Los prisioneros 21 May 2017
El Día | Maximiliano Costagliola
Económico, áspero, seco, ácido son apenas algunos de los adjetivos con los que se ha caracterizado el estilo del escritor brasileño. Todos son acertados. Pero aún más inquietante y perturbador es el hecho de que logra narrar en el tono neutro y escalofriante con que un asesino serial sin remordimientos confiesa sus crímenes
Con Los prisioneros (1963), el prolífico, versátil y arriesgado escritor brasileño Rubem Fonseca daba sus primeros pasos como escritor. Tenía 38 años y una vida de novela cuando lo hizo. Pero eso poco importa al lector, para argumentos están sus obras y esta es una de las mejores. En una demarcación arbitraria se puede dividir a los escritores en dos grupos. Unos alcanzan su estilo propio, su mirada personal de libro en libro. Otros irrumpen como escritores hechos. El conjunto de estos once relatos (reeditados en una finísima elección y traducción por la editorial el cuenco de plata) son la prueba alevosa de que Fonseca pertenece a este último. Delineados a partir de una ingeniería aparentemente casual e inofensiva, los cuentos de Los prisioneros revelan una estructura audazmente experimental cuyos efectos no se limitan a consagrarlos como piezas predilectas en el museo de las revoluciones literarias sino que van más allá inyectándoles una vigencia inusitada.
Simplificados en una reseña, los cuentos de Fonseca pueden parecer almidonados y hasta deshidratados. Pero su complejidad viene dada precisamente por su fisonomía heterogénea, ambigua y su naturaleza brusca, prepotente. Rompiendo con el formato y el «derrame» típico del cuento clásico, los relatos de este volumen zigzaguean antojadizamente, de acuerdo a las afecciones de los personajes mucho más que a las necesidades de la trama o a los efectos perseguidos. Del mismo modo, los contextos y escenografías mudan constantemente, generando un clima de inestabilidad que ensambla con el cambiante estado de ánimo de los protagonistas. De ahí que la cifra hipnótica de la narrativa de Fonseca pase más por la construcción de personajes inolvidables que por lo que efectivamente sucede –como ocurre, por poner un ejemplo, con Beckett–. La fauna presentada en este libro es fascinante: fisicoculturistas con principios insobornables, forenses perversos, psicólogos paranoicos, pacientes que actúan como conformistas incurables o que sufren colapsos insólitos, hombres que gastan una fortuna en complacer a una mujer que ni siquiera desean, asesinos seriales apocados, artistas consagrados que no comprenden su arte, alumnos de secundario entregados a la parapsicología, mujeres hermosas y detestables, suicidas confesos, oficinistas de toda laya, amantes infelices, solitarios incorregibles y solteros militantes.
Los recursos narrativos desplegados en Los prisioneros son tan surtidos que el lector no se acomoda nunca y en esa incomodidad reconoce los elementos del universo ficcional de Fonseca: el talento para el registro oral, el estilo directo y minimalista, las escenas dialogadas y descriptas lacónicamente, como si fuesen piezas teatrales, los microrelatos dentro de otros relatos, los argumentos inconclusos cuyo sentido estalla desfasadamente, el solipsismo como bandera metafísica y el humor negro y cáustico. A todo lo cual hay que sumarle sus dos marcas registradas: una imaginación prodigiosa para crear situaciones insólitas y la preeminencia de lo absurdo. Es tal vez por ello que mientras uno transita la lectura de estos once cuentos tiene la impresión de estar ante un desarreglo donde puede pescar cualquier cosa.
Por supuesto que están los sellos temáticos y geográficos: la violencia inundándolo todo, el carnaval como una presencia omnisciente, el cuerpo y el sexo en su dimensión política, el carácter performativo del psicoanálisis, la desidia burocrática, la ciudad de Río transformada en el torbellino que es actualmente, el bajofondo con sus «prisioneros». Sin embargo, esto no supone ningún conflicto; por el contrario, aportan mayor identidad y riqueza a ese caos madurado.
Como los maestros del absurdo, Fonseca fractura muchos de los convenios de la narrativa contemporánea y descree de la palabra como medio de expresión artística. Su apuesta está dirigida más bien a la construcción de una poética de la imagen, tanto escénica como narrativa. De ahí que, a excepción de sus reconocidos policiales, se emancipa de las convenciones de género y se empecina en luchar contra el carácter conservador del lenguaje escrito. Descansar sobre una trama perfectamente pergeñada y organizada, con giros, anzuelos, clímax y anticlímax parecería ser lo último en lo que va a recaer este escritor que junto a Jorge Amado, Machado de Assis, Guimarães Rosa y Clarice Lispector conforma el scrown más sólido de la narrativa contemporánea brasileña.
Y como buen experimentador, Fonseca es consciente de que todas las sensaciones tienen una costilla intransferible y, por lo tanto, los intentos de producir sentido se precipitan en el abismo de la nulidad. Ahí tenemos al personaje del cuento Currículum Vitae declarando, casi a modo de manifiesto, “Todo hombre es una isla, dejémonos de poesía”; o a ese otro de La gacela advirtiéndole a su interlocutor “No quiero su comprensión. Nadie entiende a nadie”. Lo que queda entonces es representar esa falta inherente a la condición gregaria del hombre a través de la fragmentación inconexa, llena de interferencias, propia de todo discurso.
Su compatriota y colega Clarice Lispector escribió “Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”. Con su proyecto literario, Rubem Fonseca parece querer denunciar ese gesto y remover el antifaz que todos elegimos para presentarnos al mundo.