Discurso sobre la felicidad 24 Jun 2005

La dicha de morir impune

El País | Montevideo | Sebastián Maurente Girelli

 

EL MÉDICO y filósofo materialista Julien Offray de La Mettrie nació de mujer el día de la Natividad del Señor de 1709 en Saint Malo, Francia, y murió de felicidad el 11 de noviembre de 1751 en la casa del embajador de su país ante Federico II de Prusia (1712-1786). Los obituarios aun más meticulosos detallan en vano un atracón con paté de faisán y trufas: esa truculencia apenas invita a la precisión inútil de que La Mettrie no murió de felicidad en sí, sino de una de varias complicaciones orgánicas de la felicidad a que a veces son más propensos los que, como él, la equiparaban al bienestar del cuerpo.

Su Discurso sobre la felicidad (De la volupté) fundamentó esa equiparación en el francés de su tiempo, a más de un siglo de que René Descartes (1596-1650) envalentonara a sus compatriotas a filosofar en lengua vernácula, contra el prejuicio de que se pensaba mejor en latín, y propiciara a la larga el prejuicio aun más ridículo, y aún vigente entre los franceses, de que se piensa mejor en francés. Denigrado a nuestro modesto castellano, el Discurso sobre la felicidad media entre los otros dos títulos que por ahora componen la colección "El libertino erudito", de la editorial argentina El cuenco de plata: el inaugural Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, de Denis Diderot, y el más reciente, La disimulación honesta de Torquato Accetto. Un cómputo más escrupuloso agrandará ese incipiente catálogo a cuatro títulos, si considera libros distintos las dos partes del Discurso: la refutación ininterrumpida que constituye el Anti Séneca —no tanto de ese expositor eminente del estoicismo como del despiste de sus discípulos— y la enseñanza elogiosa del Sistema de Epicuro en fragmentos breves, no más extensos que un párrafo ni más escuetos que un aforismo.

No deslucen la prolija edición de Diego Tatián los desaciertos ínfimos de contar 45 años de vida entre parto y muerte de La Mettrie, en vez de casi 42 (p. 21), y de trastocar el sexo del forajido Catilina (p. 120) en el de una Catalina inhallable en tiempos de Roma: el Onomasticon de Iosephus Perin (tomos tercero y sexto del Lexicon Totius Latinitatis de Aegidius Forcellini) no consigna ese nombre en el inventario de los que los romanos le ponían a sus hijas.

CLASIFICACIÓN DE LA FELICIDAD. En su rima cuarta, Gustavo Bécquer celebró la continuidad de la poesía en tanto "al cálculo se resista" un abismo del mar o del sentimiento. Aun los espíritus más antipoéticos —vilipendioso adjetivo con que Gerardo Diego destrataba a Horacio— suscriben hoy ese recelo a la injerencia del número en materias del alma, pero en las rachas periódicas de entusiasmo científico, ese prurito no comide las cuentas de nadie. Hace casi dos milenios y medio, el espíritu más antipoético calculó que el rey justo es setecientas veintinueve veces más feliz que el tirano (Platón, La República, libro IX).

No tan específico, La Mettrie distingue la felicidad congénita de la adquirida. La congénita prevalece: hay hombres que nacen con el organismo dispuesto para perseverar dichosos aun en la adversidad, tan inhabilitados por la Naturaleza para entristecerse por algo como los melancólicos de cuna para regocijarse por la fortuna más auspiciosa. Ambos perdurarán en su índole extrema: unos, absortos de la desgracia, los otros desahuciados de esperanza: "La felicidad que depende de la constitución es la más constante y difícil de destruir (...) La infelicidad que procede de la misma fuente no tiene remedio, a no ser algunos paliativos muy inciertos" (p. 31).

En el medio, los mortales más comunes profesan la infinidad de matices entre las dos condiciones: sobre esa masa variable debe incidir el filósofo esmerado en aumentar los bienes y reducir los males. Además de la indiferencia casi unánime a los tratados de filosofía, ese compromiso concierta la dificultad más seria de purgar al hombre de un hábito que arraiga en años de catecismo: el remordimiento.

CRIMEN Y CASTIGO. La propuesta amaga entre líneas una inferencia que La Mettrie no demora en impartir, quizá más por inercia lógica que por coraje intelectual, o quizá por la aprensión a que si él no la formulaba como un remate coherente de su doctrina, más tarde sus objetores la alegarían como un incentivo a la inmoralidad: la indiscriminada abolición del remordimiento eximiría al bueno de compungirse por un placer legítimo, pero también al malo de avergonzarse de sus fechorías.

Los comentaristas más contrarios a mociones como ésta alertan que una gracia irrestricta degeneraría en la injusticia de que la aprovechen por igual el honesto y el malvado. El planteo de La Mettrie retoma una polémica irresuelta que cada época atiene a sus pretextos particulares: entre tantos, la nuestra suministra los de la legalización de las drogas ilícitas y la muerte civil a que se pretende condenar a los fumadores. Las discusiones inherentes a esos asuntos, y a otros similares, se dejan abstraer en la pregunta básica a la que La Mettrie respondía que no, y a los gritos: ¿es justo que se prohiba, se reduzca o se estorbe una libertad por eludir la consecuencia indeseada de que algunas personas hagan un mal uso de ella, para sí mismas o para los demás?

Su argumento asume un presupuesto del derecho moderno y exagera otro: asume el de juzgar la conducta sólo a partir del hecho consumado, y no de las intenciones, y exagera el de la presunción de inocencia hasta la certeza de que el hombre malo debe ser exculpado de sus remordimientos, por que sólo obra lo que corresponde a su naturaleza obrar. No escoge la maldad: la conlleva por talante. "No somos más criminales por seguir la impresión de los movimientos primitivos que nos gobiernan, de lo que lo es el Nilo por las inundaciones y el mar por las tempestades" (p. 174).

Determinismos más ingenuos proponen excarcelar a los bandidos. El de La Mettrie se contenta con otorgar una indulgencia plenaria a justos y pecadores del cuerpo hacia adentro, y con advertir que del cuerpo hacia afuera impera la jurisdicción de la ley, menos permisiva que la de una conciencia disoluta, y el interés del bien común, más importante que el individual. Hasta el facineroso más intrépido ponderará su aviso: "... aunque seas parricida, incestuoso, ladrón (...) ¡serás feliz a pesar de todo! (...) Pero si quieres vivir, ten cuidado, pues la política no es tan cómoda como mi filosofía". (p. 116). Por fin un pensador ilustra la tan encarecida y tan inexplicada diferencia entre libertad y libertinaje.

DE CUERPO ENTERO. La Mettrie no anima a su lector más al exceso que a la temperancia, ni más a la saciedad del instinto que a la de la razón. Se empeña en preservar al cuerpo irreductible a sus partes —igual al alma que a los genitales— con un celo muy similar al de los escolásticos en preservar al hombre irreductible a su cuerpo. A fuerza de haber visto tantas autopsias, La Mettrie no desaprendió el rudimento de biología que olvidan los libertinos iletrados: además del estómago y de los órganos del goce venéreo, el cuerpo humano incluye también un corazón y un cerebro que agasajar con los placeres peculiares del arte, el estudio, la amistad y el amor, bajo la única salvedad de no malograr la placidez de un ignorante por infundirle más clarividencia de la que su entraña soportare. La contraindicación de la inteligencia —"Es el veneno de la vida. Muchas veces, la reflexión es casi un remordimiento" (p. 37)— atiende al principio médico de que aquello que remedia a unos lastima a otros, y al precepto bíblico de que "...quien añade ciencia, añade dolor" (Eclesiastés 1.18).

La semblanza preliminar adelanta la hipótesis (p. 21) de que los detractores de La Mettrie inventaron la anécdota de la indigestión por su implicancia doctrinaria: el empacho mortal de un sibarita ejemplificaba la moraleja genérica de que en el pecado está la penitencia. La lectura del resto del libro —en especial de frases como la citada en el párrafo anterior—valida esa suspicacia y la deliberación a que intima: quizá La Mettrie no murió de felicidad o de insolencia, sino de la enfermedad incurable de que prueba saberse aquejado por la cantidad de veces que la alude en su ensayo. Tal vez terminó de descreer en Dios por el absurdo de haberla contraído en su aséptico oficio de filósofo, y no en los morideros de su oficio de médico. Hoy en día no la reportan siquiera los hipocondríacos más voluntariosos: la lucidez.