El collar del perro 07 Jul 2013
Perfil | Rafael Toriz
Desconocida durante mucho tiempo en el país, se reedita en castellano la obra de uno de los narradores más poderosos del continente.
Por razones imprecisas –aunque marcadas por la tradición de aislamiento lingüístico de su país y cierta ignorancia de los nuestros–, la obra de Rubem Fonseca (1925) ha tenido una suerte extraña en América Latina. Desconocido durante mucho tiempo en la mayor parte del continente, salvo por escasas ediciones casi siempre españolas, el mito de su literatura fue propagándose de boca en boca, sin prisa pero sin pausa, acorde con la tradición no escrita de la mejor literatura brasileña contemporánea. Hasta hace algún tiempo, cuando menos una quincena de años, mencionar su nombre era referirse a un autor de culto unánimemente respetado, pero más bien poco leído. En la Argentina, con la salvedad de la publicación del tomo del cuentos El collar del perro en 1986, era imposible encontrar sus libros, como no fuera en las ediciones colombianas de Norma –traducidas con descuido– y algunos desperdigados tomos españoles (a veces Bruguera, y más cercanos en el tiempo, los tomos publicados por Seix Barral, en las temerarias traducciones de Basilio Losada). En México, sus libros fueron publicados con cierta continuidad por Cal y Arena –a veces con traducciones buenas y otras francamente miserables–, pero sin duda nada lo acercó tanto al gran público como el tomo de cuentos titulado Los mejores relatos, publicado por Alfaguara a finales de los 90 en la estupenda traducción de Romeo Tello.
Por tal motivo, es un verdadero regocijo que El Cuenco de Plata haya decido publicar, aunque en versiones chirriantemente porteñas, dos de sus tomos señeros de cuentos: El collar del perro y Los prisioneros. Y en este punto es necesario hacer la salvedad de que leer a Fonseca en textos tan lejanos –se trata de sus primeros libros– dará por fuerza una lectura sesgada del autor, puesto que si algo ha construido con la pericia de un maestro ha sido una literatura potente y singular abierta a múltiples lecturas. Es necesario ubicar la totalidad de su obra –copiosa y fecunda– para poder calibrarlo en todo su genio (si alguien se asusta con la lectura de estos tomos, se perderá los hallazgos postreros del brasileño). Porque la obra de Fonseca, vigorosa y descarnada, es un viaje de ida en pos de las entrañas del misterio.
Un artesano del cuento. Los relatos de Fonseca, ejemplos contundentes y extraordinarios del género, oscilan entre la realidad asesina y la crueldad extrema, entre la opulenta agresión de la burguesía y la afilada violencia de la miseria; pero sobre todo la brutalidad de su obra radica en el lenguaje, en el manejo preciso y corrosivo del lenguaje para dar cuenta de un mundo despiadado al que más que nombrar es preciso herir y suturar, hacerlo estallar con un impacto que nos recuerde que esa pesadilla, esa realidad, no sólo existe, sino que predomina. El terror de nuestro mundo está encerrado en las palabras.
La literatura de Fonseca es un imán que oscila entre el temor y el temblor que va de la sorpresa sangrienta al cinismo galante sin dejar de lado la parodia descarnada o el humor inteligente. Leer a Fonseca es compartir una mirada crítica, consciente e irrebatible de la condición humana. Sus frases, cortas y sugerentes, revelan personalidades complejas y radiografían las relaciones sociales tan disparejas y simbólicas de una sociedad desquiciada, riquísima y fascinante que, ubicada en Brasil (casi siempre en Río), ejemplifica vivamente características comunes a distintos territorios de América Latina, particularmente a los conflictos de las grandes capitales: “¿Ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar es realmente la concha pero no tienen cojones y enseñan el sobaco”/; “Coger con prostitutas es muy agradable, la variedad es espléndida e infinita. Existen las putas suaves, las turbulentas, las ignorantes, las que leen libros de metafísica”/; “El éxito es repulsivo, casi tanto como las personas”/; “Me irritan esos sujetos que andan en Mercedes, la bocina del carro también me fastidia”/; “El amor es generosidad, comprensión, ausencia de egoísmo, y sin embargo los amantes son egoístas, mezquinos e intolerantes, porque así es la condición humana”.
Muchos de los personajes de sus cuentos son miserables para los cuales la única opción de justicia es la venganza, esa humana necesidad de consumirse a través del aniquilamiento de los otros. Su ya mítico personaje de “El cobrador”, especie de Robin Hood radical con ánimos de poeta, es de una complejidad, dureza y ecuanimidad necesariamente impresionantes. El cobrador es un hombre verdadero. El texto, perfecto para decirlo de una vez, es el discurso oscuro que refleja con categórica certeza la fracasada modernidad latinoamericana, que a través de un comportamiento violento y barbárico se revela como complemento de las sociedades obnubiladas por un sistema económico carnicero y políticamente corrupto que condena a la mayoría a una desahuciada y miserable periferia, a erigirse como espectadores resentidos de su propia existencia. De allí que un menesteroso desdentado con hambre infinita se decida a cobrar lo que le deben, a poner las cosas en su sitio:
Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionários, a los médicos, a los ejecutivos, a esa canalla entera. (…) ¡Yo no pago más nada! ¡me cansé de pagar! (...) ¡Ahora sólo cobro! (…). La calle llena de gente. Digo, dentro de mi cabeza y a veces para afuera, ¡me está todo mundo debiendo! Me deben comida, coños, cobijas, zapatos, casa, carro, reloj, dientes, todo me deben. Un ciego pide limosna sacudiendo una escudilla de aluminio con monedas. Le pego una patada a la escudilla y el sonido de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, casa de armas, farmacia, banco, putas, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, vastas muchedumbres. Por la mañana no se consigue andar en dirección de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la calzada.
Este fragmento, lúcido y virulento como buena parte de su literatura, es una de las posibles consecuencias del individuo enfrentado a una ciudad sin otra opción que la furia como alimento. No es de extrañar que, en una calle atestada hasta el hartazgo de individuos sin rostro, imbuidos en una cinética que sólo consiente el slam desangelado de las grandes avenidas y el desprecio clasista como saludo en los cruceros, un hombre armado se anime a despejar su camino para construir un espacio que lo contenga y justifique: una ciudad para sí mismo en su pequeño día de furia. Realidades trepidantes, de tono parecido, figuran en los cuentos Feliz año nuevo y Ciudad de Dios.
Empero es preciso no ofrecer una imagen errónea o tendenciosa de su obra. Sus cuentos, en muy buena parte, son una alegría nutrida del sarcasmo, la inteligencia y el retrato sin retoque, características que explorará en libros posteriores. Muchos de sus relatos están poblados por escritores, empresarios, detectives, enanos y suculentas prostitutas. Su mirada sobre la burguesía es tan precisa y descarnada como sugerente e indiscutible la que ofrece sobre los pobres. La suya es una escritura coral, un perfecto termómetro para una época convulsa, cínica y solitaria. Algunos de sus cuentos más logrados son verdaderas gemas del género. Intestino grueso, Pierrot de la caverna, Llamaradas en la oscuridad, Artes y oficios, Shakespeare, Amarguras de un joven escritor, Los prisioneros, El globo fantasma o El arte de caminar por las calle de Río de Janeiro dan cuenta de ello. A su vez, novelas como El caso Morel, Bufo & Spallanzani, Vastas emociones y pensamientos imperfectos o Diario de un libertino son ejemplos de una sostenida preocupación formal unida a conocimiento de modelos populares, como la novela negra o el género policiaco. En cierta medida, Fonseca continúa la tradición inaugurada por Cervantes de parodiar un género tradicional y manido para ofrecer un híbrido más fuerte, de mayor calidad y seducción. El brasileño se ha valido en numerosas ocasiones de técnicas y trucos de géneros aceptados por “el gran público” y ha conseguido gratísimos resultados. Los suyos son libros sobre libros (la preocupación literaria suele ser una constante) con asesinatos y mujeres hermosas en el medio, citas ilustradas que revelan en un instante la psicología profunda de los personajes, como sucede en su última novela, El seminarista (actualmente distribuida en el país por la editorial chilena Tajamar). Así, en Cuadernito de nombres, uno de mis cuentos predilectos, es posible leer el diario del protagonista, quien suele llevar, como algunos escritores, un registro secreto de las mujeres con las que fornica: “Andressa. Chupa. Anal. Celulitis. No sabe quién es Florbela Espanca”.
Otros cuentos, por el contrario, hacen de los enanos el foco de lo narrado. En el libro La cofradía de los espadas, uno de los relatos cuenta la historia de un curioso grupo de caballeros que se dedica a lanzar enanos con motivos deportivos ante la sorpresa de una fémina políticamente correcta que se revela incapaz de tolerar el evento. Por su parte, en El agujero en la pared destaca la historia de El enano, un minúsculo chantajista pendenciero que gracias a su impertinencia y mezquindad acabará asesinado encerrado en una maleta de discretas proporciones. En la novela El gran arte aparecerá, un personaje tan digno de memoria como el Fischerle de Elias Canetti o Tyrion Lannister de Juego de tronos. Se trata de Zakkai, Nariz de fierro, un enano negro hijo de puta que conservo en mi galería de personajes inolvidables.
La obra de Fonseca, en su totalidad, registra el entrecruce de dominios sexuales, políticos, cómicos y trágicos siempre tamizados por una inquietud estética, como lo demuestra el que acaso sea su mejor libro, Agosto, una obra tan sobrecogedora como perfecta ubicada en los tiempos de Getúlio Vargas. Si tuviera que aventurar una característica sobre su trabajo, y por fortuna no tengo que hacerlo, diría que la literatura de Rubem Fonseca es la erudición en armonía que se fue de carnaval.
Cobrar al cobrador. Es conocida la aversión de Fonseca a dar entrevistas, fungir como opinólogo o cumplir la labor de intelectual mediático. Ante la necesidad histórica y social de ubicarlo en un lugar dentro de la república letrada, podríamos colocarlo en la esquina opuesta a la que ocuparon en su tiempo José Saramago o Carlos Fuentes. Fonseca es un personaje convencido de que la voz de los autores deben ser sus libros, hecho que me parece admirable y honrado. Sin embargo, hay una frase contenida en Diario de un libertino, novela escrita a la manera de un diario, que mueve a la reflexión y el debate:
Si mi biografía está sólo en mis libros, considerados, como dijo un crítico, un repertorio inmundo de depravaciones, perversiones, degradaciones e inmoralidades repugnantes, seré muy mal interpretado. La biografía de un escritor puede estar en sus libros, pero no según la visión simplista de los zuckermanianos. Fernando Pessoa dijo: lo que soy es porque vendieron la casa. Eso es parte importante de la biografía completa de Pessoa, que hayan vendido su casa. El era poeta, los poetas, esos grandes filósofos, dicen verdades. Nosotros, narradores, decimos verosimilitudes.
La obra de Fonseca, espléndida y lúcida, es un arma incluso contra sí misma y por eso es inmune a inepcias y vicios que podrían contrarrestarla. Su literatura es escarnio en carne propia y burla puesta en escena para no sucumbir ni siquiera ante sí mismo. La furia que la sostiene se alimenta de sus propias entrañas, un cáncer abatido por el cáncer; de ahí que sostenga en alguna página una frase dirigida a aquellos lectores que “idealizan al idiota que escribe, se apasionan por un mito, esperan que él realice sus delirios alegóricos. Los escritores son malos amantes, malos amigos, mala compañía”. Frases como esta son las que le permiten asegurar a Tomás Eloy Martínez, en el prólogo a la bellísima edición brasileña de sus 64 contos…, que la obra de Rubem “instala el miedo y el mal en el interior del lenguaje, cada una de sus palabras es como una nota musical arrancada de la sinfonía del mal (…) Las palabras que desafía tejen un dibujo que el lector jamás podrá desentrañar, como sucede con las moscas capturadas por la voracidad de la araña”.
Poco resta por decir. Fonseca, como ningún otro escritor latinoamericano, es el mejor narrador urbano de la segunda mitad del siglo XX. La posibilidad de leerlo, con todos sus matices, es una puerta perfecta para adentrarnos en ese país fascinante y aturdido que también nos pertenece.