nunca existió.

De pronto, en un banco lindante se instala un hombre de elegante traje gris, buenos zapatos, un bastón negro con empuñadura. Es a todas luces la mayor de las rarezas: un extranjero. El ojo derecho es negro; el izquierdo, verde. Después de un rato, el turista, de nombre Voland, tercia en la conversación. "Qué encanto", dice cuando los otros se declaran ateos convencidos. Tras algunas discusiones teológicas, les señala, sin embargo, que su punto de vista es equivocado. Les cuenta una escena que no figura en los Evangelios. Los otros se lo hacen notar. Ésa es la mejor prueba, dice el visitante: él puede corroborar que lo que acaba de contar es cierto porque presenció todo personalmente desde el balcón de Poncio Pilatos?

La desopilante resolución de la escena queda en manos de los lectores futuros. Baste con decir que el extranjero, que se presenta como especialista en ciencias ocultas, no es otro que Satán, que bajó ese año a la capital de la URSS para celebrar una fiesta con su séquito y crear el descalabro entre los moscovitas. El maestro y Margarita, claro, es mucho más que ese comienzo, mucho más que una burla a la grisura burocrática de aquella época. Cuenta además la fáustica historia de un escritor imposibilitado de publicar (el maestro), de su amor por una mujer casada (Margarita) y, de paso, una novela enmarcada sobre los tiempos de Cristo. Es, por donde se la lea, una obra maestra.

Pero también tiene una historia fuera de cuadro, la del autor, el doble del maestro del título, que la vuelve todavía más turbadora. Tras abandonar el ejercicio de la medicina, en los años veinte Bulgakov se entregó por completo a la literatura. Su especialidad era el teatro, y en particular las obras satíricas. Aunque tuvo éxito, pronto le llegaría la prohibición de publicar, pese a que, según parece, al propio Stalin le había encantado una de sus piezas. En un momento, desilusionado, tuvo la idea de escribirle al "padrecito de los pueblos" para que le permitiera partir al exilio. La petición originó una llamada telefónica del propio Stalin, al que Bulgakov no se atrevió a repetirle el pedido. Fue más o menos por esa época cuando comenzó a escribir El maestro y Margarita, que, debido a una enfermedad degenerativa, terminó dictándole penosamente a su mujer sabiendo que sería impublicable. El jocoso diablo, que gloriosamente había metido la cola en la novela, repitió el gesto para que se publicara en 1966, ya durante el deshielo, un cuarto de siglo después de la muerte del autor. Y a su manera lo sigue haciendo: ahí está su historia, vivita y coleando con la gracia de un mensaje en la botella, tras una vidriera de otros tiempos y otras latitudes.