Destinos Personales 22 Mar 2007
El Litoral | Remo Bodei
En "Destinos personales" (subtitulado "La era de la colonización de las conciencias", publicado por El Cuenco de Plata) Remo Bodei analiza las configuraciones asumidas por el yo, la conciencia y la identidad personal, desde las estrategias de individuación de Locke, Schopenhauer, los médecins philosophes, Nietzsche, Bergson, Proust, Pirandello y Simmel a la "colonización de las conciencias", en la que la política demuestra haber extendido su imperio hasta el más profundo interior de los individuos.
Presentamos aquí un fragmentos del apartado dedicado al "centro de gravedad de Nietzsche".
El individualismo (exigencia liberal de autonomía) y el socialismo (reivindicación anti-individualista de igualdad), tradiciones políticas que nacen en directa oposición, están, según Nietzsche, secretamente aliadas: "El individualismo es una forma modesta y todavía inconsciente de la `voluntad de poder'; aquí parece que al individuo le es ya suficiente con desembarazarse de una fuerza apremiante de la sociedad (sea del Estado o de la Iglesia). El individuo se le opone no como persona, sino sólo como individuo [en cuanto número]: representa a todos los individuos contra la colectividad [...] El socialismo es simplemente un medio de agitación del individuo: éste comprende que para conquistar algo debe organizarse para una acción colectiva en `potencia"'. Al rechazar la trascendencia, al ir más allá de la búsqueda de lo eterno, incluso en sentido laico, la cultura moderna de la secularización produce, con el socialismo, individuos evanescentes: "La locura política, frente a la cual sonrío así como los contemporáneos sonríen frente a la locura religiosa de los tiempos pasados, es ante todo la secularización, la fe en el mundo y la exclusión de la mente de los conceptos de `más allá' y de `trasmundo'. Su fin es el bienestar del individuoFUGAZ: por esto su fruto es el socialismo, esto es los fugaces INDIVIDUOS quieren conquistar para ellos la felicidad con la socialización y no tienen motivo para esperar, como esperan los hombres con alma eterna en eterno devenir, que se proponen hacerse mejores".
Ser a la vez rebaño y pastor: tal la difícil tarea de los "hombres superiores", de los "espíritus libres" o esprits forts, precursores del †bermensch (superhombre o ultra-hombre, individuo capaz de ir más allá de lo "humano, demasiado humano") cuyo advenimiento resulta bloqueado por el primado de la negación de la vida, típico de los mediocres. Estos hombres libres no quieren ser sólo gregarios (incapaces de gobernar la multiplicidad de los yoes) o sólo pastores (autócratas solitarios). La pluralidad de los yoes produce en ellos un concierto ("Siguiendo el `hilo conductor del cuerpo' aprendemos que nuestra vida es posible gracias al concierto de muchas inteligencias de valor muy desigual"), con sucesivos directores de orquesta que, coordinando el conjunto de los instrumentos, agregan algo a su suma. Sólo ellos son capaces de abandonar el rebaño, la "colonia", de sustraerse a la exigencia gregaria de la especie y, sobre todo, de hacer frente a la desorientación que deriva de ella. Más aún saben renunciar a sí mismos precisamente porque han superado el temor nihilista de perderse, el cual golpea en cambio a los individuos que entran en la masa, que se refugian en el rebaño, porque tienen temor de la individuación, advertida "como algo penoso".
Al aceptar el azar, la "inocencia del devenir", los hombres superiores llegan a desear su propio dolor para auto-superarse: "Estimo el poder de una voluntad en base a cuanta resistencia, sufrimiento y tortura tal voluntad soporta y sabe transformar en ventaja propia". Intentan ser puestos a prueba para templarse: "las mismas razones que producen el empequeñecimiento de los hombres mezquinos impulsan a los más fuertes y raros hacia la grandeza". Desde el Nacimiento de la Tragedia, la pérdida delprincipium individuationis no representa solamente una experiencia horrorosa, sino -para quien es capaz de soportarla- también un rapto extático, un exultante sentido de liberación, que surge de no estar más constreñidos a encerrarse en la prisión refugio de un yo clausurado en sí mismo por temor a disolverse. En términos spinozianos, el individuo experimenta el incremento de la propia potencia de existir (vis existendi), elevando la libertad del querer al "afecto de una superioridad con respecto a quien tiene que obedecer. `Yo' soy libre; `él' tiene que obedecer -en toda voluntad se esconde esa conciencia".
Los hombres superiores son pues igualmente capaces de mandar y obedecerse a sí mismos, hasta el punto de transformarse en campos de batalla, de acoger en sí a "muchas personas" sin resultar destruidos por ello. Al mismo tiempo sienten el ego no como un "monarca absoluto", sino como un centro de gravedad móvil ya que no someten la pluralidad de yoes que vive en ellos a una unidad ficticia, rígida y mortificante, en la que reconocen la marca de la infamia, de la debilidad o de la renuncia a la expansión de la fuerza vital. No renuncian a sí mismos y son fieles hasta el fondo a la propia historia y a las propias decisiones: dueños de sí precisamente porque no aspiran a la unidad de un pastor sin rebaño y absolutamente personales porque no tienen la necesidad de usar la primera persona singular del pronombre para un solo yo. Perderse a sí mismos significa para ellos ganar muchos otros yoes, multiplicar las propias fuerzas, no dividirlas y tender a la auto-superación y no a la mera auto-conservación.
Es justa la voluntad de poder que acumula energía sin disiparla, que se defiende del más fuerte y se precipita alegremente sobre el más débil. La sobreabundancia de fuerza vital, de "salud", de voluntad de transustanciar los conflictos en fuerza, hace nacer incluso el placer de la inseguridad, de la audacia, del viaje de descubrimiento, ya que la felicidad está ligada a la superación de las resistencias y de los obstáculos y de su espontáneo coincidir con el instinto. Es la misma felicidad que en grados más altos se experimenta en la búsqueda y en la imposición de lo verdadero, en cuanto su criterio es el aumento de la sensación de poder, si bien la verdad en sí misma no es poder. Al contrario de lo que piensa "el galante iluminista", para ésta es necesario, sin embargo, el poder, precisamente porque no es algo a ser descubierto, sino algo a ser creado y a hacer durar.
Separarse de la rigidez del principio de individuación no quiere decir anularse, sino decir sí a la vida, negando la "voluntad" dividida shopenhaueriana, considerando incluso el martirio como "un sacrificio exigido por nuestro anhelo de poder". Significa conjugar el principio apolíneo de la individuación con la fuerza disolvente y renovadora del principio dionisíaco de la indistinción, mantener el anclaje de los fenómenos en la eternidad del devenir y rechazar la "fugacidad" del individuo. Tras la muerte de Dios (que implica también la muerte del alma y de todo lo que es inmutable), también Nietzsche busca sustitutos de eternidad, modos de elaboración e interpretación de sí mismos, en vistas a alcanzar una autonomía que le evite al hombre superior, quien mejor que los otros sabe elaborarse a sí mismo, el volverse semejante -según la imagen de Locke- a una lápida cuya inscripción ha borrado el tiempo.
Perder el sí mismo único significa ganar muchos otros sí mismos, ascendiendo por una escala de más intensa coordinación recíproca entre los varios posibles yoes, en una progresión hacia grados de mayor individuación que desafían la aritmética: "el dos nace del uno y el uno del dos: esto se ve con los propios ojos en la generación y en el crecimiento de los organismos más elementales, la matemática es constantemente contradicha, contravivida, si es lícito decirlo así, por la experiencia real". Por esto debe ser rechazado el concepto de individuo, en cuanto entidad indivisible, cara al pensamiento naturalista (el que "se siente sobre todo a su gusto con la tabla pitagórica").
Por lo demás, no es suficiente, como en la tradición ascética o en el pensamiento dialéctico, aprender la disciplina voluntatis, escindirse en dos yoes en lucha, inventarse un enemigo interior, y desdoblarse para poder reconquistar la unidad. El asceta consigue un más alto nivel de voluntad de poder respecto del hombre del rebaño, porque se apoya en el deseo de sojuzgar impulsos y tendencias para volverse dueño de sí, incluso al precio de negar la vida. Sin embargo, no se puede conseguir la perfección gracias a un mero esfuerzo de voluntad, dado que la voluntad no puede querer contra sí misma. La voluntad de poder -"simplemente otro modo de decir vida" que, en consecuencia, está en el ser vivo- es, sobre todo, voluntad de superación de sí mismos, un ponerse en peligro "por amor al poder". La autosuperación(Selbstüberwindung) y el disciplinamiento (Züchtung) no implican la negación de la voluntad sino por el contrario, la potenciación de todo acto singular de voluntad.
Hablar de "voluntad" es, por otra parte, inadecuado. En Nietzsche, como en Spinoza y en Ribot, es sólo una construcción abstracta: no existe una voluntad en sentido ontológico, existen sólo actos singulares de volición. Las ideas de voluntad y de libertad no tienen su origen en la teoría, sino en la necesidad de control social, de hacer a los hombres individualmente responsables de sus acciones: "Toda la vieja psicología, la psicología de la voluntad, tiene su presupuesto en el hecho de que sus autores, los sacerdotes colocados en la cúspide de las viejas comunidades, querían otorgarse el derecho de imponer castigos: querían otorgarle a Dios ese derecho... A los seres humanos se los imaginó `libres' para que pudieran ser juzgados, castigados -para que pudieran ser culpables: por consiguiente, se tuvo que pensar que toda acción era querida y que el origen de toda acción estaba situado en la conciencia (-con lo cual el más radical fraude in psychologicis quedó convertido en principio de la psicología misma...)". Aún hoy -agrega Nietzsche- los teólogos "continúan infectando la inocencia del devenir por medio del `castigo' y la `culpa'. El cristianismo es una metafísica de verdugo...".
Si se dan únicamente actos singulares de volición, no existe, en rigor, ni siquiera una voluntad débil o fuerte. Hay sólo centros de gravedad de voliciones más o menos coherentemente integrados: "Debilidad de la voluntad: ésta es una similitud que puede inducir a error. Porque no existe una voluntad y, por tanto, tampoco una voluntad fuerte ni una voluntad débil. La multiplicidad y la disgregación de los impulsos motores y la falta de sistema entre ellos da por resultado la `voluntad débil'; su coordinación bajo el dominio da por resultado la `voluntad fuerte'; en el primer caso se trata de la oscilación de la falta de centro de gravedad, en el segundo de la precisión y la claridad de la dirección". En cada momento, el ego -o sea, la paradójica coordinación antagónica de los "yoes"- se traslada con mínimos trastrocamientos del orden hacia un centro de gravedad capaz de acoger en sí, de manera más estable, un mayor número de fuerzas. El hombre superior es el que sabe concentrar y coordinar toda su energía en el yo que en ese momento representa el centro de gravedad y sabe pasar a continuación, con la condescendencia de su cuerpo, a otros yoes que aporten un ulterior incremento de poder. El "peso más grande" puede ser sostenido por quien sabe soportarlo, redistribuyéndolo sobre una pluralidad de yoes que se alternan, sin perder el hilo de su sucesivo aparecer en escena. El hombre superior encuentra el centro de gravedad siempre en sí mismo, mientras que el rebaño lo tiene siempre en otra parte, en la voz anónima de la masa o en el pastor por el que se deja guiar.
El hombre, se sabe, "es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo". Y sin embargo, precisamente porque dominan los mediocres, atareados siempre en rebajar lo que es alto, en demonizar por todos los medios a los fuertes y los felices, el †bermensch podría no ver (¿por largo tiempo o nunca?) la luz.