La rebelión de la flor 22 Ago 2017
Acervo Yatasto Libros | Juan Aguerre
Armonía Somers (Pando, Uruguay 1914 - Montevideo, Uruguay 1994) es el seudónimo de una de las narradoras latinoamericanas más interesantes, marginales y osadas del siglo XX. Según Ángel Rama, en su literatura “todo es insólito, ajeno, desconcertante, repulsivo y a la vez increíblemente fascinante” (30). Rama considera su obra como una de las más inusuales que ha conocido la historia de la literatura uruguaya. Una literatura de la cual no se pueden rastrear con certeza orígenes, influencias o derivaciones más o menos indirectas, lo que le da un carácter insólito. Los elementos de horror y repugnancia, claves en la obra de Somers, contrastan con la descripción que Rama hace de la persona empírica escondida detrás de la escritora: magisterial, dulce e incluso convencional, daba la imagen casi del prototipo de maestra de primeras letras, de voz aterciopelada, empaque maternal y un suave tono vital.
En los relatos de La rebelión de la flor (Cuenco de plata, 2009) se pueden hallar tan latentes la decrepitud, la descomposición y la muerte como la urgencia del sexo, la violencia y la crueldad. El horror, el asco, la náusea a los que se somete el lector representan aquellos elementos de la vida que, según señala Rama, estamos inconscientemente predispuestos a pasar por alto, a velar, incluso a negar, apartándonos en pos de una existencia que lo que busca es, en definitiva, alcanzar constantemente la sensación de placer. Como marca el psicoanalista argentino Mario Goldenberg, “el Ideal no tiene una función reguladora. En el discurso actual opera fundamentalmente el mercado, en tanto mundial que intenta uniformar los modos de gozar” (2). Es decir, rige el mandato al goce. Del mismo modo, como señala Slavoj Zizek, influído por el pensamiento lacaniano, la “ética del deseo” implica no ceder ante el deseo de uno, ya que ceder ante el goce “significa comprometer nuestro deseo, por lo que la auténtica actitud ética implica sacrificar el goce por el bien de la pureza de nuestro deseo” (205). A su vez, el deseo en sí es concebido como una suerte de defensa ante el goce, mantiene al individuo al margen del mismo. Para Lacan, “el momento de conclusión de la cura psicoanalítica se alcanza cuando el sujeto asume por completo su identificación con el sinthome” (Zizek 206), es decir que el individuo cede ante el sinthome, lo acepta y renuncia a esa distancia ficticia que define nuestra vida cotidiana. Podríamos decir que ese antagonismo que Rama percibe entre la vida cotidiana de Armonía Somers, en su escritorio tan pulcro y lo que sobre él escribe, es una distancia “falsa”, es, al fin y al cabo, el individuo cara a cara con su sinthome. La ideología dominante tiene como mandato social el de gozar de diferentes maneras, pero en La rebelión de la flor lo que se muestra es la incapacidad de alcanzar el placer, e intenta conducir al lector por un camino de desasosiego, a través de un mundo inseguro, resulta, en última instancia, una experiencia de índole espiritual, “regida por un afán desesperado de ascetismo” (Rama 30), o lo que es lo mismo, una la renuncia al placer material en pos de un desarrollo moral y espiritual.
¿Cómo puede ser entonces que el mundo repulsivo que plantea Armonía Somers pueda resultar al mismo tiempo tan fascinante y poético? Es necesario para poder explicarlo recurrir al concepto que plantea Julia Kristeva acerca de “lo abyecto” en el libro Poderes de la perversión. Este objeto tiene como única cualidad la de oponerse al “yo”. En la formación del “yo”, el individuo debe renunciar a una parte de sí. Pero al mismo tiempo, al oponerse a esa parte, lo protege del oprobio pero es atraído hacia ella, la misma resulta tan tentadora como condenada (7). Simboliza “un peso de no-sentido que no tiene nada de insignificante y que me aplasta. En el linde de la inexistencia y de la alucinación, de una realidad que, si la reconozco, me aniquila” (8). Lo abyecto, separado del “yo” al fusionarse con su amo (superyó), desde su exilio no deja de estar presente y de desafiar al mismo amo. Aquello que nos causa repulsión, náuseas, aquel vómito que protege nuestro organismo, lo purga, arcadas que desvían impurezas, nos mantienen alejados de las cloacas, del reino de lo inmundo. Los desechos representan lo que el individuo descarta para poder vivir en sociedad, marcan un límite, una frontera de un territorio que se construye cercado por lo abyecto. Entonces, no se trata de algo que represente la ausencia de higiene o de salud lo que se define como abyecto, sino más bien, todo aquello que perturbe la identidad, el orden; aquello que no respeta los límites o reglas establecidas. Se trata de lo ambiguo, lo mixto, lo socialmente vergonzoso, lo que pertenece al mundo íntimo y no puede salir a la luz. El traidor, el mentiroso, el violador o el asesino que pretende salvar. El crimen es abyecto, pero por el hecho de que da cuenta de la fragilidad de la ley. Lo abyecto es “un terror que disimula, un odio que sonríe, una pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa, un amigo que nos clava un puñal por la espalda” (11).
En el artículo “Armonía Somer’s permeable boundaries”, Alexandra Fitts pone énfasis en la construcción que hace la narradora de los cuerpos femeninos, y de una “liquidez” a la hora de hablar del miedo del hombre a la contaminación que puede producirse con el sexo opuesto (101). Fitts desarrolla un poco más esta idea, señala que los fluidos corporales femeninos son considerados como repulsivos y sucios, pero al mismo tiempo, poseen cualidades muy poderosas y atrayentes. En definitiva, lo que Fitts señala como fluidos y líquidos se articula con Kristeva propone como abyecto.
Ese miedo al intercambio de fluidos prevalece en la narrativa de Somers como principal causa de violencia sexual. Para Fitts, las categorías entre masculino y femenino son inseguras, inestables, los límites se vuelven difusos y peligrosamente permeables. El símbolo patriarcal y falogocéntrico se ve cuestionado, en una suerte de deshumanización o animalización de los personajes, cuyos cuerpos se desintegran o se vuelven líquidos, y los sentimientos masculinos se confunden con los que el discurso dominante considera como exclusivos de lo femenino. La liquidez de la sexualidad femenina resulta una amenaza para lo masculino, al mismo tiempo, los opuestos se vuelven vulnerables y permeables a su propia destrucción, donde el concepto de justicia no es ecuánime, donde el inocente sufre el castigo y el culpable queda impune (102). No hay héroes ni villanos, cualquier personaje es capaz de actuar al mismo tiempo con crueldad y benevolencia.
El cuerpo femenino está en constante peligro de abuso, violación o asesinato; su falta de fuerza física y poder social lo convierte en víctima potencial de un mundo en el cual, quien encuentre la oportunidad de pasar por encima del otro, lo hará sin remordimiento alguno. Las capacidades físicas que tiene el cuerpo femenino para dar vida, para alimentar o para conceder o negar el placer sexual, según Fitts, resultan motivo de frustración y envidia para el hombre, que lo hace reaccionar con violencia, mediante la exaltación de su fuerza física. Las relaciones sexuales para el varón están siempre marcadas tanto por el deseo como por el miedo (105). La sexualidad femenina representa para el hombre fascinación y terror, lo abyecto, aquel territorio que para alcanzarlo es necesario atravesar lo desconocido, quitando el velo que lo cubre. Ir más allá de las fronteras entre los sexos y los géneros implica poner en tela de juicio el hecho de que el cuerpo está “sexuado”, lo cual distorsiona el orden social establecido, generando malestar en el status quo (Fitts 110).
Armonía Somers en La rebelión de la flor despliega un paisaje de infiernos a ras del suelo, pesadillas en plena vigilia, donde existe una búsqueda desesperada por frenar todos los relojes, por salir fuera de los límites del tiempo, de sí mismo; donde lo repulsivo, lo abyecto está presente, donde el cadáver, la muerte del otro, es, en definitiva, la muerte de uno mismo, a cuyo entierro sólo asiste el propio individuo, porque no hay otra forma de morir que en soledad. Incluso en el momento de ser amados, los individuos piensan con terror en todo lo que podrían llegar a perder, algo que se esconde como el alacrán entre las astillas. Un monstruo lleno de bocas, erizado de patas, hinchado de aserrín y crines, con esqueleto elástico ondulado por jibas de molduras, que tiene movimiento propio y designios tan elementales como maléficos. Como quien saborea la fruta existencial, y mete diente al hueso, imposible de digerir y de expulsar, por más que se forcejee. Y así, al igual que aquel hombre que agoniza en el parque, cuyos quejidos y lamentos, signos de su insoportable decrepitud, apenas son perceptibles para los demás, pero sí son escuchados por el pobre diablo, retumbando en sí mismo, en la consagración del absoluto y desesperado vacío, exclama al fin: “Aguanto lo que puedo pero al final no hay más remedio que liberar al demonio”. El lector asiste a su propia pesadilla, a lo que Lacan llama “la máscara del síntoma”, a enfrentarse con sus propios demonios interiores, sus propios miedos para alcanzar la purificación. Entonces, es preciso preguntar: ¿Quién le teme a Armonía Somers?
Bibliografía:
Fitts, Alexandra. “ARMONÍA SOMERS' PERMEABLE BOUNDARIES” en Hispanófila. Nº 137, Ene 2003: 101–114.
Goldenberg, Mario. "El malestar del Otro". Web. www.lacan.com.
Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. México: Siglo XXI, 2004.
Rama, Ángel. "La insólita literatura de Somers: La fascinación del horror" en Marcha, Año 25, Nº 1118, 27 Dec 1963: 30.
Somers, Armonía. La rebelión de la flor. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2009.
Zizek, Slavoj. La permanencia de lo negativo. Buenos Aires, Godot: 2016.