Los prisioneros 12 Jul 2013
ADN | La Nación | José María Brindisi
La publicación en castellano de El collar del perro, a la que se suma la de Los prisioneros, permite descubrir los primeros relatos de Rubem Fonseca, marcados ya por una irreverente libertad
Aunque sin duda se halla todavía lejos de las cimas que alcanzará diez, veinte y treinta años más tarde, el brasileño Rubem Fonseca demuestra ya en los relatos deEl collar del perro, publicados originalmente casi medio siglo atrás, que se trata de un escritor dueño de una libertad envidiable. A la edición de ese libro se suma también la deLos prisioneros.
La libertad se manifiesta en la elección de los temas -que van del relato intimista a la aventura iniciática, del fisicoculturismo a la lucha en las favelas- pero en esencia está relacionada con la ductilidad para entremezclar lenguajes, códigos, poéticas, tonos y climas. Si podemos utilizar parcialmente esa palabra tan engañosa, digamos que es allí donde encuentra su estilo, donde éste se define y se hace, a la vez, indefinible, en el sentido de que no se lo puede reducir a una fórmula o traducir a un par de adjetivos.
Con frecuencia poniendo un pie en el imaginario del policial negro, Fonseca despliega una serie ilimitada de recursos, una suerte de caos narrativo que, entre otras cosas, posee la singular cualidad de tocar a cada momento resortes casi antagónicos. La risa y la melancolía, la ferocidad y lo sensible conviven en sus historias, no dándose codazos sino como un oleaje que va de un acento a otro y que muchas veces pierde en el camino algunas de sus piezas, o bien las deja morir lentamente.
Ese universo ancho llega a su clímax en las novelas de los años ochenta (El gran arte,Pasado negro,Vastas emociones y pensamientos imperfectos), y quizás en alguna posterior comoDiario de un libertino, pero ya en los libros que este carioca por adopción publicó en la década de 1960 estaba todo: el oído perfecto para reproducir las inflexiones y eltimingde los diálogos; la compasión por sus criaturas, a menudo condenadas por su efervescencia emotiva, o por su ingenua fe en el mundo. También el amor por las digresiones, esa suerte de estructura abanicada -abriéndose desde y hacia las mujeres, la filosofía, la belleza, la ciudad- en la que sin embargo nunca se pierde de vista el núcleo de la historia; la literatura como parte esencial del paisaje, aun en los pequeños gestos, como queriendo decirnos que los libros nos hacen mejores; y lo dicho, la habilidad para llevar al lector de un terreno a otro sin marearlo ni mostrarle las costuras.
Presagiando al novelista, Fonseca evidencia aquí que en el largo aliento es donde consigue su mejor forma. No casualmente ubicadas en los dos extremos del libro, las dos piezas más notables deEl collar del perro son relatos muy disímiles, pero en ambos entra en juego la mayoría de las características enumeradas más arriba. El del inicio, "La fuerza humana", es uno de esos inigualables cócteles fonsequianos que podría describirse, al mismo tiempo, como un sutil paso de comedia, o como un agudo y revulsivo retrato social. El humor, en Fonseca, se diluye de a poco en función de la espesura de la anécdota, pero mientras tanto es el salvoconducto a través del cual la realidad se vuelve más soportable y, de a ratos, más ambivalente. El relato que da nombre al libro -y que lo cierra- es ya, en lo fundamental, el modelo a seguir cuando el brasileño se recuesta en el género policial, como sucede en la mayor parte de sus novelas. Hay un enigma, en este caso un par de asesinatos, pero Fonseca no se molesta en tejer cuidadosamente esos hilos sino que los utiliza como excusa para visitar el bajo mundo y, muy en particular, para poner en escena las contradicciones y forcejeos morales de su protagonista, alguien -el comisario Vilela- que intenta encontrar y poner a salvo, como puede, su lugar en el mundo. Con todo, la irrupción desmesurada de lo brutal es una de las claves empáticas de su literatura: la violencia no es un exceso, un desliz, una anomalía en el paisaje, sino el estado de las cosas.
No deberíamos pasar por alto que el primer libro de Fonseca, es decir el antecesor deEl collar del perro (el conjunto de relatosLos prisioneros), aparece cuando su autor se acerca a los cuarenta años, una edad relativamente avanzada para un debutante. Sucede que Fonseca, en el camino, ha ejercido como abogado, ha sido además funcionario de la policía, y esa experiencia es el caldo de cultivo de sus ficciones, y más allá, de su inusual conocimiento de las tribulaciones del alma humana. Tal vez a causa de esa larga y silenciosa maduración, su escritura luce ya en los comienzos -aunque luego se desarrolle en plenitud- no sólo enfática y precisa, sino también carente de efectismos. No hay gestos vacíos en Fonseca, no hay poses ni malabarismos discursivos. Hay belleza, sí, cuando la realidad -la del texto- lo permite. Y hay un mundo complejo, que no se revela pero sí se despliega, del que sólo puede hablar aquel que se ha tomado el trabajo de intentar comprenderlo.
Suerte de faro, de mantra insoslayable para escritores tan distintos y notables como Luiz Ruffato o Patrícia Melo, el Fonseca deEl collar del perro es todavía un diamante en bruto, pero que ya empieza a encandilar. Para aquellos que acaban de descubrirlo, sólo queda advertirles dos cosas: se trata de un escritor adictivo, y lo mejor está por venir.