Los marianitos 09 Feb 2015

“La tragedia es fuente de conocimiento”

Página 12 | Silvina Friera

En su novela Los marianitos, una interna policial termina en un drama de cuerpos sacrificados y sangre derramada. La disputa final entre los bandos en pugna será por el dominio y control de los cuerpos. “La escritura es una puesta en escena del lenguaje”, señala el autor.

 

El drama final de los cuerpos sacrificados y la sangre derramada estalla como un vendaval de palabras, un río de verdades imposibles de ocultar. Mariano Aguilar, el narrador de Los marianitos (El Cuenco de Plata) del escritor y régisseur José María Gómez, es un policía que decide contar lo que pasó. Testigo y sobreviviente de unos acontecimientos trágicos, lo hace con una oralidad extrema, desbocada, alucinada por la urgencia: “Lo que se escribe tiene la impunidad de las palabras que dicen barbaridades, pero no matan a nadie”, afirma el narrador. El foco del conflicto evocado es la interna en la Policía Federal entre dos grupos: el del Polaco –acaso el más “legalista”– y el de Ferreyra, líder de los marianitos, una especie de clan mesiánico cuya primera regla estipula: “Tu cuerpo no es mi cuerpo, tu cuerpo es mío y a mí me lo entregarás”. Los encuentros homosexuales entre los “canas” de esta “novela de excepción” –como la define Martín Kohan en la contratapa del libro– operan como válvulas de escape a las largas horas de servicio. Los policías gozan del hecho de tener un mancebo o ser amancebados. La disputa final entre los bandos en pugna será por el dominio y control de los cuerpos.

“Los marianitos es una organización de jóvenes agentes, elegidos y comandados por el comisario Ferreyra, quienes en el enfrentamiento con el otro hombre fuerte de la Federal, el Polaco, hacen las delicias sexuales del grupo victorioso. Pero si ubicamos la escritura en un nivel histórico y con los sucesos acaecidos en nuestro país, cualquiera puede relacionar los nombres del Polaco y de su mejor amigo José Ignacio, de Ferreyra y de los marianitos, con un tiempo y lugar de terribles connotaciones que aún hoy se mantienen vigentes –advierte el escritor en la entrevista con Página/12–. En esta poética, los campos de concentración y más específicamente los cubículos de tortura son el lugar privilegiado en donde investigar el período denominado genéricamente como los ’70. Esos lugares resumen y destilan una verdad mucho mayor que las interpretaciones históricas y sociológicas. El cuerpo social estuvo ahí, de ambos lados del mostrador, por supuesto. Un lugar en donde la Argentina se encontró y se puso a prueba, algo así como comprobar hasta dónde somos capaces de llegar.”

Mucho antes de dedicarse a la literatura, Gómez egresó del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, fue profesor en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla y director de cultura de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. “Se trata de una Policía Federal literaria, porque no todos los policías son putos, hermosos, dotados física y espiritualmente, como se plantea en Los marianitos. Me parecía atractivo utilizar esta institución, en el sentido de que, como toda organización cerrada por la índole de su actividad, se mueve a partir de códigos, lealtades, complicidades y obediencias. Además, los policías andan armados por la vida. Cuando las armas están al alcance de la mano, la vida se hace endeble y las decisiones dictadas por la pasión se convierten en definitivas –explica el autor de la novela Los putos–. Hay otro aspecto fundamental y tiene que ver con la relación que ellos establecen con el uniforme, como si fuera una segunda piel, y que dispara aspectos de la identidad y correspondencias viriles: ‘El uniforme hace al pedazo’, se dice. Y también es importante la relación muy particular que establecen con el arma de servicio. El narrador está enamorado de su Browning y dice que hace el amor con su arma.”

–¿Por qué en Los marianitos hay una exuberancia del lenguaje, que incluye un componente fundamental de religiosidad?

–La religiosidad que aparece en todas mis novelas tiene que ver con lo personal. El concepto y el andamiaje relacionado con la religión, el Padre todopoderoso, la comunión, el sacrificio, la redención, me impacta. Lo suelo resumir en una frase: siempre estuve enamorado de la idea de Dios. Ese andamiaje religioso conforma un sustrato muy profundo que, aun negado por muchos, existe y es bueno que lo reconozcamos porque forma parte de la idiosincrasia de cada uno. Investigar cómo impactan los discursos religiosos o los símbolos puede ser parte de ese “conócete a ti mismo” que toda filosofía laica propone. En cuanto a la novela, no podía ser de otra manera porque hace a la estructura y al argumento de Los marianitos. Aparece la génesis del muchachito que entra a la Policía Federal, las profecías de Ferreyra, las andanzas de los marianitos en un territorio de fariseos y, finalmente, ese Apocalipsis donde los marianitos se convierten, como en una transustanciación, en cuerpos sacrificados y sangre derramada.

–¿Qué encuentra en el aliento trágico que se percibe en sus novelas?

–Lo trágico es un aprendizaje, te obliga a preguntarte por qué me está pasando eso. Los escritores tenemos una mirada poética sobre los asuntos humanos, incluidos los asuntos políticos. Tenemos o deberíamos tener una percepción sensitiva, artística, sobre nuestro entorno inmediato, sobre el pasado y también sobre el porvenir; es más, deberíamos extremar esa sensibilidad porque hace a la especificidad de nuestra labor, a fin de que se convierta en un valor agregado a la percepción de ese saber por parte de la sociedad toda. No quiero decir que soy un trágico (risas), pero es cierto que me amoldo bien a lo trágico. La tragedia es una fuente de conocimiento. En la ópera, algunas personas dicen que la parte del aria, cuando se detiene la acción, es lo menos interesante. Yo opino lo contrario, porque es el momento en que el personaje reflexiona sobre lo que le está pasando e intenta de la mejor manera posible encontrar alguna respuesta. Esos momentos trágicos son fuentes de conocimiento sobre la humanidad.

–Algo de la ópera destila en Los marianitos, ¿no?

–Posiblemente por mi relación con la ópera, que es mi otra pasión, cuando escribo también de alguna manera escucho lo que estoy escribiendo. Hay como un sonido, un canto que sostiene lo que estoy diciendo. Obviamente, si bien tiene momentos de mucho humor, por ejemplo, en las profecías de Ferreyra, hay un aliento trágico. Las idas y vueltas de la novela, el periplo del muchachito, los enfrentamientos entre las dos bandas importantes, son mojones hacia ese gran final, que puede ser considerado con elementos operísticos, porque aparece lo trágico y un dispositivo escénico propicio para devorar el cuerpo de los marianitos.

–¿La escritura es también un dispositivo escénico?

–Sí. La escritura es una puesta en escena del lenguaje. Yo sospecho que Los marianitos es el libro que se internó hasta donde más allá todavía no se puede. La frase “ya llegará la hora” implica que todavía faltan velos que descorrer sobre lo que efectivamente ocurrió. Imagino que, 30 años después, otro escritor escribirá desde donde quedó esta novela con nuevos y sorprendentes datos que la historia, que es dinámica, aportará para seguir iluminando estas cosas. Suena un poco pretencioso, pero es mi aspiración. Es evidente que estoy a la búsqueda de mi propio lenguaje. Yo podría definir mi trabajo no solamente como una apuesta a la escritura intensa sino como un ir al encuentro de una poética, darme el permiso y encontrar la manera de hablar de ciertas cosas.