La lluvia de verano 13 Sep 2012
Télam | Pablo Chacón
Si existiera una novelista que recreara el espíritu indómito de los jóvenes personajes de los hermanos Dardenne, esa, sin dudas sería Marguerite Duras, y la novela que cumpliría ese dictado "La lluvia del verano".
El libro, publicado en otra traducción que la ya existente de la casa Alianza por El Cuenco de Plata, devuelve al mercado editorial un texto posterior a "El amante", el volumen que lanzó a su autora a una fama que jamás buscó, pero que descubrió al gran público a quien junto a Nathalie Sarraute, Claude Simon y Alain-Robbe Grillet supo animar la primera ola del `nouveau roman`.
Duras -quien escribió este texto después de recuperarse de la zona más severa del alcoholismo, sobre el que paradójicamente también escribió páginas hermosas- era amiga íntima de Jacques Lacan (quien dedicó un escrito a "Emily L", una de sus novelas), y vivió sus últimos años acompañada por un joven admirador, Yann Andrea Steiner.
Pero también escribió cantidad y fue miembro de la Resistencia, en la misma célula que Francois Mitterrand, que la salvó de una emboscada en la que cayó su esposo, Robert Antelme, rescatado vivo por milagro en el campo de concentración de Dachau.
Antelme es autor de "La especie humana", escrito dos años después de su calvario, y quizá el testimonio más estremecedor del horror nazi.
La espera, el encuentro, la vuelta y recuperación de Antelme fueron narrados por Duras -que llegó a torturar a soldados nazis prisioneros en París- en un libro también inhallable, de título inequívoco: "El dolor".
Nacida en Saigón en 1914, fallecida a kilómetros de la capital francesa en 1996, Duras pasó sus últimos años escribiendo textos memorables, entre los que se destacan "El amor", "El mal de la muerte", "Escribir" y "Esto es todo", casi un testamento.
Pero todavía con fuerzas -también filmaba y escribía obras de teatro- dio vida a Ernesto, el personaje de "La lluvia...", el hijo de unos indigentes que se niega a ir a la escuela pero que nadie se explica cómo sabe leer y ha leído tanto.
Ernesto no acusa automatismos contraculturales o ideológicos, sino una extraña pasión por el saber que el colegio -cualquier colegio- oblitera o anula. "En la escuela me enseñan cosas que no sé", dice.
"Añoró el pensamiento -dice Ernesto-. E incluso la búsqueda, por muy vana, por muy estéril que fuera. El viento. Añoró la noche. La muerte. Los perros. Añoró la infancia, mucho, mucho. Ernesto se pone a reír y a tirar besos a los brothers y sisters". El es el séptimo de siete hermanos.
Y sólo le interesa aprender lo que le interesa: excelente formulación de esa pasión por el saber (que encubre razones muy de fondo) que el enciclopedismo más banal jamás tendrá en cuenta. El saber no es acumulativo, es un estado de conciencia.
"Añoró los cielos de tormenta. La lluvia de verano. La infancia. Una vez -dice finalmente Ernesto-, no añoró más. Ya no añoró nada", cuenta Duras.
Con su pluma, su prosa sin adjetivos, modulada sobre una repetición que cambia inadvertida como las sombras avanzan con las horas, lo cubre casi todo, excepto el ojo del niño que convertido, escapa de los sucesivos destierros de la existencia para quedarse, finalmente, en silencio.