Desnichadores 14 Ago 2012

Desenterradores

Blog Eterna cadencia | Patricio Zunini

Pedro Lipcovich habla de Desnichadores (Ed. El cuenco de plata). “Hoy Lugones no tiene reconocimiento efectivo como escritor”, dice.

 

Desnichadores, de Pedro Lipcovich (Ed. El cuenco de plata), alterna entre la libertad fantástica y la claustrofobia concreta: como una tumba a la espera de ser profanada. Narrada en dos partes entrelazadas por sutilezas, la novela avanza a través de las cartas que un hombre —un “desnichador” en busca de su origen que se asume hijo natural de Lugones— le escribe a la madre —muerta o en coma, ausente pero de cuerpo presente— al tiempo que narra la historia de un anarquista que levanta una ciudad-estado inaccesible en medio de un yerbal árido en Misiones y que, sin proponérselo, funda la “religión de la madera”.

—El yerbal —dice Lipcovich como una primera propuesta para diferenciar ambas tramas— es un lugar raro: no se sabe dónde comienza, es una especie de desierto quemado que no produce yerba pero que tampoco se reemplaza con otra cosa. Está también la ciudad y el trayecto no euclidiano que lleva hacia ella… Son lugares que parecerían alejados de un contexto realista. En cambio, los espacios de la historia del desnichador son bastante sólidos: están en un lugar que es como un cubo, con una puerta y un espacio de aire y luz. Son lugares más concretos.

En un bar de Constitución, Lipcovich escucha las preguntas acerca de su primera novela (tiene tres libros de cuentos), y asiente en silencio o con algunas risas. Es tímido, Lipcovich, o así parece. Da la impresión, incluso, de preferir las propuestas de lectura del entrevistador antes que las propias. “Si es así, no me disgusta”, responde varias veces. Cuenta que durante la escritura tenía presenteZama, de Di Benedetto, aunque no podría señalar puntualmente en dónde se manifiesta.

¿Qué es un desnichador? La palabra no existe. O, mejor dicho, no existía hasta que la inventó Lugones, quien la tomó de dénicheur (en francés, observador). El narrador especula: «Un desnichador debía ser algo así como un desenterrador, alguien que retira los cadáveres de los nichos. En realidad el desnichador debiera suprimir el nicho mismo, tal como el desarmador deshace lo armado, el despiojador quita los piojos y el destripador las tripas». Acorde con la idea de deshacer, la historia avanza a través retrocesos y paradojas.

—No puedo decir que busqué una narración que estuviera en contra de —dice Lipcovich—. No fue algo que me haya propuesto como una guía de escritura o una orientación. Me parece que en el término de desnichador, además de la significación (que es des y nicho y no se puede negar), tiene mucho que ver la enunciación: quién lo dijo, cómo fue dicho.

Con ironías y vueltas de tuerca, las dos historias van golpeando las paredes del poder (la religión, la justicia, el ejército) para encontrar los huecos por donde se lo podría desmantelar, desnichar. Así, por ejemplo, como un espejo que deforma, la conversión al judaísmo del desnichador tiene un contrapeso en la “religión de la madera” que surge en la historia de Misiones.

—No sé si la religión de la madera es anárquica, en el sentido de que hay un ordenamiento, pero es como si lo fuera. De todos modos, ellos no se dicen profesantes y no la definen como religión, porque no hay una aspiración a trascendencia: es acto mismo. La religión de la madera contribuye a que este grupo haya subsistido y que mantenga una homogeneidad para proseguir en la clandestinidad que se extiende hasta hoy. Aparece como una práctica apaciguadora, fundante de un colectivo. El judaísmo en Desnichadores es medio complicado. Se me ocurre que hay una relación de cierto contraste: la religión de la madera es, por así decirlo, exitosa para los personajes, mientras que el judaísmo, por lo menos al desnichador, no le llega a funcionar. De todas formas, la conversión de él también es paródica. Me da la impresión de que los intentos que él hace para ubicarse en un orden que lo contengan no funcionan.

La historia desnichador queda estructurada por la familia Lugones. ¿Cómo fue el trabajo con ese clan marcado por el suicidio?

—La historia de la literatura argentina es algo que no domino y de lo que no propuse ocuparme, pero sí, en la preparación de Desnichadores, leí a Lugones. El título de la novela procede, como lo indica el epígrafe, de La guerra gaucha, que  se menciona como “el libro loco” de Lugones. Efectivamente es un libro loco; hay en él un exceso que lo aproxima a la ilegibilidad. La guerra gaucha no es en modo alguno un libro canónico, sino un texto delirante. Por otra parte, releí Las misiones jesuíticas, que me parece muy interesante: en la obra de Lugones, está en el punto intermedio entre el izquierdismo inicial y el nacionalismo final: digamos —como dijo Marguerite Yourcenar sobre Memorias de Adriano—, está en mundo sin dioses. Hace una lectura política muy interesante y a su vez, me parece, podría ser mejor leída hoy que en tiempos más ideologizados. Creo que hoy nadie lee a Lugones, no tiene reconocimiento efectivo como escritor; es una figura que nos llega a través de las referencias políticas o personales o, en literatura, desde la discusión que Borges tuvo con él. Creo que lo que más me interesó de la historia de la familia Lugones es la dimensión política. Hay cuatro generaciones: el viejo, el hijo, Pirí y Alejandro Peralta. Cada uno de ellos se relaciona con un momento distinto de la historia y la política argentina. Cada uno de ellos muere de una manera particular. Hay que decir que si hay un enigma que subsiste es más bien el suicidio del menos conocido de todos, el del más joven, el tullido, el que cierra la serie.

En una carta, el desnichador anota: «escribir reduce la posibilidad de pensar, y los pensamientos, que de otro modo serían como bichos sueltos, al escribir no tienen más remedio que ordenarse».

—Sí, pero creo que la frase termina «encolumnarse uno detrás de otro como un ejército vencido». Es algo que dice en un contexto muy particular en el que está viviendo. En realidad, tiene que ver con la dificultad que se me planteaba al escribir la historia: cómo dar cuenta mediante una escritura sujeta a sintaxis de determinados momentos en los que uno gritaría o podría decir palabras inconexas. El está viviendo una experiencia de las que suelen llamarse límite, pero la escritura obliga a ordenarte. Supongo que la frase admite una distancia entre ciertas experiencias y su escritura. Este personaje finalmente tiene una relación con la escritura: escribe cartas.

Hacia el final, el mayor Castelló dice que un libro de guerra es un acto de guerra. ¿Y qué es una novela?

Lipcovich piensa largamente. Se adivina el diálogo de sus pensamientos.

—Yo supongo… —dice y vuelve a callar—. En algún lado cuando uno escribe está latente la idea de un libro de guerra, un libro que cambie la realidad. Pero no lo es.

¿Qué efecto buscás en la lectura?

—Con este libro me es difícil pensarlo. Pero me parece que Castelló tiene razón. —Y estalla en risas.

Pero no me contestaste.

Se ríe y vuelve a callarse.

¿Cuántos desnichadores hay en la novela?

Piensa largo, bastante más que antes, y responde pícaro:

—Creo que no engaño al decir que hay más de uno.