Desnichadores 01 Sep 2012

Una escritura clandestina

Bazar Americano | Sebastián Sacco

 

Desnichadores fluye como una ficción formalmente escindida en dos partes, dos relatos y dos universos simbólicos que se conectan y yuxtaponen en derredor de la presencia o la sustracción del cuerpo, la acción y la palabra.

Como señala Martín Kohan, “dos discursos conforman Desnichadores”. Por un lado, “las cartas que un tal Leopoldo Benavídez envía a su madre agonizante”. Por otro, la historia de Taubicí, un joven que llega a Misiones y se termina convirtiendo en una especie de disparador revolucionario.  Pero, también, la voz de Benavídez, personaje fascinado con la figura de Lugones, conforma un discurso monológico, una visión única que va reescribiendo frente a un cuerpo cuasi inerte un pasado enrevesado de filiaciones, duplicaciones homónimas y obsesiones fascistas.

En ese campo, el discurso sustituye a la acción y el cuerpo presente se sustrae en traumáticas retrospectivas familiares. De tal modo, en una de las cartas del personaje hallamos: “Una vez, desde tu cama, un hombre me llamó desnichador (…) ¿Fue así? «Desnichador, él te llamaba desnichador», me decías como quien recuerda una broma, un tibio suceso familiar. (…)”.

Desde allí, la contradictoria biografía de Lugones se confundirá con la también difusa identidad de Benavídez, quien restituye de alguna manera una figura paterna o de autoridad entre él y su madre distante: “Mucho después, en el libro loco de Lugones encontré la palabra desnichador (…) Pero al final del capítulo, en nota al pie, un Leopoldo Lugones hijo comunica que la palabra fue inventada por su padre, quien la tomó del francés dénicheur (…) Mamá, la incorporación de la palabra desnichador al idioma castellano está sujeta a un desdoblamiento: Lugones, en condición de padre, la introduce; Lugones, en condición de hijo, le otorga significado”.

Luego, la narrativa del personaje se disemina entre el interés por los tratados militares, las alternancias dogmáticas-religiosas, y la historia de la Zwi Migdal. “A fin de sustraerme a mi condición de desnichador, busqué ayuda en la religión. Pero el cristianismo no me sirvió. El cristianismo no deja en paz a los cadáveres. Desde Jesús, los cristianos están acostumbrados a que los cuerpos entren y vuelvan a salir de la tierra, resuciten, vuelvan a morir, sueñen con volver intactos tras el Juicio. El cristianismo mismo admite y hasta requiere desnichadores. (…) En fin, mamá, quiero confesarte que me hice judío. Ya he dejado de ser judío pero, mientras lo fui, reconocí que los cuerpos se entierran para siempre y que allá ellos, los cristianos, con sus desnichadores”.

En el otro ámbito, el recorrido de Taubicí se presenta inicialmente como el reverso de las cartas. Enfocada desde la perspectiva de un narrador omnisciente, ante todo la sucesión de acciones conducen esta narración desde una zona indefinida de Misiones, al pie de una barranca en donde el joven desembarca en 1931, hasta el centro de la selva y a la lucha posterior por derribar un orden establecido, fundar una ciudad y una especie de “religión de la Madera”. Así, Todos los fuegos el fuegoEl entenado y algunos vestigios de Horacio Quiroga, resuenan en los tanteos prístinos del personaje a través de la geografía inhóspita y sombría de la selva misionera, o en el contacto con diferentes pobladores que asume visos de un relato mítico, fundacional y cargado de misticismo.

En un espacio, entonces, el discurso escrito, los tintes fascistas, la conjetura y el pensamiento recurrente. En el siguiente, el mundo del trabajo, el uso acotado de la palabra y la acción, el camino revolucionario; cuerpo en juego, pasajes entre Buenos Aires y Misiones. Parábolas sobre la escritura, la memoria y el sujeto tendidas entre las cartas de Benavídez y la historia de Taubicí: “Si no estuvieran ensobradas, no serían cartas distintas sino una sola en tramos sucesivos, o ni siquiera una carta sino papeles y papeles multiplicándose como un cáncer” / “Los hombres de la Madera no otorgan ningún carácter sagrado al material que les da su nombre; simplemente la madera resulta adecuada para llegar a la forma. Algunos trabajan la madera cotidianamente y otros muy de vez en cuando. No cuentan con ninguna escritura”.

Por lo demás, las simetrías entre ambas partes son múltiples. Mientras en una se conjetura sobre la táctica militar, en la otra se desarrollan una serie de luchas: el franqueo de los límites del Yerbal, la toma del Tacurú, la fundación de la ciudad del Taubicí.

En tanto Benavídez reconstruye historias sobre la Zwi Migdal, historias que involucran a sus antepasados y que tienen al simulacro, a la confusión identitaria como base,  en el otro plano el inicio de la revolución surge después de la captura de una mujer, y del abuso sistemático o convencionalizado de las mismas. Una de las disquisiciones de Benavídez, por ejemplo, arroja: “Claro que había violaciones. ¿Qué gracia tiene hacer un pogrom y detenerse respetuosamente antes las muchachas judías, cuyo atractivo sólo un cristiano puede paladear? Pero la ley del vientre judío garantiza la supervivencia del pueblo. El invasor que cree haber dejado la semilla del desaliento bajo la forma de ese hijo que, sin dejar de ser propio, es ajeno y odioso, el invasor se estrella contra la ley que dice que el hijo, no importa el padre, es del Pueblo”.

Tal como si la sexualidad y la violencia se ubicaran en el base de estos relatos fundacionales, en el centro de los núcleos de poder que en ambos casos -la Zwi Migdal, el Taubicí- se tejen en sociedades al margen del estado, en organizaciones que plantean una contracara institucional y hacen de la mujer un signo original. Sucesiva o simultáneamente: madre, cuerpo ausente, compartido, violentado, rebelado. La madre del protagonista, Mara (la prostituta revolucionaria), Rosita, América Scarfó, Evita.

En Aquí América latina, Josefina Ludmer se preguntaba: “¿Es ‘lo judío’ la particularidad de la Argentina en América Latina?”. Desnichadores, en tal caso, junto con la obsesión de Leopoldo por el judaísmo, instaura un conjunto de particularidades dentro de “lo nacional”: la mujer, la Zwi Migdal, la mafia, el anarquismo. Lo judío, los mensú y, sobre todo, la historia del “negro Zelmar” en la selva misionera, el exilio de su familia en 1831, su ida y desaparición en la guerra del Chaco. 

Corporalidad y cronología

En el ensayo antes citado, Ludmer conjeturaba asimismo: “Feinmann y Asís, con el tema del primer golpe militar de nuestra historia, el de 1930 (uno de los cortes históricos que nos constituyen en América Latina), y con el tema del fascismo y del mal (o de los demonios), debaten casi abiertamente las políticas de la muerte de los años 70 (…). Por eso las dos ficciones tienen en el centro a Lugones (que fue las dos cosas, además de poeta nacional) o al “signo Lugones del 2000”: el escritor anarquista primero, después fascista e ideólogo del golpe del 30, suicida, padre del jefe de policía que inventó la picana eléctrica y abuelo de una militante desaparecida”.

La cita es provechosa y bien podría funcionar en una aproximación a la cronología de Desnichadores.

Primero, el periplo de Taubicí y el sistema de referencias que lo enmarcan. En el inicio de la novela, el personaje recibe un arma de Paulino, corre el año 31, y el golpe del año anterior se fija también en la otra historia, en la del hijo de Leopoldo Lugones. 

De tal manera, y en ese punto, los relatos del represor y del perseguido se bifurcan. Sobre el hijo de Lugones, deduce Benavídez: “Lo que no se le perdonó, lo que causó la mayor indignación no fue el hecho de que torturara, sino a quiénes se atrevió a torturar (…) Se sabía, también, que días antes habían sido brutalmente torturados en la Penitenciaría Nacional, horas antes de ser fusilados, los anarquistas Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó”.

Por esa línea, la historia de América Scarfó, Giovanni y Paulino se despliega en las cartas junto con el salto hacia el 70, un espacio en el cual reaparece la figura femenina y el trasfondo amoroso, sexual; revolucionario, reaccionario: “Conocí a Alejandro Peralta, hijo de Pirí Lugones, nieto de Leopoldo Lugones, bisnieto de Leopoldo Lugones, en la casa de su madre. (…) Le dije que yo, Leopoldo, así nombrado por mi madre, hijo bastardo de Lugones, oculto a la familia desde siempre, venía a darme a conocer”/ “Mi madre es judía”, dije (…) Dije que tu padre estuvo en la Zwi Migdal y eso los conquistó, mamá”.

Desde esta lectura, la figura de Eva, su cuerpo ausente y la única mención a Perón que hallamos en el texto, son axiales. Quien escribe las cartas, enunciador orientado hacia una mujer postrada, ausente, enferma de cáncer, recuerda: “Ocupaba casi toda la cuadra en una de las plazoletas de los costados de la avenida 9 de Julio. Era una ballena inmensa. La habían encontrado en el sur, en una playa, varada o muerta, y Perón había mandado traerla para que la gente, para que los chicos pudieran ver el prodigio. Yo había ido con vos, mamá”. Después, otro de los raccontos vertidos por Benavídez en su escritura lo sitúan en Plaza de Mayo, en la década del 70 y ante el inminente arribo de Perón, refiriendo a una joven militante: “Me fue bien en el colegio pero a papá nunca le alcanzaba para comprarme la bicicleta, y entonces mamá le pidió a papá que fuera a pedirle a Evita (…) y Evita, sin abrir la carpeta que tenía en el escritorio, le preguntó a papá por qué no protestaba porque no le daban el crédito para la casa. Eso le dije a la chica, que Evita le preguntó a papá por qué no había protestado y que dio un golpecito con su puño de mujer en la carpeta, y papá tuvo vergüenza (…)”. Quizá allí, se cifre uno de los principales vectores del relato; los gérmenes de la dictadura, los cuerpos ausentes, una historia violenta y recurrente.

En definitiva, Pedro Lipcovich presenta en esta, su primera novela, una narración que a su vez repiensa y reconfigura “lo nacional”, una ficción que discurre desde  perspectivas íntimas, personales y familiares entre los principales momentos, flexiones o quiebres de la historia argentina: el tópico de la “madre patria”, cierto paternalismo y autoritarismo constitutivo, una violencia de tipo simbólica y fundacional.

Todo, a partir de una escritura de tipo recursiva, calculada, detallista, que escapa a la literalidad y tiende al montaje fragmentario, a la imposición de lo confuso, lo ilegible, lo secreto y lo oculto como clave estilística y representativa de discursos e historias de por sí veladas, confusas, oscuras. Frente a ello, algunos pasajes del texto son especialmente lúcidos: “El texto militar, en la medida en que contenga algún aporte real, requiere una clave de lectura que el enemigo no pueda penetrar. Claro que en esto no se trata de criptografías o secretitos. Obtener esa clave implica discernir qué nos diferencia del enemigo, más allá de toda contingencia”. Queda, en el lector, movilizar el tejido del texto:  “(…) como un chico que al adulto distraído le presenta uno de esos acertijos donde lo difícil no es resolver el enigma sino suscitar en el otro la voluntad de responder”.