Destinos Personales 23 Sep 2006

Débil es la conciencia

Clarín | Santiago Bardotti e Ivana Acosta

El filósofo italiano acaba de publicar en la Argentina la última parte de su historia moderna de la individualidad. En ella, traza una notable articulación entre la crisis de la identidad personal y el surgimiento de los totalitarismos del siglo XX. Antes de su llegada a la Argentina, Bodei conversó con Ñ sobre los ejes principales de su investigación.

 

A lo largo de casi veinte años, al menos desde la publicación de Scomposizione. Forme dell'' individuo moderno (todavía no se tradujo al español), Remo Bodei ha trazado una historia filosófica de la idea moderna de individualidad, cuyo último capítulo acaba de darse a conocer en la Argentina. En Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias (El Cuenco de Plata), Bodei vincula además la crisis de identidad personal con el surgimiento de los totalitarismos en un recorrido que es histórico y a la vez político: una auténtica "batalla política". Bodei, que el martes presentará su ensayo en la Ciudad Universitaria, en Córdoba —allí dictará dos conferencias: en el Colegio de Escribanos y en la Facultad de Ciencias Exactas— conversó telefónicamente sobre su programa filosófico.


—En su ensayo - Destinos Personales- dice que éste cierra una trilogía iniciada con - Scomposizione- (1987) y - Geometría de las pasiones- (1991). ¿Cómo se articulan estas partes?

—Mi objetivo era estudiar el nacimiento moderno de la individualidad y el papel que juegan en ella las pasiones. En Scomposizione me ocupé de la individualidad piramidal, tal como la piensan, por ejemplo, Goethe y Hegel, para quienes la individualidad se desarrolla como una lucha de contradicciones de la que emerge como un retornar a sí. En Geometría de las pasiones busqué reconstruir la relación entre pasiones y razón, la complicidad antagonista que hay en esa contraposición, de tal suerte que la razón no puede vivir con las pasiones ni sin ellas. En Destinos Personales analizo cómo, en la construcción de la identidad personal, racionalidad y pasión van juntas. También trato la pasión a nivel histórico-político, tomando como referencia a la Revolución Francesa: el miedo convertido en Terror institucionalizado; la esperanza como algo que ya no se busca más allá, en un paraíso o en un mundo futuro.

—¿Cómo se vinculan la concepción "piramidal" de la identidad y la concepción "horizontal" que usted estudia en John Locke?

—Me interesaba mostrar cómo la idea combativa de individualidad piramidal, al chocar frente a la sociedad de masas y a los totalitarismos del Novecientos, pone de manifiesto a un individuo débil, que se puede descomponer. Para eso, fue necesario retomar el problema desde el siglo XVII, con la concepción "horizontal" de Locke. En el marco de una crisis de la idea metafísica de alma como unidad de la conciencia, Locke entiende —contra Descartes— que nuestra conciencia o identidad personal es esencialmente frágil: algo que se desarrolla en el tiempo, en el hilo sutil de la memoria y que, por lo tanto, podemos perder. Porque es frágil, afirma Locke, debemos sostener nuestra propia identidad trabajándola. La identidad no se hereda: es resultado de un trabajo diario. Yo pienso que hay una conexión estrecha entre esta conciencia de la fragilidad del Yo y el nacimiento del liberalismo europeo. Esta noción de individuo está en el centro de la constitución del liberalismo económico y político, que enfatiza la capacidad individual para actuar, manteniéndose libre de condicionamientos externos. 

—¿Cómo piensa la relación entre las preguntas "ingenuas" o de sentido común respecto de la identidad personal (qué soy yo, por qué cambio), que en parte coinciden con el planteo de Locke, y las respuestas filosóficas que le siguieron: Schopenhauer, Nietzsche, Freud? 

—Bueno, para mí las ideas de Locke se oponían al sentido común de su tiempo. A la idea de un alma inmortal, Locke oponía la identidad personal como sustancia que no es independiente del fluir del tiempo, de la inseguridad de la vida en el tiempo. Por otra parte, tampoco veo muchas diferencias entre la pregunta ingenua (cómo cambia mi cuerpo, por qué mis sentimientos no son los mismos de antes) y la reflexión filosófica. Las ideas de Locke tuvieron gran impacto en Hume y Kant, para quienes, en última instancia, no somos capaces de entendernos (la imagen de que bajo del faro no hay luz, no se puede ver es muy ilustrativa de esta concepción del Yo). La idea de que hay un elemento invisible que no llegamos a conocer reaparece luego en Schopenhauer: el Yo es como una voz que resuena en una cámara de vidrio. Somos como marionetas: expresiones de una voluntad de vivir que traza garabatos en la pizarra infinita del espacio y el tiempo. Y esta idea llegará luego —a través de la Filosofía del inconsciente(1868) de Eduard von Hartmann— a Freud, a quien debemos la concepción de la identidad como una confederación de Yoes, con un Yo hegemónico que gobierna, aunque, claro: también es vulnerable y puede destruirse.

—¿Después de la popularidad de los teóricos de la sospecha, deberíamos (parafraseando un trabajo de Derrida sobre Freud) ser justos con Locke?

—Yo no creo que haya que volver a Locke. De los teóricos de la sospecha hemos aprendido mucho, a pesar de los excesos interpretativos de sus epígonos. Marx puso de relieve nuestra dependencia respecto de las fuerzas económicas; Nietzsche mostró nuestra dependencia del cuerpo y, Freud, la del inconsciente. Tenemos que tomar muy en serio estos condicionamientos. Pero el problema sigue siendo que somos como marionetas, sin autonomía. Yo no creo que estemos condicionados en forma mecanicista, y más allá del determinismo económico, biológico o inconsciente, los teóricos de la sospecha nos permiten descubrir nuevas formas de autonomía.

—En los años 60, la perspectiva terapéutica freudiana fue cuestionada como "antipolítica". Philip Rieff, por ejemplo, señalaba cómo la terapéutica había abandonado la búsqueda de una "buena vida" en común y, en cambio, se proponía como objetivo el "bienestar" individual. ¿Qué opina de esta posición?

—Creo que es injusta con Freud. El nunca aspiró a buscar el mero "bienestar" o una felicidad individualista. Freud consideraba que se podía pasar de una infelicidad patológica a una infelicidad normal. La política consiste en remover los obstáculos individuales o grupales que llevan a la infelicidad. El problema es que la política sola no trae la felicidad.


De la identidad a la guerra

—Uno de los puntos salientes de su recorrido histórico es la articulación de la crisis de la identidad personal con el surgir de las psicologías de las multitudes y la incubación de totalitarismos o "regímenes reaccionarios de masa". ¿Habían sido poco atendidos estos aspectos? 

—Las debilidades de la individualidad dejaron abierta la concepción del individuo manipulable, y a lo largo del siglo XX hemos sido manipulados científicamente aun por regímenes democráticos. De la idea de un Yo secreto que gobierna en nuestra identidad personal se pasa a la idea de que, en momentos de crisis, ese Yo hegemónico abdica, es obligado a renunciar, y produce una fragmentación. La gran invención política de Gustave Le Bon fue afirmar que cuando los hombres son débiles se convierten prácticamente en un rebaño, entonces hay que transformar el Yo hegemónico interno que coordina nuestra identidad por un Yo hegemónico externo: el capataz, el caudillo, el Duce, el Führer. Este modelo no fue desconocido. Mussolini, gran lector de Le Bon, retomó sus ideas. En Europa desde 1945 y en Rusia desde 1989 se terminaron estos regímenes y comenzó el lento aprendizaje de la democracia.


Aporías del bien común

—Esos regímenes se terminaron pero no la manipulación de los individuos por otros líderes, aun democráticos, que atentan contra toda idea de comunidad política, entendida como compromiso con el bien común.

—Sí, pero el problema es por qué los hombres van en contra de sus propios intereses. A mí se me ocurre que desde el siglo XVIII aparece una categoría de sublime político, análoga a la concepción de lo sublime estético. Con la desacralización de la sociedad, aparece la sacralización del campo político. Hombres débiles encuentran seguridad en esos cavallieri que se muestran arios y no judíos; fascistas y no negros... Históricamente, esta atracción ha dado seguridad y hoy, en un contexto completamente distinto, se corre el riesgo de sentirse protegidos contra el terrorismo renunciando a la libertad, vieviendo en permanente emergencia. Por otra parte, si bien la defensa del individuo se transformó en una defensa del individualismo de masas, yo creo que pueden coexistir la libertad individual existencial con la contribución y responsabilidad por la vida en común. No hay que hacer un fetiche del Estado ni de la comunidad. El Estado somos nosotros: una construcción continua, que precisa integrar culturalmente a seres y situaciones diversas, aunque, al hacerlo, muchas veces entremos en tensión con nuestras ideas sobre el bien y la justicia. Estas tensiones existen y no podemos ser ingenuos con ellas. En Gran Bretaña la integración de culturas diversas ha llevado a lo siguiente: el aborto, que en las mujeres británicas está permitido hasta los tres meses, se admite —por razones culturales— hasta los cinco meses en el caso de las mujeres de origen musulmán. 

—Cita esos datos en su libro - La chispa y el fuego. Invitación a la filosofía- , que acaba de publicarse en la Argentina. Allí también afirma que somos "huéspedes de la vida". ¿Qué quiere decir esta expresión? 

—Quiero decir que nuestro cuerpo y nuestra mente se desarrollan sin que nosotros lo queramos así. Nuestras hormonas entran en el circuito sanguíneo involuntariamente. Nacemos sin quererlo, con un cuerpo que se desarrolla por las suyas. No somos los directores de nuestros sueños (Borges decía que el sueño es el primer género literario de la humanidad). No decidimos: somos decididos. Estamos en un universo cuyos límites no conocemos y somos sus huéspedes. No creo en el diseño inteligente; y debemos ser capaces de saber que no todo depende de nosotros. Ser huésped de la vida es una autoreafirmación: no tenemos un cuerpo (ni éste es tampoco, como decía Platón, una cárcel del alma) sino que somos un cuerpo y formamos una comunidad de seres sintientes.

—La Argentina conoce de demagogias y totalitarismos; también pasa por ser el país con más psicoanalistas del mundo. ¿Qué puede decir sobre la relación entre la figura del viejo demagogo y la del psicólogo?

—Bueno, no sé si hay una relación directa entre ambas cosas. Creo que un buen psicoanalista debería ser como un pequeño Sócrates y no alguien que quiere manipular a la gente, aunque no niego que a veces el psicoanálisis puede convertirse en un taller de reparaciones del alma, ni que aparezca dividido en grupos que son como sectas. Pero hay hechos puntuales que favorecieron el crecimiento precoz del psicoanálisis en la Argentina: la gran inmigración judía y, en general, gran cantidad de inmigrantes desterrados, el hecho de ser un país embebido en la cultura europea y con gran cultura literaria, que conoció el fulgor económico y que atravesó diversas catástrofes económicas: todas situaciones que llevan a la gente a buscar entenderse.

—En su ensayo se refiere a la pretendida "unidad monolítica del Yo moderno"; por otra parte, se habla de la supuesta fragilidad del Yo posmoderno. ¿Existe una salida intermedia? 

—A mí la idea del Yo posmoderno me parece una visión de elite, ligada a la revista Vanity Fair, a la moda que cambia y nos cambia continuamente (a nivel del piercing). Pero los cambios estructurales, mentales, jurídicos son mucho más lentos. No creo que seamos así de frágiles, ni que el Yo sea como un amortiguador que sólo contribuye a nuestros automatismos. El lenguaje, por el cual pensamos, es una estructura que no cambia tan fácilmente. A su vez, si traducimos el término de otra manera, me parece que es cierto que la esfera de nuestras posibilidades y de nuestra libertad se ha ampliado hasta tal punto que se volvió inmanejable: tenemos tanta libertad que no sabemos en qué usarla. En Europa, la reducción de la jornada laboral lleva a que casi un tercio del año sea tiempo libre. Pero no podemos ni sabemos cómo usarlo concretamente (en Italia, para referirse al ocio se usa la expresión matar el tiempo). Creo que, en términos de Foucault, deberíamos hacer un auténtico cuidado de nosotros mismosen la forma de una agricultura: ararnos a nosotros mismos para que —como en la parábola— la semilla no caiga entre las piedras, para que no permanezca inculto el campo de nuestra mente, para que tengamos decisión política y no nos agitemos con euforia e insignificancia ante cualquier cosa. 

—El subtítulo de - Destinos personales- es "La época de la colonización de las conciencias". ¿A qué época se refiere?

—Bueno, las conciencias siempre han estado colonizadas. Siempre ha habido entes familiares, políticos y sociales que homologar y eso también tiene sus aspectos positivos. Pero yo estoy pensando aquí en la colonización sistemática, programada, propia de los regímenes del Novecientos. 

—¿Sigue trabajando en la historia de la memoria?

—En este momento, no. Este año publiqué en Italia Pirámides de tiempo. Historias y teoría del déjà vu. Y ahora estoy estudiando el problema de la subordinación entre los hombres: la esclavitud, la servidumbre natural de los indios durante la Conquista, el pasaje de la división natural entre los hombres a la abolición de los siervos en Rusia, en 1862. Quiero traer esta historia hasta el presente, ya que todavía estamos atravesando la difícil conquista de la libertad como autonomía. 

—Antes dijo que la política, por sí sola, no trae la felicidad. ¿La investigación filosófica sí?

—Bueno, para mí en cada tema filosófico que elijo hay una batalla política que quiero llevar adelante, sin convertir la investigación en un ejercicio panfletario. La política es difícil, esforzada. No es, como se dice, rosas y flores. Implica elegir, en cada situación, vivir dignamente y reconocer los límites de la búsqueda de libertad. La felicidad hoy ya no puede buscarse en el paraíso ni en paraísos individuales: la felicidad es felicidad pública. Pero tampoco resulta de una voluntad que se impone: ¡Sean felices! Crear las condiciones de la felicidad es una tarea pública, cuyos frutos recoge la sociedad.