Camino de las pedrerías 17 Dic 2006

Las pisadas salvajes

Perfil | Redacción

Camino de Pedrerías - Crítica

 

En Camino de Pedrerías, Marosa Di Giorgio insiste con las notas que distinguieron su obra: las chacras, la tierra y los animales mestizos; el nacimiento de retoños y el encuentro repetido con lo divino. En un primer acercamiento, su literatura parece alejarse de lo llamado civil. Pero es sólo una apariencia. En realidad, sus libros pueden leerse como documentos de la imaginación de una ciudad, como hipótesis sobre los límites donde se adivina la magia de lo desconocido; una invitación a pensar la civilización.

La aparición de la vida se muestra como una fisura en el continuo de la especie; en medio del tráfico y la angustia urbana, la fastuosidad de la naturaleza brilla por su intención vital. La obra de la autora asume una filiación cívica que incluye pérdidas que sus comentadores develan: el corte de sus personajes, los roles, el karma social. En la atmósfera enrarecida donde se dan estos relatos eróticos (las primeras páginas lo advierten), los roles de los amantes no son intercambiables: las mujeres son Caperucita y los hombres el Lobo Feróz. Así, se recrea el momento en que el predador se convierte en un animal fantástico.

La literatura de la uruguaya conserva un espacio para la barbarie. Donde lo alelíes, las azaleas y las flores del zapallo manifiestan una fiereza que encaja en el tono bucólico por la intención o por la fuerza. Donde cada sentencia tiene la proyección del orden, y cada encuentro con el monstruo la obligación de una moral. El sexo es el instante transformador donde nacen las madres y los hijos, a partir del deseo de los cuerpos se nos muestra el mundo.

Con esta voluptuosidad, el relato sacrificado de las seducciones y los llamados al orden son efectos del programa poético que crecieron en un contexto adverso: la poesía coloquial y la gestación de exteriorismo. Lejos de esa urgencia, los híbridos de Di Giorgio, escritos en medio de un trance espiritista, repatriaban las cenizas de Laforgue, de Lautrémont (los dos poetas franco-orientales) y nacionalizaban a los hermanos Grimm.

Sus entrevistas fueron casi tan impactantes como su obra (respuestas herméticas, como ciertos fragmentos de sus libros) y, sobre todo, sus performances en recitales de poesía. Aquellas intervenciones, marcadas por el drama, el absurdo y la declamación, merecerían otra respuesta.