Un retrato para Dickens 07 Ago 2012

Retrato con miradas distorsionadas

Espacio Murena | Guillaume Contré

Sobre Un retrato para Dickens (Cuenco de Plata, 2012) de Armonía Somers, un libro sorprendente y extraño que teje su propio espacio-tiempo.

 

Libro sorprendente y de arriesgada estructura, Un retrato para Dickens es antes que nada un conjunto de miradas. Hay, primero, la mirada de una niña huérfana en su inicial y miserable juventud. Hay, luego, la mirada desvergonzada de un curioso loro, Asmodeo, que fisgonea todo lo que pueda ocurrir en el seno de una vecindad pobrísima, especie de pequeña comunidad disfuncional y dickensiana. Hay también, en otro nivel, otra mirada, acaso metafórica, la del “dueño del Ojo“, o sea Dios –mirada sin duda más fantástica que real, aunque uno nunca sabe–. Hay, si buscamos exhaustivamente, algunas otras miradas más: la alejada de la inspectora del orfanato, siempre dispuesta a desconfiar de la familia que acogió a la nenita huérfana y a su “hermano” negro; las de los diferentes integrantes de la comunidad; las indagatorias de los capataces de las fábricas en las que la jovencita se ve obligada a trabajar pese a sus apenas diez anos; y, sobre todo, como punto de arranque para la escritura del relato, la mirada de la autora, Armonía Somers, sobre un retrato fotográfico que se encuentra incluido en el libro, el de una chica joven y desconocida con falsos aires de Oliver Twist.

Así es que partiendo de un curioso y en cierto modo anónimo (aunque contundente) retrato fotográfico, Somers supo encontrar la materia de una novela que bien podríamos llamar experimental si no desconfiáramos tanto de una palabra hoy algo vaciada de sentido. Es que Un retrato para Dickens tiene mucho de un experimento colgado al filo de un precipicio en el que en cualquier punto podría caer sin remedio. No obstante, no se trata de cualquier experimento, por más que su frágil y fascinante estructura se desarrolla a expensas de un desmoronamiento siempre al acecho, sino de un texto amparado por la soltura de una estructura fuerte. Una estructura-receptáculo, en la que se cruzan varias líneas narrativas independientes aunque ligadas metafóricamente. En primer lugar, el relato pormenorizado de una vida corta, narrado por la niña ante el comisario que la rescató después de una tentativa de suicidio. Paralelamente, descubrimos a modo de “Documento” el texto integro del “Libro de Tobías”, de directa procedencia bíblica. Y otro documento, aún más sorprendente: los extractos de un libro de cocina, “El pastelero y confitero nacional” firmado por un tal F. Figueredo, con detalladas recetas de bizcochuelos. Las relaciones entre estas líneas comienzan con un desarrollo paralelo sin comunicación alguna hasta la inclusión, antes de que irrumpa, sorpresiva, la vuelta de tuerca final: la ultima línea narrativa, cuando ya se deja vislumbrar el fin del libro, que no se anuncia tanto como nueva línea sino como reemprendimiento del relato entero, otra vez, ahora desde la peculiar voz del loro, quien acaso no es tanto un loro como una reencarnación de uno de los demonios mal intencionados que merodean en ciertos momentos del “Libro de Tobías”. O sea que el libro funciona, entre otras cosas, como gran juego de inclusiones, aun cuando lo que le interesa a la autora no es por suerte ningún malabarismo formal sino una colección de miradas simultaneas y/o antagónicas, como tantas posibilidades de narrar lo mismo, o como un modo de burlar lo narrado, de ahuyentar sus escalofriantes fuerzas, sean estas ficcionales, reales o religiosas.

De tal modo que la novela se transforma en un artefacto imposible aunque abarcador: una mezcla de géneros, de lo bíblico hasta lo literario, es decir hasta una invención que no lo sería, puesto que en este caso se trata de la vida “real” de la chica de una foto (con su estilo ingles, dickensiano). La invención de una vida real. En eso tal vez consiste la propuesta de Somers.

Desde este punto de vista resulta interesante la experiencia de leer in extenso extractos de los textos sagrados, algo que –al menos en mi caso– no ocurre todos los días. ¿Cómo debemos leer este fragmento del texto bíblico? ¿Como una mera ficción? ¿Como una Palabra encarnada? ¿Como la brillante reapropiación de un texto ya existente? ¿Como un “Documento” sin más? O, más bien: ¿quién lo lee? La nena de la foto, acaso –tal como es recreada por la ficción– leyéndose a sí misma desde su relación inquieta, turbia, con este Ojo que parece tener el pesado gusto de inmiscuirse muy a menudo en su sufrida vida.

Reina una gran ambivalencia en torno a estos extractos religiosos, ambivalencia que por otra parte reina por todos los otros niveles y contenidos del texto, permitiéndole mantener su sutileza y sus insospechables mutaciones.

Dios, en el “Libro de Tobías”, es toda soberbia, un dios que mejor temer, un dios que a veces da algo a sus súbditos, aunque haya que pagar precios altísimos, y lo mismo pasa con la vida de la jovencita, quien debe padecerlo todo sin entender muy bien porqué. ¿Ese Dios, en su soberbia, no se deslizaría sigilosamente hacia el ridículo, como ocurre al bueno de Figueredo, autor pretencioso e imbuido de sí mismo del libro de recetas? En todo caso, y tal como la protagonista se pregunta acerca de la identidad del cocinero del libro de recetas y de su dedicatoria a un supuesto maestro francés : “¿estaba solo o tenia por dentro a aquel a cuya memoria se lo había dedicado, cierto señor Careme?. Dios aquí no solamente representa una dudosa existencia, encarna también intenciones no menos dudosas (¿qué hay dentro de Dios?), como si se tratara de un peso que nos vemos obligados de llevar dentro nuestro, el monstruo que nadie ha invitado. Armonía Somers fue hija de un anarquista anticlerical y de una madre católica, y aunque nunca puede saberse si la autobiografía proyecta luz alguna sobre el texto, siempre existe la tentación de pensarlo así.

Desde aquel entonces aprendí a no desear“, dice la nena en algún punto. En la vida desgraciada de la pobre chica, el poder de lo prohibido se vuelve máximo, impulsado por autoridades cuestionables, tal como una encarnación “practica”, cotidiana, del temor de dios. Se trata de la vida de una huérfana a la que le está vedado comprender sus deseos, no exactamente sexuales (aunque pronto aparecerán), sino deseos cabales de vivir y de entender el mundo que la rodea. La miseria aquí es destino e imposición, retrato miserable e impiadoso. La violencia de lo real narrada desde los ojos “ingenuos” de una nena lanzada a la vida, a su pesar, que tiene que arreglárselas como puede para ordenar el caos de cada día con decisiones y reacciones sorprendentes.

Un retrato para Dickens se propone, entonces, como novela de iniciación (descubrimiento de la muerte, descubrimiento del amor y de la violencia mezclados en un incomprensible conjunto, descubrimiento del mundo hostil del trabajo fabril, etc.), pero con un estilo, una lengua colmada de rarezas, de pequeños desvíos sorprendentes que traducen con la mayor rigor la mirada del personaje, la necesidad de decir lo que se ve y se siente tal como se ve y se siente. La distorsión de la mirada es la distorsión del estilo (y también de lo narrado), tal como ocurre con otros de los “raros” uruguayos (Felizberto Hernández y Marosa Di Giorgio). No hay verdad alguna que valga fuera de esta distorsión. Los hechos existen solo por el punto de vista que los hacen existir. De ahí que la confrontación entre el estilo bíblico y el estilo propio (que no debe pensarse como estilo, sino lisa y llanamente como algo “vivido”, un ars poetico per se) se vuelve uno de los puntos fuertes de la novela, creando y subrayando constantemente la “incomodidad” del lector.

Un libro a leer también como una historia de estilos, desde lo ampulosamente bíblico hasta la más extrema subjetividad, pasando por la pompa del cocinero o los estrafalarios relatos del loro-demonio, verdadera novela dentro de la novela que la va reescribiendo, como una inclusión que colma todas las otras inclusiones. El loro, por otra parte, pretende tener en sus entrañas (metamorfoseadas en cinta) las imágenes “grabadas” de todo lo que va fisgoneando, permitiéndole narrarlo todo de nuevo y agregando así una mirada más en la serie, la del cinematógrafo, metáfora de la subjetividad artística, como si ésta fuera la única posible (salvo que las subjetividades son innumerables).

Este peligroso juego de estilos y de inclusiones, que parte desde una fotografía (vale decir en palabras de la autora “la interpretación plástica del ser“) que Armonía Somers recobra como un extraño y doloroso ready-made a partir del cual recrearlo todo, se vuelve un poderoso repliegue en los pliegues de la ficción, en las curvas tramposas de un real falso y por eso justamente realísimo, desde su naturaleza misma de artefacto y su sinfín de puntos de vista en abismo. Es asimismo notable puesto que el texto sufrió cierta “maldición faraónica”: la escritora enfermó gravemente y la chica retratada murió poco después de la publicación del libro. Este texto perturba tanto como sin duda lo hizo hace ya más de cuarenta años, cuando apareció su primera edición. Es que Un retrato para Dickens tiene la potencia de una modernidad fuera de toda modernidad, una modernidad diferente, autónoma, que desde sus sorpresivas fuentes (la foto, los “Documentos”, el Oliver Twist de Dickens) teje inconfundiblemente su propio espacio y tiempo.