Diario 01 Sep 2017

Un diario para todos los días

Revista Ñ | Elvio Gandolfo

Llega finalmente una versión completa y local del mítico Diario del gran escritor polaco. 

 

Ya totalmente enraizado en la cultura argentina, sobre todo a partir del viaje a Europa que al fin llamó la atención de esos suplementos de cultura a los que él llamaba “tías”, Gombrowicz vuelve. Lo hace con su monumental Diario completo, al fin editado en el lugar donde vivió veinticuatro años. La única edición anterior fue la de Seix Barral (2005). Antes habían circulado el Diario argentino (que comprende varios textos no incluidos en el completo) y los tomos de la hermosa edición en Alianza Tres, que no incluían algunos tramos finales y europeos.

El regreso es a través del sello El Cuenco de Plata, que desde hace unos años es una especie de “editorial oficial” del autor de Ferdydurke, a través de la relación directa con Rita Gombrowicz, viuda y albacea. Justamente el libro lo abre ahora un prefacio con su firma, de 2011. A continuación se incluye una “nota editorial”, que retoca y agrega datos a un texto de la traductora Bozena Zaboklicka que abría la edición de 2005. En el final menciona que la traducción original ha sido también “retocada y modificada” para una versión “lo más neutra posible”, buscando una lengua que se pueda leer tanto en Argentina “como en el resto del mundo de habla hispana”. Menciona también el agregado (o alargue) de una buena cantidad de notas. Por dar dos ejemplos: la nota sobre la revista Arturo de la página 134, o la explicación del término “sármata”, en relación con la nobleza polaca, de la página 337. En las últimas hay una “Cronología de fechas importantes”, un índice de obras de Gombrowicz, y otro Onomástico.

Rita Gombrowicz cuenta que Gombrowicz ya había subido al barco para regresar ya no a Polonia (que había sido invadida por los nazis) sino a Europa, cuando un impulso lo llevó a volver a recorrer la pasarela con sus dos valijas, para quedarse. Desde entonces vivió veinticuatro años aquí, con algunas incursiones a Uruguay. Ya terminada la guerra, por lo tanto, se siguió quedando. En parte porque los comunistas se quedarían con Polonia, pero también porque encontró amigos o compatriotas, y el país, con su vida relativamente corta (comparado con Polonia), lo ametralló con nuevos y excitantes problemas y soluciones de su teoría de la Inmadurez y la Forma, y continuos descubrimientos sobre sí mismo.

En 1953 comenzó a escribir el Diario, con casi 50 años, para la revista de exiliados polacos Kultura. La primera página ya habla de una estrategia (o intuición). Como en el resto, sólo menciona días de la semana (aunque se vayan marcando los años). De Lunes a Jueves anota una sola palabra: “Yo”. Hasta parece una broma profética sobre el huracán de “textos del Yo” de esta última década. Pero el Viernes empieza en serio su tarea supuesta y aparente: polemizar, avisar, mencionar temas relacionados con la cultura y la sociedad polacas (incluyendo la política). Lo mismo pasa con el sábado, aunque hace mención a una “pequeña recepción en una casa argentina”, para hablar de Polonia y de él mismo y de hasta qué punto está dispuesto a hacer el papel de escritor nacional representativo. Después de un punto y aparte, aclara: “mi situación de escritor polaco se volvía cada vez más molesta. No aspiro en absoluto a representar nada más aparte de mí mismo”.

Cuando se lee el diario en su totalidad es fascinante el modo en que, como en el resto de sus actividades, Gombrowicz se mueve, corrige, discute, se emociona, se ríe, se emborracha. Y descubre poco a poco que no está cumpliendo con el encargo de una revista, sino subiéndose a un libro que cumple con las fechas y el paso del tiempo, pero es también literatura, discusión filosófica, “embales” y desencantos con personas o personajes, o movimientos culturales importantes, como el existencialismo, por dar un ejemplo.

En las breves palabras preliminares ya se lo siente un poco desorientado (situación que en realidad lo tranquiliza): “Es una escritura inmadura bastante desordenada, hecha de un mes para otro; seguramente me repito o me contradigo más de una vez. ¿Qué hacer? ¿Ordenarlo? ¿Pulirlo? Prefiero que no quede demasiado relamido”. Poco después, en un Viernes de 1953, confiesa: “Escribo este diario con desgano. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás?”. Esa duda, ese bamboleo, esa indecisión que a veces parece una mandada de parte, es esencial en su modo de escribir tanto filosofía o teoría como literatura. Al fin termina por reconocer lo concreto: “Me he puesto a escribir este diario sencillamente para salvarme, por miedo a la degradación y a un total hundimiento entre las olas de la vida trivial que ya me está llegando al cuello. (…) Por mi parte ya no hay peligro de que sea presumido o incomprensible. Igual que ustedes y que el mundo entero, me precipito hacia el periodismo”.

Poco a poco el Diario se convirtió en la pieza central de la revista, gracias al montaje extraordinario de tonos, temas y registros, mucho más complejo que el periodismo al que alude, tan inclasificable como el perfil que lo convirtió en uno de los grandes escritores del siglo XX (quizás él agregaría “aun siendo polaco”).

Los que lo leían por el tema polaco se enfrentarán desde luego con su tradicional tono polémico: “La literatura polaca es la típica literatura seductora que desea fascinar al individuo, someterlo a la masa, hacerlo caer en el patriotismo, el civismo, la fe y la entrega… Es una literatura pedagógica, por eso no inspira confianza”. Los que ya lo leían desde antes reconocerán el placer que les da meterse con los grandes mitos. En especial cuando llega a Europa, donde se pone a pelear un poco nada menos que con Dante Alighieri, o a fastidiarse mucho con Jean Genet (sobre todo para desmarcar una posible influencia: hasta ahí no lo conocía).

También hay tramos que son auténticos relatos. Como el que lo une a un amigo cuya hija pequeña acaba de ser internada con quemaduras graves y con quien emprende un recorrido jadeante, insensato, por las calles de Buenos Aires. O, hacia el final, la posibilidad de haber tenido un hijo con una mulata (de quien propone numerosos nombres), manejando una mezcla de melodrama y suspenso.

Las preguntas y misterios sobre Argentina figuran casi tanto como los relacionados con Polonia. Un domingo va con Alejandro Rússovich (“Russo”) a una quinta. Lo ensalza: “es para mí la personificación de la genial antigenialidad argentina. Lo admiro. (…) Una percepción del mundo sin complejos y llena de desenvoltura… La facilidad. Esta facilidad proviene del hecho de que él no quiere –¿o no sabe?– sacar provecho de sus ventajas. Un europeo las cultivaría como un campo fértil”. Después saca lo que cree son las consecuencias nacionales: “es hijo del relajamiento argentino: aquí cada cual vive su vida, aquí la gente no se amontona, aquí el hombre (en el campo espiritual) no utiliza al hombre como pértiga para saltar hacia arriba. (…) La Argentina. No es el único en ser así. Este es un país todavía ‘no poblado’ y carente de dramatismo”. Es imposible no pensar hoy que luego el país se las arregló muy bien para poblarse y ser dramático.

El diario incluye además extensos tramos con los viajes de Gombrowicz por el interior argentino: Tandil, Santiago del Estero (con la muy citada visita a la familia Santucho), Rosario, Mar del Plata, Piriápolis, un regreso a Morón (que le desencadena páginas sobre la superpoblación y la plebe –cercano en esto último a Borges–, el río Paraná y en especial Goya. En este caso Gombrowicz usa el estilo minimalista para sugerir cierta chatura fascinante: “Goya, un pueblo llano.

Un perro. Un tendero en la puerta de su tienda. (…) Lunes Fui al Club Social y me tomé un café.

Hablé con Genaro.

Fui en jeep con Molo al aeropuerto.

Trabajé en mi novela.

Fui a una plazoleta junto al río.

Una niña que iba en bicicleta perdió un paquete que recogí.

Una mariposa. (…) Todo esto sucedía como en el fondo de un profundo silencio, en el fondo de mi presencia aquí, en Goya, en la periferia, en un lugar del globo terrestre que no se sabe por qué se ha vuelto mío. Esta sordina... Goya ¿por qué nunca soñé contigo? ¿por qué entonces, años atrás, nunca presentí que pertenecías a mi destino, que te encontrabas en mi camino? No hay respuesta. Casas. Un callejón estriado por unas sombras cortantes. Un perro tumbado. Una bicicleta apoyada en la pared”.

El tramo europeo, gatillado por la invitación de la Fundación Ford a Berlín, es agridulce. Consigue lo que buscaba: una consagración de escritor, reconocimiento, premios. También acusaciones varias de pedantería, antisemitismo y otras yerbas, que deben de haberlo divertido. Pero empieza a acecharlo de más cerca la enfermedad. Un bienvenido alivio llega con Rita Labrosse, una joven y bella periodista canadiense. Se enamoran, conviven, finalmente se casan. Entretanto sus apuntes van desde los retratos agudos y cortantes tanto de franceses como de alemanes hasta la sospecha creciente de que el viaje puede haberle acortado un poco la vida. No logra recrear nunca (aunque lo intenta) la charla de bar, el pendular sin fin. Gana un premio importante: “Me tocó. Veinte mil. Una suma semejante no es cualquier cosa, así que, ja, ja ¡me compraré un cochecito nuevo!”.

Ya en ese 1966 era consciente de que había dejado de ser un marginal en Argentina: “Desde aquí, Argentina se me antoja espuma palpitante y viento oceánico. La llevo en mí como algo oscuro, vago, enigmático”. Y agrega: “Me disgusta cuando de vez en vez me llega por correo lo que se escribe de mí en Argentina. Como era de esperar, han hecho de mí un tipo bonachón, amigo de los jóvenes; en esos recuerdos y articulitos soy el típico artista ‘incomprendido’ y rechazado por el medio. ¡Qué le vamos a hacer!”.

Al año siguiente anota: “Ayer entramos, Rita y yo, en el año 1967. Los dos solos, sin champán, contemplando por la ventana el silencio y el vacío de nuestra bella plaza de Grand-Jardin. (…) En mi vida no ocurre casi nada. El estado precario de mi salud se ha convertido para mí en una especie de convento. Vivo como un monje. (…) Con todo, mi situación no está exenta de una amarga ironía, y es que después de años de ayuno argentino, ahora que podría disfrutar de este país tan elegante, de esta civilización tan elevada, de estos paisajes, ahora que poseo un coche, un televisor, un gramófono, un refrigerador, un perrito y un gato; ahora que estoy en la montaña, al sol, al aire libre, a orillas del mar, desgraciadamente ahora he tenido que ingresar en un convento”.

Dos años después, en 1969, dedica el último texto a los polacos, recomendándoles que no hablen tanto de Checoslovaquia, sino que no olviden que su propio país está ocupado. “Consternados por Checoslovaquia”, es la última frase, “han olvidado su propio destino”.