Cuentos de soldados y civiles 19 Dic 2013

“Prólogo” a los cuentos de Ambrose Bierce

El Litoral | José Bianco

Con traducción de Ana Torres y un límpido prólogo de José Bianco, la editorial El Cuenco de Plata acaba de publicar “Cuentos de soldados y civiles”, que recoge 26 cuentos del gran heredero de Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville, nacido en Ohio, EE.UU., hacia 1842, y desaparecido en México, donde se había unido al ejército de Pancho Villa. Transcribimos aquí un pasaje del texto de Bianco.

 

Como suele ocurrir en la vida, los héroes de Ambrose Bierce son los artesanos de su destino. No es un destino envidiable. Por lo común, Bierce los hace víctimas de circunstancias atroces que ellos provocan de una u otra manera. Colaboran con la adversidad. El destino es el carácter, pero en los héroes de Bierce no encontramos defectos de carácter. Matan o mueren miserablemente por causas dignas y sentimientos nobles: patriotismo, culto del valor, de la amistad, de la palabra empeñada.

Esta mala jugada del destino se reitera en los cuentos de soldados. Invariablemente, los héroes de Bierce sucumben a sus virtudes. Sucumben es la palabra, porque sus virtudes facilitan motivos plausibles a impulsos oscuros, subyacentes, que tal vez encuentran en aquéllos una válvula de escape. Ya no necesitan reprimirlos. Son impulsos propios de todos los hombres, pero muy característicos del hombre que Bierce nos presenta. Más adelante esbozaremos sus rasgos principales. Por el momento limitémonos a señalar que Bierce insinúa o denuncia esos impulsos, y que al final de sus cuentos, ese final que nos parece tan cruel, se cumple la ley del justo castigo. En ocasiones, cuando el desenlace de la fábula no frustra los designios de su actor, Bierce anticipa el infierno moral que éste se ha preparado en la vida.

De los héroes de Bierce sabemos muy poco. Por eso, sin duda, no percibimos en ellos mayores defectos. Bierce se ajusta a las normas del cuento tradicional: imagina situaciones y no se detiene, o apenas se detiene, en el desarrollo de los caracteres. Agreguemos que imagina situaciones cargadas de violencia y de horror. Por ejemplo: un soldado hace blanco en un jinete del bando contrario, o un capitán hace saltar a cañonazos otro cañón emplazado frente a una casa. Cuando termina el relato, nos enteramos de que el jinete era el padre del soldado; la casa, la propia casa del capitán, que ha matado a su mujer y a su hija. Los protagonistas de las respectivas historias miden perfectamente el alcance de sus actos: infringen la ley no escrita y se condenan a un terrible sufrimiento que va más allá de la pena material a la que los hombres llegarían a someterlos. Sin embargo, hay un matiz equívoco en el sacrificio que se imponen. Hacia 1900 habría de elaborarse una teoría capaz de fundar en otros móviles el comportamiento heroico de los personajes de Bierce. En la actualidad, un psicoanalista podría sospechar que su joven Edipo -al principio, el soldado ignora la identidad del jinete- ha querido sustituir a su padre, grandiosa figura que le inspira una mezcla de admiración y emulación bastante ambigua. Podría sospechar que el artillero del segundo relato destruye un hogar moralmente destruido. (Aunque sudista rabiosa, la mujer del capitán es una esposa fiel. Los celos, si no el resentimiento del marido, serían improbables. ¿Pero hay algo más improbable, más furiosamente improbable, que la conducta de Otelo?).

Conjeturas menos arriesgadas de lo que parece. Cuando la vislumbra, Bierce no tiene escrúpulos en levantar los velos que disimulan ante los ojos de los mismos héroes la naturaleza de sus tendencias recónditas. Lo prueba uno de sus cuentos de civiles, “La muerte de Halpin Frayser”, donde aborda directamente el tema del incesto. Y en otro de sus cuentos de civiles más famosos, “El hombre y la víbora”, la serpiente “alza la cabeza y lo mira (al hombre) con los ojos de su madre muerta”. Sin embargo, en sus cuentos de soldados, Bierce sólo discierne en primer término un sentimiento de orden general: el cumplimiento del deber. El deber justifica las peripecias de la acción y legitima aparentemente la conducta de los héroes, pero el destino los castiga porque les permite realizar o desbarata sus propósitos, como si traicionaran la solidaridad que deben al género humano cuando ponen su heroísmo al servicio de la patria. “Patriota: el que considera superiores los intereses de una parte a los intereses del todo”. Así lo define Bierce en su “Diccionario del diablo”.

En los cuentos de civiles a que antes aludí, los protagonistas son dos hombres sanos, en la plenitud de la vida. Como la salud del último podría suscitar algunas dudas a causa del hechizo que sobre él ejerce la serpiente, Bierce no se olvida de mencionarla cuando lo describe sumariamente. Pero tratándose de soldados, huelga toda mención de salud. Casi siempre el soldado es un muchacho a quien aguardan, por lo común, una mujer y varios hijos, bondadoso, audaz, franco, sin mayores luces, excepto cuando acude a todos los expedientes de la astucia para que funcionen los múltiples y precisos resortes de su cuerpo de atleta. El heroísmo está necesariamente unido a la juventud, a la fuerza, a la salud física y moral. ¿Dónde seguir mejor el progreso del sufrimiento que en estos semidioses de músculos abultados, brillantes de sudor y caras lisas, un poco tontas, sin otras arrugas que la crispación del esfuerzo inútil por evitar la muerte? ¿Dónde comprobar mejor la debilidad inherente a la condición humana que en estos guerreros de nervios templados y seis pies de altura, pujantes, seguros de su arrojo, y que de pronto se desmoronan invadidos por una angustia que los fascina en razón del estupor mismo que les causa? En la chaqueta que les aprieta el tórax o en el ritmo acelerado de la sangre, descubren los síntomas de una emoción inusitada; hablan o ríen sin darse cuenta, y en el sonido de su voz o en el eco de su risa los sobrecoge el acento del miedo. Y Bierce, hasta que termina el relato, describe la minuciosa tortura a que los somete, en el doble sentido material y espiritual de la palabra, inclinado sobre ellos como un oficiante de la muerte.

Son culpables porque son soldados, y “el oficio del soldado es matar”. Por añadidura, Bierce señala la parte directa, intransferible que a cada cual le corresponde en esa ignominia que los engloba a todos. Un asistente muere de terror, inmovilizado en medio de los escombros ante un fusil sin balas, porque el fusil se ha descargado en el preciso instante en que ensayaba su puntería contra una lejana columna de uniformes grises, calculando la mejor probabilidad de hacer una viuda, un huérfano, o una madre sin hijo, o quizá los tres al mismo tiempo, aunque el disparo no pudiera tener la menor influencia sobre la duración ni sobre el resultado de la guerra; un subteniente, a quien exalta el esplendor de la batalla pero repugna el espectáculo de los cadáveres, muere a consecuencia de esta paradójica repugnancia luchando cuerpo a cuerpo con un cadáver; a un capitán lo aguarda la pena máxima por asestar el coup de grâce a un amigo que agoniza y será devorado por una piara de cerdos del monte: sobre su cabeza recae la muerte del amigo que se alistó en el ejército, sin afición a las armas ni disposiciones para la carrera militar, por no separarse de su lado. Inútil continuar enumerando. El mundo del soldado es un “mundo de asesinos”. Allí los hombres se muestran en toda la verdad de su naturaleza; allí dan rienda suelta a los instintos de sus antepasados del Asia Central, acrecidos por la nueva barbarie de las civilizaciones modernas. El mal es inevitable, ineluctable. Para Bierce nadie se salva: en el combate y pasado el combate, cuando se hace justicia, distribuye los castigos con paternal solicitud.

El verdadero objetivo de la Guerra de Secesión no fue abolir la esclavitud. Bierce lo sabe. En junio de 1864 le escribe a la hermana de su novia: “Oh, qué dulce sería la muerte si fuera por ti o por Tima, en vez de ser por mi patria, por una causa que acaso sea justa, acaso injusta. ¿Crees que me falta patriotismo al hablar, así? Quizá. A los soldados no suele inquietarlos esta clase de consideraciones”.

Ha cumplido veintitrés años. Desde los diecinueve combate como voluntario en las filas yanquis. Asciende de soldado raso a sargento, después a oficial topógrafo, después a oficial de estado mayor. Participa en muchas batallas, lo hieren de gravedad en Kennesaw Mountain. Cuando termina la guerra y se aguarda una era de reconstrucción y de paz, Bierce decide incorporarse definitivamente a la milicia. El número de las tropas se ha reducido al mínimo: sólo pueden ofrecerle un grado de subteniente. Bierce lo rechaza. Es el caso de preguntar por qué ha querido entrar en el ejército, ya que juzga tan ruin el oficio de soldado. Bierce responde (“Diccionario del diablo”): “El suelo de la paz está sembrado con las semillas de la guerra y es singularmente propicio a su germinación y crecimiento... La guerra se complace en venir como un ladrón por la noche...”. Por esta paráfrasis de las Escrituras se infiere que la paz es un estado transitorio, efímero. Bierce continúa añorando el día de la gran tribulación. Y ese día se repite para él, al cabo de veinticinco años, cuando escribe los cuentos de soldados. Entonces se desquita en los soldados del suplicio que ha sufrido, pero también sufre a la par de ellos, de igual modo que Sade -ya lo hace notar Jean Paulhan en el prefacio a “Los infortunios de la virtud”- encuentra la más eficaz de sus cómplices en la desventurada Justine. Pierre es el verdugo y la víctima, el doble sujeto, activo pasivo de los tormentos que inflige a sus héroes.

Los cuentos de soldados nos muestran el anverso y el reverso de la guerra. Por una parte, su aspecto prestigioso, brillante, al que Bierce es tan sensible: la estrategia de los generales en jefe, el centelleo de las armas, el despliegue de los batallones, los caballos espoleados bajo una lluvia de proyectiles, las colinas que van entrando en erupción y levantan sus torres de humo; por otra, los heridos que agonizan y los cadáveres que hierven de larvas, integrados a la vida indiferente, incesante del bosque. De las escenas un poco ingenuas, de colores nítidos, a la manera de Horace Vernet, pasamos a los cuadros de gamas verdosas, corruptas, que hacen pensar en Delacroix, o en el despiadado negro sobre blanco de los “Desastres” de Goya. En resumen, al saldo de muertos, de medio millón de muertos, que dejó la Guerra de Secesión. El sacrificio de vidas humanas le parece a Bierce igualmente monstruoso en las dos fracciones, federales y confederados, pero es curioso que en los últimos, sus enemigos, admire muchas veces esa mezcla de simplicidad y de refinamiento en los modales que acentúan, si es posible, su valor.

Quizá deba señalar una característica que en cierto modo vincula la técnica que sigue Bierce en sus relatos con una de las teorías que preconiza el nouveau roman: me refiero a la preeminencia que asigna a lo visual, a la importancia que adquiere el enfoque preciso, detallado de los lugares y los movimientos de los personajes.

(...)Vemos una sólida viga y un tirante, pero viga y tirante paralizan el brazo de un soldado; vemos un tronco de árbol donde está sentado un oficial y un rayo de luna que se filtra por las ramas, pero un cadáver sale de la oscuridad y avanza en dirección al tronco; vemos un peñasco contra el cielo, a una altura prodigiosa, pero desde el peñasco un jinete galopa por encima de nuestra cabeza. El lugar es una trampa y la trampa no es menos consistente que el personaje que está por caer o forcejea dentro de ella. A veces, Bierce arma sus mazmorras en las tinieblas, en el fondo de un bosque. A veces envuelve con hilos levísimos dos cumbres distantes, y el sol del crepúsculo hace refulgir su telaraña con los matices del arco iris: en ese paisaje de una belleza conmovedora, aérea, ha de ocurrir algo aciago.

Y ocurre, indefectiblemente, porque interviene el azar, una de esas extrañas coincidencias pequeñas o grandes tan frecuentes en la vida cotidiana, pero ante las cuales, medrosos, retroceden los cuentistas y novelistas de hoy. Los héroes de Ambrose Bierce los provocaron. De un modo u otro; como he repetido en el curso de este prólogo, eligieron sus desdichas y participaron en la justicia inexorable que los castiga. Antes que Schopenhauer sostuviera el carácter voluntario de todos los hechos que le ocurren al hombre, antes que el psicoanálisis incorporara esta idea a su método para sacar a luz los móviles profundos de la conducta humana y curar las neurosis, ya lo dijo Balzac: “La mayor parte de las casualidades son premeditadas”.